Tres días después, en otro artículo de ABC, explicitaba por primera vez su teoría sobre cuál era la única vía posible para solucionar el conflicto entre Cataluña y España. A su juicio, los diputados catalanes tenían razón en la mayoría de sus reivindicaciones, sobre todo en lo relativo al desastroso funcionamiento de un Estado carcomido por la corrupción e incapaz de cualquier reforma. Ahora bien, lo que pedía a los diputados catalanes era que formaran un grupo parlamentario propio y cohesionado, no para exigir la autonomía, sino, al contrario, para que fuese ese grupo catalán, por estar más capacitado que el resto, el que liderara la transformación que España tanto necesitaba: «ese grupo de diputados independientes, actuando todos los días, en todos los momentos, perseverantemente, incansablemente, en el Congreso, bastaría para renovar y transformar de arriba abajo la política española. «¡Qué fuerza tan enorme representarían esos diputados en la vida de España! ¡Y cómo ellos decidirían en la formación, desenvolvimiento y muerte de los Gobiernos!» (Azorín, ABC, 11-VI-1916). Dos días después volvía a la carga con la misma idea, en este caso desde La Vanguardia: «¡Que los diputados catalanes permanezcan inconmovibles en sus escaños y que ejerzan en todos los momentos la verdadera función parlamentaria de fiscalización! Con eso bastaría». E insistía en su idea de que las críticas que hacían los políticos catalanes al corrupto tinglado de la Restauración canovista eran las mismas que hacía cualquier español mínimamente sensato y honesto: «en toda España se piensa como Cambó piensa; es decir, que todo el mundo en provincias está tan fastidiado y ahíto de la farsa que se desenvuelve en Madrid, como lo están los catalanes y como los estamos los que en el mismo Madrid vivimos. Y lo hemos dicho así millones de veces» (Azorín, La Vanguardia, 13-VI-1916).
Y así siguió durante varios días. El 15 de junio de 1916, en su columna de ABC, apelaba a los representantes catalanes, tanto en el Congreso, como en el Senado, para que tomasen la iniciativa y liderasen la tarea de regenerar a España de la corrupción que la carcomía: «¿Hasta cuándo va a durar este estado de cosas? ¿Adoptarán los representantes de Cataluña la actitud enérgica, decidida, que a estas horas espera ya toda España?». E insistía una vez más en algo que siempre le preocupó: dejar claro que el enfrentamiento entre Cataluña y España era una entelequia, interesadamente fabricada por unos pocos, pero en absoluto compartida por el conjunto de la población española: «Esa oposición que se trata de crear entre Cataluña y el resto de España ve España entera que es un artificio de los políticos anticatalanes. Toda España repite y corrobora la crítica que los diputados catalanes hacen de los vicios y corruptelas tradicionales. Y toda España, como Cataluña, con la misma ansia, con la misma vehemencia, desea que sean destruidos los viejos y carcomidos armatostes de nuestra política» (Azorín, ABC, 15-VI-1916). Pocos días después, también en ABC, apostaba por una regeneración del país que debía partir de Cataluña y contar, eso sí, con el apoyo de aquellos diputados e intelectuales no catalanes que pudiesen sumarse a la iniciativa. Además, trasladaba la responsabilidad a los diputados catalanes y les lanzaba una advertencia: si se enrocaban en su egoísmo, el tiempo iba a jugar en contra, pues terminarían perdiendo la batalla del discurso y, con él, la última esperanza de cambiar el statu quo. Lo que había que intentar por todos los medios era una ruptura entre las partes que ya fuese irreversible:
Don Francisco Cambó, en unas Cortes que no son constituyentes, ha podido plantear, sin obstáculos, un problema de constitución del Estado. Pero no lisonjeemos a Cataluña. No se debe a las reiteradas campañas de los parlamentarios catalanes este resultado. Se debe a un núcleo de escritores independientes que en Madrid se desenvuelve hace años y que, siendo hondamente español, desea la renovación de España. Y este grupo de pensadores, de poetas, de publicistas es el que encarna las mismas ideas, en cuanto a la crítica del Estado, que sustentan los catalanistas. Los momentos son de suma gravedad para los parlamentarios catalanistas. Que diputados y senadores lo mediten bien. No nos cansaremos de repetirlo. Si en esta hora crítica para España, los catalanistas vuelven a Cataluña después de haberse limitado a sus reivindicaciones, los simbolizadores del patriotismo caduco habrán triunfado. Gentes de buena fe se unirán por toda España a ellos espiritualmente. «¡Ya veis si teníamos razón!», dirán guiñando maliciosamente el ojo esos representantes del picarismo político. Y entre Cataluña y el resto de España, en esta hora solemne y angustiosa, se habrá abierto definitivamente un abismo: Cataluña, ahora, como antes, atenta exclusivamente a sus propios intereses; el resto de España, hostil a quien pudiendo por su superior cultura, por su nuevo sentido de la vida, salvarle, salvarle en estos instantes terribles, no lo hace y prefiere dejarlo en su marasmo y entregado a logreros y concupiscentes declamadores (Azorín, ABC, 21-VI-1916).
Que Azorín se volcara en esta campaña y pusiera su pluma al servicio de la causa catalana, apoyando la necesidad de una mayor autonomía y capacidad de decisión para los políticos catalanes en Madrid, no nos debe llevar a engaño. Una cosa era defender las bondades del regionalismo y otra, muy distinta, transigir con un nacionalismo catalán cuyos planteamientos maximalistas no compartía, como no es difícil de imaginar. Lo dejó claro cuando, en mayo de 1917, llegó a sus manos una monografía recién publicada. Se titulaba El nacionalismo catalán y la firmaba el periodista y político Antoni Rovira i Virgili. En la reseña que le dedicó en ABC, en la que demostraba haber leído la obra con interés, el alicantino se expresaba en estos términos a la hora de explicar por qué motivos se posicionaba en contra del nacionalismo, cuyas virtudes ensalzaba Rovira i Virgili: «En dos palabras lo diremos: hagan lo que hagan los nacionalistas, no podrán nunca convencernos de que su tesis es liberal, humana y progresiva. No; frente a la afirmación terminante, dogmática de una nacionalidad, y frente a su fomento y corroboración por todos los medios (política, literatura, filología, etcétera), está el ensanchamiento de la sociedad humana, el borrar las fronteras, el acabar con los antagonismos, que dividen a los pueblos, el formar de toda la humanidad una gran familia» (Azorín, ABC, 1-V-1917).
A medida que las demandas del catalanismo se hicieron más intensas, en el contenido y en la forma, la actitud de Azorín también se hizo fuerte en su rechazo a una postura que, según él, suponía un retroceso para la convivencia del país. En febrero de 1919 publicó una columna cuyo título, «El despedazamiento de España», no podía ser más elocuente. En ella cargaba contra lo que él consideraba que era una alianza antinatural, alimentada por diputados de izquierdas, republicanos y socialistas, que, «del brazo de extremados derechistas», pedían la autonomía de las regiones españolas, «en especial de una determinada región española», que ni siquiera se atrevía a nombrar. No entendía que políticos supuestamente revolucionarios e internacionalistas apoyaran lo que, para él, significaba el levantamiento de una frontera. Y, como amante de la historia que era, aprovechaba la ocasión para advertir sobre el peligro de la fragmentación territorial, aludiendo con ironía al contexto europeo y al desastre de la, por entonces, recién terminada Primera Guerra Mundial: «Si los planes de los políticos españoles se realizan, Europa, que tantas cosas estupendas ha contemplado en estos últimos años, contemplará una más: el espectáculo de los hombres más eminentes de un país haciendo pedazos, cincuenta mil pedazos, metódicamente, reflexivamente, escrupulosamente, el mapa de una nación» (Azorín, ABC, 6-II-1919).
Tras unos años de silencio, en 1924 volvemos a encontrar el nombre de Azorín ligado a Cataluña. En marzo de ese año, el alicantino fue uno de los intelectuales españoles que firmaron el famoso manifiesto redactado por Pedro Sainz Rodríguez con el título de «Mensaje de elogio y defensa de la lengua catalana» y presentado al Directorio militar de Primo de Rivera. Al adherirse a aquel manifiesto, Azorín mostraba, una vez más, su compromiso en la defensa de la catalana como una cultura con entidad y lengua propia. Meses después, el 26 de octubre, el pleno de la Real Academia Española de la Lengua se reunió en sesión extraordinaria para su toma de posesión como académico. En su discurso de ingreso en la RAE, titulado Una hora de España (entre 1560 y 1590), recreó un período histórico, la España de Felipe II, y tuvo un recuerdo para la Cataluña de la Edad Moderna, que él identificaba con lo mediterráneo: «Cataluña, tu nombre representa para España la vida, el tumulto, el movimiento, el fervor del mundo durante muchos siglos. En el siglo xvi, ya la vida marcha por otros caminos. Pero la armonía, la euritmia maravillosa de la Grecia antigua, que desde Grecia han venido hasta aquí, serán imperecederas. Cataluña es Valencia, y es Alicante, y es Mallorca» (Azorín, 1998: 1556).
Con la proclamación de la Segunda República, el 14 de abril de 1931, la cuestión catalana reapareció en la agenda política nacional. Azorín, que pocos meses antes de proclamarse la República había abandonado el monárquico diario ABC y había fichado por El Sol, mantuvo desde el primer momento una postura favorable a la instauración de un régimen republicano que él defendió durante varios años hasta que, como otros intelectuales españoles, terminó desencantándose con la forma de actuar de algunos de sus políticos. De hecho, al desaparecer El Sol, se embarcó, junto con otros colaboradores, en las siguientes empresas periodísticas de Nicolás María de Urgoiti: los diarios republicanos Crisol y su sucesor, Luz. Precisamente en Crisol publicó uno de sus artículos más conocidos sobre Cataluña. En el texto, titulado «En su integridad» y publicado el 19 de agosto de 1931, se atrevió a decir, sin tapujos, que Cataluña tenía una «vitalidad propia» y que, justamente por eso, «es una nación». Tras hacer un repaso a algunos episodios de la historia catalana, que conocía bastante bien, concluía su artículo argumentando que, según él, el gobierno de la República debía ser generoso con los catalanes y concederles la autonomía que reclamaban, sin regatearles nada, porque nada se podía regatear a quienes tanto habían hecho por el resto de España:
Una historia de siete o más siglos; en esa historia, cuatro centurias de inquietud. De inquietud para Cataluña y de preocupación para el resto de España. No ha habido sosiego ni para Cataluña ni para el resto de España en ese largo período. Se ha hecho todo lo que se ha podido, por parte de Cataluña y por parte de España, para evitar la inquietud de unos y la preocupación de otros, y no se ha podido. No se ha podido en cuatro siglos y no se podría en otros cuatro. Ya es hora de que la inquietud y la preocupación terminen. Cataluña tiene derecho a vivir su vida. El resto de España debe, sin más dilación, hacer que Cataluña viva su vida. ¡Que acabe la fiebre de cuatro siglos! Todo debe hacerse con elegancia y pulcritud. Vamos a ver si esta Cámara, en que hay quienes quieren hacer el jabalí y lo que hacen es otra cosa; si esta Cámara, en que los jóvenes se muestran tan ufanos de su juventud, flor de un día, y en que los viejos no saben expresar en qué la edad provecta rivaliza con la moza y aun la vence; si esta Cámara sabe colocarse a la altura de lo que la realidad reclama en este momento histórico para España y para Cataluña. La voz de un transeúnte, que no tiene voto, simple voz de la calle, es la de que a Cataluña debe dársele todo lo que pide en su integridad. En su integridad y sin regateos. Todo y en el acto. Con pulcritud y elegancia. Y así terminará cordialmente el desasosiego de cuatrocientos años (Azorín, Crisol, 19-VIII-1931).