D’Annunzio no conoció a James personalmente. Les unen algunos parajes romanos, como la Via Gregoriana, donde estuvo la primera residencia de James en Roma (en casa de los Tweedy, después de abandonar el Hotel de Rome, en el Corso) y la primera habitación que d’Annunzio tomó tras separarse de su esposa en 1890, pero muchos años separan esa vecindad; compartieron el Pincio, las colinas albanas y la Villa Borghese, también en distintos momentos. En lo literario, un gusto por los franceses de fin de siglo, de los que el italiano sacó otras enseñanzas que rentabilizó mejor o, al menos, de diferente manera y con otros resultados… Es fácil juzgar lo que uno y otro consiguieron o no en vida un siglo después, cuando ambos están muertos y la Historia, o la Historia de la Literatura, nos ofrecen una biografía y unos resultados inmóviles como un daguerrotipo. Pero su correspondencia, la de uno y otro, muestra un poco de la cocina de su actividad. James se carteó con Stevenson, Edith Wharton y Joseph Conrad, entre otros, y sus misivas exhiben una mesura casi británica. Las de d’Annunzio con sus editores, o con Barbara Leoni, nos enseñan el afán de superación de un hombre sin complejos. ¿Quién tenía más talento? Poco importa, porque no es lo que nos ocupa aquí y ahora. Tienen en común que los dos querían vivir de su escritura, James tal vez por imposición puritana, d’Annunzio por necesidad material. James no consiguió erigirse en el corresponsal periodístico que le hubiera proporcionado de modo inmediato las habichuelas. D’Annunzio fue reportero a destajo y gracias a eso ganó dinero, cierta fama, muchas tablas con la pluma y algún que otro contacto. Se quejó de que su labor periodística le imponía una miserabile fatica quotidiana que dejó de lado en cuanto pudo para entregarse a escribir su gran obra, y para ello se retiró al campo o a la costa, pasó días sin comer dedicado a la escritura, renunció al vaivén social que tanto le gustaba y programaba escrupulosamente sus jornadas de trabajo, entreveradas de descansos que llenaba con alguna actividad deportiva. Ambos sufrieron, sin duda, ante el papel en blanco, tratando de expresar como querían aquello que llevaban dentro, pero es posible que d’Annunzio sacara más partido a su inspiración, que obtenía de lo que observaba a su alrededor con ojos bien abiertos y sin intención alguna de criba. Puede que sea ahí donde radique la principal diferencia entre ambos: James siguió siendo el espectador, d’Annunzio (como Zola o como Dickens) no se conformó con eso, y aún acogiendo las influencias también de los naturalistas y los realistas franceses, fue capaz de pasarlas por el tamiz de la experiencia propia, de someterlas a una visión más personal y, sobre todo, de trasladarlas a aquel lugar al que pertenecía, con todo lo que conllevaba: la Italia del cambio de siglo.

D’Annunzio no conoció a James, pero James conoció a d’Annunzio: lo hizo a través de su obra. En 1902 James había escrito un concienzudo ensayo sobre la obra y el estilo del escritor italiano donde analiza profundamente e in extenso algunas de sus novelas y piezas teatrales, y en el que deja patente la admiración que siente por él. Ambos fueron visitantes solitarios del Cementerio Inglés, en el que James estuvo en su primera visita a Roma, en 1869, y en la última, en 1909. En esta ocasión, a las tumbas de Shelley y Keats se añadía la de su amiga Constance Fenimore Woolson, que se había suicidado en Venecia. D’Annunzio estuvo en el Cementerio Inglés de Roma sin su amada Barbarella, la que ocupaba su corazón y su cama en aquellos tiempos, en agosto de 1887: el día 3 de ese mes publicó en La Tribuna el artículo «En el Cementerio Inglés». De la visita da cuenta a la amada en su epistolario, No dejaría nunca de escribirte (Fórcola, 2015). A su crónica afloran «los cipreses grandes y solemnes, llenos de cigarras, entre las tumbas blancas», pero es injusto establecer una comparación entre lo luminoso de d’Annunzio, en esta época joven y enamorado, y lo sombrío de James, ya añoso y colmado de frustraciones.

Fue, por tanto, 1887 el año en que d’Annunzio y James coincidieron en Roma. Fue el año en que se publicaron Los papeles de Aspern. D’Annunzio no había publicado aún ninguna novela. De ese año conservamos numerosas misivas en las que da cuenta de su work in progress, de cuando estaba redactando El placer. Sabemos de su matrimonio reciente, de su paternidad y de su recién estrenada historia de amor. De su forzado equilibrio entre la búsqueda de la obra de arte y la miserable fatiga cotidiana. En 1891, diez años después de su desembarco en la Ciudad Eterna, d’Annunzio parte para Nápoles acuciado por las deudas y por el recuerdo herrumbroso de un amor marchito. Nunca volverá a vivir en Roma. De allí irá a Nápoles, donde ha seducido a otra mujer (que, por cierto, espera un hijo suyo) y donde pesa sobre ambos la acusación de adulterio, penada en Nápoles con cárcel. Huyen ambos. También esa historia terminará pronto: parece que James tuviera dificultad en iniciar relaciones amorosas: d’Annunzio la tenía en terminarlas; las suyas se iban solapando mientras aumentaban sus deudas y su fama como literato.

En 1909, fecha de la última visita de James a Roma, d’Annunzio tenía ya un pie en Francia. El norteamericano recorrió parte de Italia en automóvil con el explorador italiano Filippo de Filippi. Visitaron Nápoles. El adelantado d’Annunzio, amante de todo lo moderno y futurista (1909 es la fecha del Manifesto de Marinetti), había probado ya las mieles de la conducción automovilística. También ahí fue pionero. Pero quién quería oír hablar de coches de motor ya instalado en el nuevo siglo… Tras cesar en 1904 su relación con Eleonora Duse –digamos, para simplificar, debido a su infidelidad con Alessandra di Rudini y a la publicación de El fuego, donde deja al aire los pormenores de su relación con la actriz teatral– tras perder su villa de Settignano, la Capponcina, y después de dar el salto a la universalidad literaria gracias a la traducción al francés que Georges Hérelle hiciera de aquella primera novela suya, El placer, podemos decir que d’Annunzio se ha instalado cómodamente en el centro de su vida: cosechando triunfos, ganando dinero a manos llenas y dilapidando más de lo que gana, coleccionando amantes y huyendo de ellas y de los acreedores, le encontramos asistiendo, vestido de punta en blanco, a la inauguración del circuito aéreo de Montichiari, en Brescia. Había ido a presenciar un concurso de vuelo en el que participaban el francés Louis Blériot (primer hombre en volar sobre el Canal de la Mancha con un monoplano con motor Anzani de 25 CV), el norteamericano Glenn Curtiss y el italiano Mario Calderara, alumno de Wilbur Wright. D’Annunzio subirá brevemente al aeroplano de Curtiss y, posteriormente, realizará un corto vuelo con su compatriota Calderara. «Lo abandonaría todo, todo, para dedicarme a la aviación», manifestó d’Annunzio al bajar del aparato.

No podían encontrarse, más allá de los libros. No podía ser más que unilateral aquel encuentro. James buscaba archivos, d’Annunzio experiencias. James quería encontrar el origen de un clasicismo tan alto como su frente aristocrática. Para d’Annunzio, el cielo era el límite. No es justa una afirmación que James hace de él en Novelistas:

«Le percibimos hasta tal punto como seguro poseedor de esa herencia de circunstancias favorables que su sentido de la responsabilidad intelectual resulta casi desproporcionado. Este es uno de sus rasgos más interesantes: el modo en que el juego del instinto estético, por pura extravagancia y como último refinamiento de la libertad, se pone la corona de la dedicación y del esfuerzo».

Pero sí podemos quedarnos con este otro párrafo, que seguramente está a la altura de cualquiera de los dos:

«Encontramos en él […] una expresión de la realidad tan elevada que nuestras habilidades nunca llegarían a alcanzarla. Adquiere de inmediato el valor de ofrecernos, sólo con desplegar su lógica, la medida de nuestras propias carencias en ese sentido: nuestra timidez, nuestras miserias y nuestros fracasos. Arroja una luz sobre la conciencia estética de nuestra época mucho más directa e inevitable de la que se ha alcanzado –según yo lo veo– en otros ámbitos».

BIBLIOGRAFÍA
· James, Henry. Novelistas (trad. de Amelia Pérez de Villar). Madrid: Páginas de Espuma, 2012.
· James, Henry. Vacaciones en Roma (trad. de Miguel A. Martínez Cabeza). Madrid: Abada Editores, 2012.
· James, Henry. Critical assessments (ed. de Graham Clarke), Vol. 2.
· D’Annunzio, Gabriele. Crónicas Literarias y Autorretrato (trad. de Amelia Pérez de Villar). Madrid: Fórcola Ediciones, 2011.

· D’Annunzio, Gabriele. Crónicas Romanas (trad. de Amelia Pérez de Villar). Madrid: Fórcola Ediciones, 2013.
· D’Annunzio, Gabriele. No dejaría nunca de escribirte (trad. de Amelia Pérez de Villar). Madrid: Fórcola Ediciones, 2015.
· Pérez de Villar, Amelia. «Más alto, más allá», en Litoral (Número dedicado a El arte de volar), Málaga, 2013.