El problema de los mitos es que viven de la ilusión, de la utopía, de los arrestos juveniles. Aquiles, Patroclo, Héctor son jóvenes de relucientes corazas, de alados pies y de pensamientos difusos. Además, los elegidos de los dioses mueren jóvenes, y el dios barbudo de La Habana, el Júpiter tonante y parlanchín, empezó más bien pronto a descomponerse, a envejecer, a llenarse de canas y de arrugas feas. El embajador de la antigua Yugoslavia en la Cuba de comienzos de los setenta, hombre de sólida formación marxista, exdirector de la mayor revista teórica de su país, me decía en voz baja: «Los cubanos no saben que ninguna filosofía dura cien años». Y agregaba con sorna, en un susurro, tratando de colocarse al abrigo de los micrófonos, indicándome los balcones como sitio seguro: «Tampoco saben que el criticado revisionismo no es más que la revisión del estalinismo».

Habiendo discutido largo rato con Fidel, habiéndolo observado con suma atención, tengo la impresión de que él sí sabía, de que no era tan ingenuo, de que hasta su ingenuidad era fingida; pero también sabía que no le convenía saberlo. Revisar el estalinismo, en esas circunstancias, habría conducido a revisar el fidelismo incipiente, el culto de la personalidad en versión caribeña que ya se había puesto en práctica. Hubo un momento oscuro, complicado, de la revolución, que él captó de inmediato; a partir de ese momento, Fidel se propuso durar a toda costa, con todos los medios a su alcance. Quizá fue el momento del fracaso de la zafra azucarera gigante y de la llegada al poder en Chile, por medio de elecciones normales, de Salvador Allende. Coyuntura desconcertante: fracaso de la zafra azucarera, fracaso de la teoría del foco revolucionario, de la lucha armada. Me pareció que el Comandante en Jefe tenía una intuición fundamental: los movimientos de izquierda «moderada», las diversas formas de la socialdemocracia contemporánea, no le gustaban nada y no servían a su causa para nada. Puede que estuvieran bien para Europa, pero podían llegar a constituir una amenaza, un peligro serio, para el poder suyo. Por eso estropeó sin compasión la visita oficial a Cuba de Michelle Bachelet durante su primer período presidencial, un período que se podría definir como de izquierda moderada. Cuando ella abandonó una ceremonia en homenaje a Salvador Allende, su precursor en el cargo, su mentor ideológico, y corrió a visitar al Comandante en Jefe retirado, que se había limitado a mover un dedo para llamarla, Fidel le hizo una petición enteramente imposible para ella: que le devolviera un pedazo de costa a Bolivia. Fidel olvidaba a propósito que en Chile existe un estado de derecho, una división constitucional de los poderes del Estado, fenómeno extraño para él, que le provocaba una irritación profunda. La presidenta Bachelet había tenido que salirse antes de tiempo del homenaje a uno de sus máximos héroes, y Fidel le pedía ahora que devolviera un pedazo de territorio del país que gobernaba. Se lo pedía y de inmediato lo publicaba. ¡Qué maneras, qué consideración con los amigos!

Pude ver en la televisión, a pesar de que no la veo casi nunca, las manifestaciones de delirante alegría de los cubanos de Miami, los de la Pequeña Habana, los de la calle 8, ante la muerte de Fidel, y reconozco que tuve sentimientos contradictorios. Compartí esa alegría, me sentí identificado con la enorme emoción de esa gente, pero también sentí tristeza por el enorme tiempo perdido, y por las consecuencias crueles, devastadoras, que tuvo el fanatismo castrista, que tuvieron los dobles lenguajes hipócritas, engañosos, en Chile y en toda la América nuestra, dobles lenguajes que parecen haber resucitado en estos días, esperemos que no por demasiado tiempo. El balance del fidelismo es negro en un punto esencial. Al desembarcar en la Sierra Maestra, el Comandante en Jefe había llegado a un país subdesarrollado, regido por una dictadura tosca, lleno de lacras y de injusticias sociales, pero unido, dotado de una economía que se comparaba bien con las del resto de América Latina, con niveles de arte, de cultura, de creación literaria sin duda interesantes. No es que la dictadura de Fulgencio Batista propiciara esos fenómenos culturales, pero, de hecho, dentro de las condiciones políticas reales, estaba obligada a tolerarlos. Fidel Castro entrega a su muerte, en cambio, un país que ha perdido toda noción de libertad intelectual y humana, pobre de solemnidad, igualitario en la pobreza, pero enteramente desigual en su nomenclatura dirigente, y dividido en dos: el país del interior y el del exilio.

Por adelantarme a escribir algunas de estas cosas con evidente mesura, con un sentimiento equilibrado, razonable, del conflicto de fondo, fui acusado de las más oscuras complicidades, paradójicamente censurado en Cuba, en Chile, en los cenáculos editoriales y literarios más diversos, y todo esto hasta la víspera misma de la desaparición del Gran Jefe. Ahora, después de largos años de rechazos, zancadillas, ninguneos que me llevaron a pensar que Pablo Neruda tenía razón cuando me aconsejaba que escribiera el libro, pero que «no lo publicara todavía», puedo decir, con perfecta claridad, que nunca me arrepentí de haberlo escrito y de haberlo publicado. Fue como un destino personal, y lo asumí en forma entera, con plena conciencia. Fidel Castro, antes de cerrar la puerta del despacho en el que se había reunido conmigo antes de mi salida de La Habana, un domingo en la noche de marzo o de abril de 1971, me hizo una pregunta curiosa y se la respondió él mismo: «¿Sabe usted qué me ha sorprendido más de este encuentro?». Y contestó de inmediato: «Su tranquilidad». Quizá esperaba que me desmayara de miedo frente a su cólera. Pero yo sabía que esa cólera no era de origen divino: que era la de un dios venido a menos, la de un mesías extraviado, para desgracia suya y de mucha, de demasiada gente. Sabemos desde hace rato que un mito autoritario produce censuras y represiones de todo orden en una especie de onda expansiva. Iósif Stalin, desde sus grandes bigotes de piedra, desde sus estatuas multiplicadas, fabricadas en serie, provocaba cultos secundarios de la personalidad en las más diversas latitudes. Fidel Castro y Ernesto Che Guevara también los provocaban, pero a escala menos universal. Estoy convencido de que la desaparición de Fidel, aunque produzca reacciones peligrosas en una primera etapa, podrá abrir camino para encontrar un lenguaje político más maduro, más libre en el sentido más amplio de la palabra, mejor informado. Supongo que la presencia actual del presidente Trump en la Casa Blanca no ayudará en nada, pero no creo que pueda impedir, en definitiva, una evolución hacia mayores libertades en la isla. Todo dependerá en gran parte de nosotros y, desde luego, de los propios cubanos. Y comprenderemos que todo se podía interpretar como un problema de cultura: un atraso que ahora, fuera de fantasmagorías, liberados de inquisiciones vociferantes, podemos superar con toda calma. Con esa tranquilidad que sorprendía tanto al Comandante en Jefe.

Este texto forma parte del libro Prosas infiltradas, de próxima aparición en la editorial Reino de Cordelia.