Precisamente sobre esta acepción del brit milá como desapropiación de la identidad del hijo, Halfon llegó a publicar un breve artículo (`Un pequeño corte´, El Malpensante, nº 201, octubre de 2018) unos años más tarde de nuestro encuentro y de los vasitos de lambic y de que me previniese de asistir al tribunal rabínico para certificar legalmente mi conversión, a gritos y a risas, de nuevo invocando la circuncisión “¡No venga con nosotros! ¡No se circuncide!”. Nació su pequeño y, a pesar de que el autor mantiene la pugna por ceder su lugar en el judaísmo (en nuestro intercambio más reciente, sobre a propósito de Canción me decía “este libro se aleja bastante del tema judío”, algo con lo que no termino de estar de acuerdo) circuncidar o no circuncidar “fue la primera duda que me asaltó al ver el ultrasonido y saber que sería hombre”. El hallazgo de esta pieza que me había pasado por alto en el momento de su publicación, o que no recordaba, me confirmó que no era errada la intuición que me sobrevino después de Bruselas. Y el propio Halfon, ya no su trasunto, explicita en el artículo que su preocupación sobre la decisión paternal tiene que ver con su condición de “irreversible”. Sin embargo, a pesar de las dudas y aunque no explica los argumentos que decantan la elección, narra cómo termina escuchando el llanto del niño desde el pasillo. “Había pronunciado mi primer mandamiento como padre. Y entendí, de una manera categórica o quizá mística, que el pene de mi hijo, a partir de ese momento, ya no era suyo”.
También en este artículo se me sobreponen ese hablar acelerado, tan expresivo, el castellano un poco guatemalteco, un poco gringo, un poco riojano de Halfon, y el francés parco e intimidante que le he escuchado a Derrida en algunas grabaciones. En Abraham, l’autre (Judéités, Galilée, 2003) donde años después volvía sobre su circonfesión, el filósofo comentaba algunas de las afirmaciones provocadoras que había formulado sobre su judeidad, y señalaba como la irremediabilidad de tener que asumir la herencia de las generaciones anteriores entrañaba siempre “riesgo de tomarse por otro” y, de alguna forma, la imposición “un destino consagrado al secreto”. No un secreto místico, ni la ocultación de lo heredado, sino a una inscripción extracutánea de un rasgo identitario que cuanto más hondo y más críptico se produzca, más intenso resultará por cuanto la tensión será incontenible, tanto como para escribir una y otra vez sobre ella durante décadas, para “hacerla estallar”.
La irreversibilidad de los orígenes: el otro que no soy yo
La circuncisión implica una irreversibilidad física, hasta donde aprendí a través de ese hipotético cirujano de Houston. Hay una parte de la piel que le fue arrebatada a Halfon y que no se le va a devolver. Pero si lo que se marcha con ese pedacito minúsculo de carne ensangrentada es la posibilidad de responder por uno mismo a la pregunta sobre la filiación, ¿qué se inscribe más allá del cuerpo del personaje halfoniano con la cicatriz? La circuncisión introduce también al otro, no sólo al que me desposee, e invita a la toma de conciencia de que, en términos levinasianos, existe otro que no soy yo. Y si puedo confundirme con él, puedo comprenderlo. Esta sería una lectura que se desprende de lo que Maimónides escribió sobre el brit milá y que también aflora aquí.
Halfon escribe en su yo autoficcionado una responsabilidad hacia sus abuelos que implica tanto la asunción de la herencia identitaria –el apellido judeolibanés: Halfon; el apellido judeopolaco: Tenenbaum– como la memoria. El Halfon que Halfon escribe en las páginas de El Malpensante decide circuncidar a su hijo. Halfon escribe sobre los abuelos, fija su memoria sobre el papel, y el Halfon personaje anda de acá para allá tratando de encontrar el rastro, el lugar, el documento, el testigo, que contribuya a preservarlos del olvido.
Halfon escribe en su yo autoficcionado una responsabilidad hacia sus abuelos que implica tanto la asunción de la herencia identitaria –el apellido judeolibanés: Halfon; el apellido judeopolaco: Tenenbaum– como la memoria
El pene circunciso transmutado freudianamente en un yahrzeit, el cirio que se enciende en memoria de los difuntos. Un fósforo en lugar de un bisturí. Una asociación fálica que me va a costar alguna que otra mirada de reprobación cuando vaya a la sinagoga después de publicar este artículo. Pero es así: en las novelas de Halfon la circuncisión adquiere también la acepción de responsabilidad de la memoria (como decimos en shabat: shamor v’zajor, santifica y recuerda), y de imposibilidad de borrarla.
En `Oh gueto mi amor´ (Signor Hoffman, Libros del asteroide, 2015) o en Canción (Libros del asteroide, 2021), son los abuelos quienes, no ante un terrorista árabe sino ante el nazismo, fueron judíos sin posibilidad de negarlo. El trasunto de Halfon busca siempre los testimonios, los documentos, persiguiendo la certeza de que realmente ocurrieron determinados pasajes de sus vidas y fijándolos por escrito, en una misión similar a la de otro autor, Patrick Modiano, en cuya obra se manifiesta la problemática de la condición judía heredada, pero que también escribe con la voluntad de prender textos como velas en memoria de los desaparecidos e iluminar las zonas de sombra que ya sea un Estado interesadamente desmemoriado o un dictador centroamericano podrían querer extender.
El nombre
En cuanto a la memoria y la circuncisión, el diálogo entre ambos conceptos se establece en torno a un tercero: el nombre. Tercera acepción halfoniana del brit. De hecho, cuando escribe en Monasterio sobre la liturgia en torno al varón judío a los ocho días de su nacimiento, omite la cuestión quirúrgica y se refiere únicamente al acto de imposición de un nombre. En la tradición judía el nombre, el verbo, la palabra, es la herramienta primordial de creación; en la cábala, es lo que se entrega al ser para que se desempeñe en el desentrañamiento del secreto. El verdadero nombre de Dios es el gran interrogante en cuya búsqueda se han embarcado numerosos místicos.
Esa búsqueda y ese desentrañamiento del nombre también resuenan en los textos de Halfon, de nuevo en Monasterio con especial intensidad. Escribe cómo para salvarlo de los campos, su abuelo polaco fue entregado a un monasterio en las afueras de Varsovia, con un certificado de bautismo falso y disfrazado de niña católica. “Me dijo que había mantenido su mano izquierda bien cerrada, hecha un pequeño puño. Me dijo que las monjas intentaban abrírsela, aflojársela, pero que él sólo la empuñaba más fuerte, más duro como alistándose para golpear a alguien (…) Me dijo que justo antes de llegar al monasterio, su padre, hincado en la nieve del bosque, había tomado su mano izquierda y le había escrito allí, en su palma, con tinta negra, su nombre verdadero. Su nombre de niño. Su nombre en hebreo. Su nombre judío. Para que no lo olvidara. Para que lo guardara en secreto”.
Y unas páginas más tarde complementa el pasaje con una equivalencia entre su propia circuncisión y ese nombre secreto heredado. “Según dicta la tradición judía, y como Eduardo no era un nombre hebreo, mi padre, en hebreo, me nombró Nissim (…) el nombre que mi padre algún día escribió con tinta negra sobre mi pequeña palma de recién nacido, con el tiempo también se había borrado”. El secreto del propio nombre se revela así como uno de los conflictos que activan el estimulante proyecto literario del autor nacido en Ciudad de Guatemala.
El cuestionamiento del nombre representa “la primera grieta visible en el psiquismo de la satisfacción”, escribió Lévinas en De Dieu (Vrin, 1982). Desde Maimónides los judíos no podemos rebatir que el lenguaje sea una herramienta fallida para reproducir la experiencia del ser (o podemos, pero vamos a quedar en evidencia). La indagación crítica en el lenguaje es consustancial a la exégesis rabínica. El rechazo a darse por conforme rompe el concepto de totalidad, planteó Marc-Alain Ouaknin en El libro quemado (Riopiedras, 1999): “La pregunta rompe la totalidad, es la apertura y el camino de (y hacia) la trascendencia”. Es de este modo cómo “el peor de los judíos”, así se califica Derrida, puede llegar a ser “el último de los judíos”. Porque al cuestionar el nombre propio, la condición de judío, la repiensa, la reescribe, la vuelve intensa y avanza en su desentrañamiento por más que esté condenado a no completarlo. Esta duda inagotable se inscribió en Eduardo Halfon a través del cuerpo a los ocho días de haber nacido y la que dialoga con ella, sin querer ser judío y sin poder dejar de serlo, casi se diría que irónicamente incluso desde presupuestos hermenéuticos jasídicos (los llamados ultraortodoxos) que sostienen que el judío tiene el deber de buscar la libertad de inventar nuevas formas de experiencia y de inventarse a uno mismo a través de la indagación en el texto y en sus interrogantes. El interrogante primero de la propia circuncisión, la pregunta por la circuncisión del hijo.
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