“Circuncisión, nunca he escrito sobre otra cosa”, escribió Jacques Derrida. Y de un tiempo a esta parte, probablemente desde nuestro encuentro en Bruselas hace siete años, me resulta imposible no abordar la lectura de las narraciones de Eduardo Halfon como si ese renglón del breve discurso autobiográfico con el que el filósofo francoargelino cuestionó sus propios planteamientos sobre la escritura autobiográfica y, de nuevo, la capacidad de los lectores para extraviarse en el sentido inagotable del texto epigrafiase cada una de sus obras. Clases de hebreo, El boxeador polaco, Monasterio, Signor Hoffman…, una y otra vez, reabrir la “escisión sublime”.
Es probable que de no haber mediado un encuentro entre ambos, ni nuestra esporádica correspondencia, no se me hubiese ocurrido la posibilidad de leer sus relatos y novelas partiendo de su brit milá. En su obra, el hecho identitario judío se formula a partir de otros motivos más recurrentes: las alusiones al bar mitzvá, los sabores de la cocina judía siria o libanesa, el brazo de un abuelo tatuado en los campos de exterminio. Tal vez podría haber acabado infiriendo que su judaísmo no escogido, su pugna con la sangre y la memoria trasladada al terreno de lo literario, procedían del instante preciso en que ocho días después de haber nacido se encontró con la mirada del mohel. A fin de cuentas –regreso a Derrida–, qué es un circunciso sino un heredero.
Pero fue el propio Halfon quien aquella tarde de marzo invocó la cuestión de la circuncisión en una cervecería de la Place Fontainas, en el curso de una conversación a propósito de Monasterio (Libros del asteroide, 2014) que acababa de publicar, y Signor Hoffman (Libros del asteroide, 2015) que me había dado a leer unos meses antes de que llegase a las librerías. Parte de aquel diálogo iba a transformarse en una entrevista que publiqué en la revista Librújula, lo que me ha permitido rescatar con cierta exactitud la mención: “He luchado por ceder mi lugar en el judaísmo, por renunciar a él para que otro pueda ocuparlo. Pero algo o alguien siempre me lo impide. Hace muchos años que no entro a una sinagoga, ni me pongo en la cabeza una kipá, ni pago mis cuotas de miembro a la comunidad judía. Secuestré del armario de mi madre el video de mi bar mitzvá, filmado en 1984, cuando cumplí 13 años, y donde salgo rezando de la Torá en un hebreo memorizado y luego en la fiesta bailando en espasmos como Michael Jackson. Hace poco hablé con un cirujano plástico de Houston, quien me aseguró que era casi imposible recuperar el prepucio”.
La respuesta que me ofreció mientras bebíamos una ácida lambic local contiene un subtexto hebraico, freudiano, si se quiere, en torno al que comenzar a articular la lectura circonfesional de la obra de este Halfon educado en el judaísmo, al menos un poco, lo suficiente como para hacerlo memorizar la parashá de la semana en que aconteció su rito de paso y cantilarla de memoria frente a sus familiares. En su respuesta, el escritor argumenta que se ha esforzado en ceder su lugar en el pueblo de Jacob pasivamente, esto es, dejando de acudir a la sinagoga o de cubrirse la cabeza con una kipá. Pero esa negación de su judaísmo que no logra completar, la articula simbólicamente a partir la tentativa de reconstruir el prepucio, la voluntad de deshacer la circuncisión.
Con motivo de la boda de la hermana del protagonista, de ese trasunto siempre tan parecido al autor,
el judío que no desea serlo –o no siempre– se ve en el escenario de mayor contradicción posible para él: Israel
En la tradición israelita, el brit milá simboliza –al menos a partir del siglo VI y según las versiones de la Torá que circularon mayoritariamente desde entonces– el pacto del ser con Dios según lo establecido en Génesis 17:9-14. Un pacto cuyos términos implican la aceptación de ciertos preceptos, que pueden variar según el comentarista. Más allá de las explicaciones antropológicas, que remiten a argumentos sanitarios, los rabinos y filósofos del judaísmo han interpretado la pervivencia de esta práctica ritual más allá de la pura superstición o de la creencia. En la hermenéutica talmúdica posee la significación de la divinización/humanización del ser. Maimónides lo interpretó como un recordatorio de la necesidad de entregar algo de uno, presupuesto desde el que exégetas con vocación social han afirmado que se trata de la aceptación del tikun olam, la eliminación de un sobrante de carne que nos recuerda que el mundo es imperfecto y que el judío debe comprometerse con la misión sagrada de reparar esas imperfecciones, las injusticias y los abusos. Spinoza apreció nítidamente que antes que un mandamiento divino se trataba de una marca identitaria que funcionaba como mecanismo de preservación de la tribu, antes nación que comunidad de creyentes –una visión que hicieron suya el sionismo laico o el movimiento reconstruccionista de Mordechai Kaplan. Para Derrida, la circuncisión significó “el límite, los márgenes, las marcas, los pasos, etc.; el cierre, el anillo (alianza y don), el sacrificio, la escritura del cuerpo…”.
“Nunca he escrito de otra cosa”
Los límites y los márgenes, el cercado, también la lealtad tribal, la responsabilidad y la herencia escrita en el cuerpo a través del bisturí son los motivos que emergen cuando Halfon aborda la cuestión identitaria judía en sus relatos y novelas, y se proyectan hacia el resto de las respuestas con las que trata de atajar las preguntas que en cada encuentro le formulan a propósito de su ser. Del mismo modo que Derrida, imagino a Halfon todavía con el vaso de cerveza ácida en la mano izquierda confirmando: “circuncisión, nunca he escrito sobre otra cosa”.
La responsabilidad de que un varón sea circuncidado recae en el padre (Talmud, Kidushín 29a:10). El niño judío es inscrito en el pacto por su condición de hijo de. El brit se produce sin consentimiento, sin la posibilidad de que a sus ocho días de vida el inminente circunciso se pronuncie, y deja una marca “casi imposible de recuperar” Si lo identitario es un relato que construimos a pedazos, con cada respuesta que ofrecemos a las preguntas que se producen en el encuentro con el otro, todas esas preguntas se ven condicionadas por una pretérita, de la que resulta imposible guardar memoria, y que el padre respondió por uno.
Esto determina la primera acepción del brit milá en la narrativa de Halfon: la circuncisión se comprende como la desposesión de la propia identidad. La imposibilidad de tomar el control pleno de la narración del yo es una constante en su obra. Ya desde el aforismo de Kafka que sirve de apertura a Monasterio lo vemos: “una jaula salió en busca de un pájaro”. Existe una estructura prefijada, rígida, cercada, que buscará llenar con un animal que aletee.
En ese mismo libro encontramos un pasaje especialmente significativo. Monasterio es quizá el texto de Eduardo Halfon en que la cuestión identitaria judía ocupa una mayor centralidad. Con motivo de la boda de la hermana del protagonista, de ese trasunto siempre tan parecido al autor, el judío que no desea serlo –o no siempre– se ve en el escenario de mayor contradicción posible para él: Israel. “Ninguno de los dos quería estar allí”, escribe en el primer párrafo. Un Estado que se afirma judío o la ortodoxia dogmática de su cuñado azuzan el problemático diálogo que el narrador sostiene con su genealogía hebraica, una inquietud que refleja en un pasaje brillante que concentra el sentido de la nouvelle y de la cuestión judía en su literatura: “A veces sueño que estoy en un avión secuestrado por terroristas árabes (…) Uno de los terroristas árabes se me planta en frente, le dije, y yo, con pánico, empiezo a recitarle las pocas palabras en árabe que recuerdo decía mi abuelo libanés (…) Lejem bashin, y kibe naye, y lebne, y mujadara, son todos nombres de comidas árabes (…) El terrorista árabe entonces me ensarta una pistola en la cara y me grita que me vaya a la mierda, que parezco un judío, que soy un judío, y acerca más su pistola. Puedo sentir la punta de la pistola aquí, en la frente, le dije a Tamara, y el tipo árabe está a punto de disparar, a punto de meterme un tiro en la cabeza y matarme, y entonces le digo que no, que se equivoca, que yo no soy judío”. Esa afirmación, apenas unas páginas después, se confiesa “como una mentira cobarde y soñada en un avión (…) Y todos nos creemos nuestra propia mentira, le dije. Todos nos aferramos al nombre que más nos convenga, le dije. Y todos actuamos la parte de nuestro mejor disfraz, le dije. Pero ninguno importa, le dije. Al final nadie se salva”.