POR AMELIA PÉREZ DE VILLAR

Cuando Henry James pisó suelo romano por primera vez, a finales de 1869, Gabriellino d’Annunzio tenía seis años. Poco después de la segunda visita del amigo americano, en 1873, el joven Gabriele se trasladaba desde su Pescara natal a Prato, en la Toscana, para comenzar la enseñanza media en un prestigioso liceo: el Reale Collegio Cicognini, regido por los jesuitas y famoso por la calidad de su enseñanza, sus horarios rígidos, sus severos maestros y sus duros castigos. No recalaría en Roma hasta 1881, año en que se publicó una de las grandes novelas de James, Retrato de una dama. El escritor norteamericano vivía entonces en Inglaterra, su país de adopción.

Debido a la actividad profesional y comercial del padre de la familia, James vivió, entre 1855 y 1860, en Londres, París, Ginebra, Boulogne-sur-Mer y Newport (Rhode Island). Aunque había estudiado principalmente con tutores, durante sus estancias en Francia fue al colegio, adquirió un buen dominio de la lengua francesa y se descubrió europeo de corazón. Cuando regresaron a Newport en 1860, Henry trabó amistad con el pintor John La Farge, que le dio a conocer la literatura francesa, especialmente a Balzac, a quien James consideraría a partir de ese momento su maestro. Tras instalarse la familia en Boston, el joven James comenzaría a asistir a la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard, sólo para darse cuenta de que las leyes no eran lo suyo. Seguía interesado en la literatura y en Europa, adonde volvería a pasar algo más de un año entre 1869 y 1870. Es exactamente en marzo de 1869 cuando Henry James (nacido en Nueva York el 15 de abril de 1843) se establece en Londres. Allí conocerá a Ruskin, Dickens, Matthew Arnold, William Morris, Aubrey de Vere y George Eliot. Había llegado con la firme intención de realizar un estudio en profundidad de «lo inglés» y, según Edmund Gosse, «hubo dos aspectos de esta cuestión que le llamaron la atención sobre el resto: la belleza rural de las antiguas propiedades campestres y la magnitud [de la capital británica], lo que el propio James definió como “la inconcebible inmensidad” de Londres». Tuvo su residencia en Half Moon Street, una calle discreta de la City, situada entre el Dorchester y el Ritz, cerca de Picadilly Circus y de Pall Mall, que desemboca en Green Park. A cinco minutos a pie de su morada, St. James Street y Park Lane. Por esta área deambuló con fruición de flâneur hasta su muerte en 1916, convertido ya en súbdito británico. El verano de 1869, debido a su delicada salud, lo pasó en la campiña inglesa; ya repuesto, reanudó su peregrinación por otras ciudades de Europa, sobre todo Francia, Suiza e Italia, que visitó a finales de ese año. Regresó a Estados Unidos en abril de 1870, pero al poco tiempo de su vuelta, en 1872, se daría cuenta de que su lugar estaba en el viejo continente. En otoño de 1875 se trasladó a París, donde vivió en el Quartier Latin y donde conoció a Zola, Alphonse Daudet, Maupassant y Turguéniev entre otros (aparte de dos viajes a Estados Unidos, pasaría en Europa las tres décadas siguientes: hasta el final de su vida). Pero en París sólo estuvo un año: fue en Inglaterra donde estableció su residencia definitiva, donde sin duda sentía que pertenecía.

Sabemos por sus cartas a su hermano William que Roma le causó una profunda impresión. «Aquí estoy, en la Ciudad Eterna. Y al fin vivo, por primera vez». No publicaría su famoso artículo Roman Holiday (traducido por Miguel Ángel Martínez-Cabeza para Abada Editores bajo el título Vacaciones en Roma) hasta 1873, fecha de su segunda visita, pero ya había calado en él el germen de «lo europeo». «Lo europeo» no en contraposición a «lo inglés» sino a «lo americano», porque si no… ¿por qué habría elegido ese título para su obra? Roman Holiday, en inglés, es una expresión que no pudo elegir al azar: conocía sin duda el poema Childe Harold, de Byron, donde se hace referencia a ese concepto (estrofa IV, verso 141) que recupera la forma de diversión de los antiguos romanos en los espectáculos de gladiadores que se celebraban en el Coliseo: experimentar el goce mientras se contempla el sufrimiento ajeno, o entretenerse mirando la destrucción: son estos significados que recogen, respectivamente, el Collins English Dictionary y el Webster, o el American Heritage Dictionary of the English Language. Pero James otorgó a la expresión Roman holiday el sentido con el que ha llegado hasta nosotros, sus lectores de hoy: el que William Wyler le dio en la célebre película protagonizada por Audrey Hepburn y Gregory Peck, donde ella interpreta a una princesa que se hace pasar por plebeya para disfrutar de la vida (de hecho, en Latinoamérica se tituló La princesa que quería vivir y no Vacaciones en Roma, título aquel que se ajusta mucho más al espíritu de la expresión inglesa) no tanto contemplando el sufrimiento ajeno, pero sí sin importarle lo que el resto haga, diga o piense. Como la princesa Ana, al término de esta aventura iniciática el joven James regresó a su país de origen: en su caso, porque no había conseguido establecerse como escritor en Roma, ni como corresponsal en París para el New York Tribune. Al comprobar que le era imposible vivir allí de su trabajo, volvió a casa, lo que marca uno de los rasgos que definieron su carrera: el afán inquebrantable de profesionalizar su actividad de escritor.

Fue a su regreso de Estados Unidos –en 1873, ya establecido en Europa– y en su segunda visita a Roma cuando escribió Roman Holiday y otros artículos sobre los alrededores de la ciudad. Un año después el pequeño Gabriele se establecía en Prato. James venía del llamado Nuevo Mundo buscando el romanticismo de la vieja Europa, aquellos restos de autenticidad que en América no se encontraban. D’Annunzio emprendía su propio viaje iniciático a una edad mucho más temprana buscando lo contrario: una libertad y una modernidad que, aunque también conectaban con la tradición clásica, le permitirían salir de la cerrazón pueblerina de Pescara. James buscaba raíces; d’Annunzio, ramas: árboles verdes con copas frondosas que apuntaran al cielo, donde precisamente el cielo era el límite. Estará allí cuatro años, sin volver a Pescara. Al final de cada curso escribe a los orgullosos padres comunicándoles sus logros. Al término del tercer año una ley elimina la obligatoriedad de los exámenes de acceso a segundo ciclo, y el aplicado alumno decide invertir el tiempo en componer un libro de bocetos e impresiones y lanzarse a la traducción de las Metamorfosis de Ovidio, según cuenta a su madre en una carta escrita el 23 de julio de 1877. En ese año «The Great Old Man» publicó El americano, novela que combina la comedia y el melodrama y narra las aventuras y desventuras de un hombre de negocios estadounidense en su primer viaje a Europa, donde busca un mundo que nada tenga que ver con la realidad de la escena americana de finales del xix: descubrirá lo mejor y lo peor de Europa, toda su belleza y también su fealdad; la novela incluye también el cortejo de una joven viuda de familia aristocrática… ¿Les suena?

Entretanto, d’Annunzio empezaba a sentir el mismo impulso que había llevado a su padre a enviarle a Prato: también la Toscana se quedaba pequeña para tan magno genio. D’Annunzio, aunque conocido por sus innumerables conquistas (la mayoría sin cortejo previo, o al menos sin dedicar mucho tiempo al asunto) y por sus problemas con los acreedores, hacía también gala de una notable inteligencia y de una enorme capacidad de preparación. Cuentan sus biógrafos que se iba quedando con los cabos de vela de sus compañeros, cuando éstos daban por finalizada su sesión de estudio diaria: eso le permitía prolongar la propia. Se acostaba casi al amanecer. Fueron todas ellas circunstancias que preconizaron lo que sería su vida futura: las vacaciones escolares de ese año 1877 las pasó d’Annunzio en casa del coronel Coccolini, su protector florentino, donde conocería a su hija Clemenza, primer amor del protopoeta. Con ella inicia la tradición de asignar un nombre ficticio a sus amantes, y la convertirá en Clematide o Malinconia, según el momento. A partir de ahí, su intelecto, su capacidad de trabajo, su afán de superación como escritor y su amoralidad, sobre todo en la relación con las mujeres, serían los elementos sobre los que fue afianzando su fama y su carrera. Que nadie olvide nunca, a la hora de juzgarle, que no es posible dejar de lado uno solo de esos elementos. En su biografía Il vivere inimitabile, extraordinario trabajo de Annamaria Andreoli, encontramos este párrafo esclarecedor sobre el d’Annunzio adolescente:

«Gabriele sabe resultar irresistible. A tan temprana edad parece ya consciente de que no hay en el mundo espectáculo más impactante que la juventud, en la que estalla la alegría de vivir; la juventud entusiasta de sí misma y de lo que el futuro le depara […]. Hasta en los peores momentos, cuando la fortuna parece abandonarle, sufre penas de amor o las deudas le abocan a una fuga indigna […], la gloria y la vida le deleitarán siempre, hasta en su vejez, nunca exenta del todo de sobresaltos propios de la juventud».

Esto contrasta brutalmente con lo que nos cuentan de James sus biógrafos: F. W. Dupee, que editó varios volúmenes de cartas suyas, muestra a un hombre que no hizo nunca caso a quien le animaba a contraer matrimonio, que tenía un pánico neurótico al sexo y jamás dejaba entrever sus sentimientos y emociones, pero que escribió cartas cargadas de afecto rayano en el erotismo a hombres más jóvenes que él. Por ejemplo, al escultor americano Hendrik Christian Andersen, al que conoció precisamente en la Roma que nos ocupa en 1899: «Te tengo, mi querido muchacho, el más sincero afecto y cuento con que tú lo sientas en cada latido de tu alma». Ese «afecto», puesto así en aras de una traducción correcta, es en el original jamesiano «love», una palabra de la que en inglés se hace un uso abusivo y que nos deja la puerta abierta a varias interpretaciones. Interpretaciones que, por cierto, se van estrechando a medida que uno avanza en la lectura de esas cartas. Su biógrafo Leon Edel cuenta las dificultades para relacionarse con la señora Wister, de nombre Sarah (a quien visitaba, por cierto, en la Villa Medici, otro enclave dannunziano) «sin tener una relación, y admirarla sin parecer, en exceso, un admirador». A su amigo, declaradamente homosexual, Howard Sturgis, le escribió: «Te repito, hasta caer en la indiscreción, que podría perfectamente vivir contigo. Entre tanto, lo único que me queda es intentar vivir sin ti». Así esa concepción del célibe neurótico dio paso a otra: la del homosexual reprimido. Materia, ésta también, de controversia entre críticos, controversia que entre los críticos nunca surgió con d’Annunzio: extrañamente aficionado a las mujeres delgadas, más que andróginas, algo hombrunas, siempre más altas que él… se conoce que tuvo más de una liaison con mujeres bisexuales o declaradamente lesbianas, a veces incluso a pares –como aquellas prostitutas gemelas a las que contrató para reavivar su pasión menguante por la Duse– dado que los pares le fascinaban, pero no con hombres. Si las hubiera tenido, seguramente las hubiera gritado a los cuatro vientos.