POR FRANCISCO RUIZ SORIANO
Por aquí pasó un hombre (1999) es una auto-antología y libro clave dentro de la obra de Rafael Morales. Se publicó por primera vez en la colección «Poesía en Madrid» que dirige la poetisa y directora de la Fundación Gerardo Diego, Pureza Canelo, bajo el auspicio también de la Comunidad de Madrid, por lo que el libro llevaba unas palabras preliminares del consejero de Educación y Cultura, Gustavo Villapalos Salas, que justificaban la colección: «Poesía en la capital española porque en esta ciudad recalan poetas de todas partes y tiempos, tanto consagrados como jóvenes promesas, incentivando el debate y potenciando la cultura, centro de sensibilidades y tendencias, a las que Morales, talaverano de nacimiento, contribuyó, pues su labor artística y profesional se vio ligada principalmente a esta ciudad, donde por ejemplo trabajó en Radio Nacional de España, dirigiendo revistas como La Estafeta Literaria o realizó una importante labor docente como profesor de Literatura en la Universidad Complutense».
Fue por lo tanto sintomático, que esta obra fundamental apareciera en esta colección, obra clave no sólo por estar al final de su trayectoria poética, con un título en sí elocuente de su posición existencial, ligada al tópico del homo viator machadiano, sino también porque es una antología realizada por el propio poeta, que acompaña de una introducción explicativa cada poemario con la que pretende dar luz a su estética poética. Sintomáticamente, la génesis de esta antología, es decir, la presentación de unos poemas acompañados de una explicación a la obra en la que se encuentran ya aparece en un breve libro titulado Reflexiones sobre mi poesía de 1983, que había presentado en un acto en la Escuela de Formación de Profesorado de la Universidad Autónoma de Madrid en 1982, donde se recogía junto a su estética unos ejemplos de lecturas poéticas de cada libro.
La antología recoge un total de ciento seis poemas que van desde su inicial Poemas del toro (1943) hasta composiciones inéditas en aquel momento bajo el epígrafe de La palabra y que formarían luego parte de su último libro Poemas de la luz y la palabra del 2003, por el que se constata ya desde el inicio los rasgos definidores de su poesía: la visión melancólica y desamparada de la existencia humana y la concepción de la poesía como belleza sugerente para testimoniar y comunicar una emoción, pero también como instrumento de creación de un objeto artístico de la realidad, teniendo «como constante esa valoración temática de lo humilde, de lo sencillo, de lo derrotado e incluso de lo ínfimo y despreciado».[1]
Rafael Morales inaugura así la tendencia rehumanizadora, neorromántica y social de la primera postguerra frente a vertientes heroicas y garcilasistas llenas de tópicos prosaicos y dulzones,[2] para finalmente terminar en consideraciones hermenéuticas en torno a la poesía como revelación, pero sin abandonar nunca esa preocupación por la palabra como comunicación y diálogo del ser humano con el tiempo histórico vivido —en el sentido machadiano del término—, consideraciones existencialistas y sociomorales que estarán siempre presentes y que se agudizarán con un tono amargo sobre la mortalidad hacia el final de su obra, pero siempre con la idea de una poesía clara y afectiva que tiene como eje final esta antología: testimonio de memoria frente al olvido, de ser confesión nerudiana de que se ha existido, por aquí pasó un hombre, huella poética existencial de un escritor que se reconoce en el vivir, que deja en el arte los sentimientos y valores eternos de la humanidad.
En la introducción, Morales expone claramente sus ideas poéticas: la identificación de vida y escritura, el devenir existencial se solapa con el transcurso de la obra, las dos realidades caminan juntas, pues la misma vida es sustancia poética y el objeto del arte es recrear esa emoción vivencial, ya que el poeta se proyecta en sus versos, pero, sobre todo, incide en la importancia de la emoción artística, la cual no se puede soslayar nunca, idea que Rafael Morales ya dejó patente en la «Poética» que encabezaba su selección a la antología de la Poesía social (1965) de Leopoldo de Luis, donde venía a decir que: «La poesía es ante todo belleza sugerente de la palabra y por la palabra»[3] y en sí un medio, nunca un fin como pregonaban los esteticistas del arte puro deshumanizando, porque él buscaba una poesía proyectada en lo esencial del ser humano. Después de más de treinta años, Morales continúa compartiendo esas consideraciones, cree en la palabra entendida como arte, pero también la palabra que recoge el pálpito humano, ese «humano temblor» que cantaba José Luis Hidalgo y que tantos poetas existenciales defendían, pues —como dijo José Hierro una vez—, «los poetas de postguerra teníamos que ser fatalmente testimoniales»[4] y aquí coinciden nuestros escritores con Machado, en ser la poesía un diálogo con el tiempo histórico, pero además Morales concuerda con el gran maestro de Campos de Castilla en que la «vida no sólo debe correr por las arterias versales de nuestros poemas»,[5] sino, sobre todo, la poesía debe volver al sentimiento y al hombre en su plenitud, estamos pues en la raíz de aquel manifiesto «Sobre una poesía sin pureza» de Neruda (en Caballo Verde para la poesía de octubre de 1935), en la vertiente tremendamente vitalista de Miguel Hernández que prefería una poesía que sale del corazón, manifestación de sangre y no de juego poético cerebral cuando defendía la Residencia en la tierra del chileno en aquel artículo de El sol (del 2 de enero de 1936), estamos en la lírica de tensión anímica y cósmica de Aleixandre —tan presente en la vertiente surreal de muchos compañeros de promoción— pero sin caer en el hermetismo ni la facilonería; con estas palabras lo expresa Morales en sus Reflexiones sobre mi poesía (1983): «En realidad, en toda mi poesía se refleja un afán muy patente de apartarla de lo lúdico, lo subconsciente, lo hermético, lo purista y lo objetivo, para llevarla a lo vital, lo consciente, lo claro, lo impuro y lo subjetivo. Fue mi norma en un principio y aún lo sigue siendo».[6] Y, en esta línea, entronca Morales con una poesía abarcadora de la realidad y de la experiencia en su fluir temporal, porque el poeta aspirar a eternizar en la obra el momento vital e histórico en que vive para salvarlo de la destrucción y revivir así siempre esa emoción poetizada en la obra, que se hace perdurable en lo efímero, por lo tanto la poesía no debe racionalizarse, como diría Juan de Mairena e incurrir en el purismo: «no caer en el esteticismo a punto de deshumanizarse, ni tampoco en el «humanismo a punto de desestetizarse», según apunta Rafael Morales, a la vez que critica el prosaísmo en que cayeron muchos de sus camaradas de la vertiente social, pues para él —en esta etapa de su trayectoria poética— la poesía es «esencialmente revelación, penetración profunda por medio de la expresión artística en todo aquello que el lenguaje llano y diario no puede revelarnos plenamente»,[7] con lo que estamos ya en la poética machadiana de la lírica como descripción de las operaciones más profundas y secretas de la emoción humana y, sobre todo, como memoria rescatadora frente al olvido.