La antología recogerá muestras de nueve poemarios, se abre con quince composiciones de Poemas del toro (1943), que inició la colección de poesía Adonáis de José Luis Cano ese año y supuso una línea innovadora en nuestra poesía de postguerra. Morales explica cómo esta obra la empezó a escribir en 1940 y su germen fue la composición «Toro», con la que inicia el libro y la antología. Supuso perfección técnica siguiendo el magisterio de los poetas barrocos tan admirados (Lope, Quevedo, Góngora), señalando también cómo la moda sonetil de aquella época era predominante, pero sobre todo enfatiza en el reconocimiento de escritores como Cossío y Aleixandre, dejando también claro que no estaba bajo la influencia del Rayo que no cesa de Miguel Hernández, como la crítica ha apuntado. Morales selecciona poemas tan emblemáticos como «El toro», génesis de poemario y germen de aquel «El toro ibérico», que publicó un adolescente Morales en número de julio de 1938 en El Mono Azul, como excelentemente estudió el profesor José Paulino Ayuso, y es que en el poemario subyace —en algunos de sus versos— una alusión a ese «corral de muertos» que fue la Guerra Civil.[8] Las composiciones destacan por la fuerza de las imágenes y el simbolismo del dolor y la sangre, algunos de tinte cósmico, que están presentes en algunos poetas de postguerra como José Luís Hidalgo o Juan Eduardo Cirlot y que arranca del vitalismo de Hernández o del Aleixandre de Pasión de la tierra. Los temas de la tragedia de la muerte, la pena y la ausencia marcan estos sonetos excelentes en su técnica y en el uso de la adjetivación, pero sobre todo entrañablemente emocionales, donde el empleo de la personificación hace que el animal se encarne en lo humano desde sentimientos cálidos y felices como en «Maternidad» y «Toro en su paz», hasta la fuerza de la pasión amorosa y la libertad en «Mugido» o el «Choto», donde se augura ya esa plenitud vital simbólicamente con el fin trágico en «Toro sin mayoral», «Muerte del toro», «Agonía del toro», «Toro muerto» o, con el que termina la acertada selección «Plaza desierta», donde se evoca con la personificación del toro la lucha existencial del ser humano y su posición en la naturaleza: «pasó la vida por aquí llevada, / pasó un gran mar, un viento, una tormenta, / pasó mugiendo un toro hacia la nada».

Esa tendencia cada vez más trágica que raya el tremendismo marcará obras como El corazón en la tierra (1946), Los desterrados (1947) y Canción sobre el asfalto (1954).

En su comentario a El corazón en la tierra (1946) señala la buena acogida que tuvo el libro, sobre todo de maestros como Gerardo Diego, a la vez que apunta los temas principales del amor y la muerte como ejes vertebradores del poemario, aunque Morales consideraba que le faltaba unidad, al final ve que el mismo tono vitalista acaba por darle ese acercamiento unificador; Morales critica también que se le haya tachado de tremendista, si atendemos a su estética, toda la realidad puede ser materia poética, también se pueden encontrar destellos de belleza en lo feo o desusado, como el Baudelaire de Las flores del mal, se trata de salvar momentos efímeros de esplendor ante la destrucción. Así destacan poemas como «A un esqueleto de muchacha», que está en la línea de «A una calavera» de Lope de Vega,[9] pero también de muchos poetas barrocos en su retórica de la caducidad existencial y del canto a la ruina, mientras se exalta la plenitud pasada, como «A unos labios sin amor», donde se amagan los tópicos del carpe diem y el ubi sunt, lamento a la decrepitud humana que se acentúa en el poema «Pena» mediante el tema de la separación de los amantes con la muerte, especie de tensión barroca que va hilvanando los poemas entre la idea de perfección y el choque con la realidad final, buen ejemplo es el magnífico soneto «Instinto», que evoca la pasión amorosa con claros tintes hernandianos para acabar siempre con la soledad y la muerte; igual que «Dolor amante», «El amante solitario» o los versos plenos de referencias autobiográficas en «Ausencia», donde llega a asomar cierto tono panteísta y cósmico. Sin embargo, Morales justo cuando llega al punto álgido del pesimismo mortal, apela siempre a los sentidos, a la emoción de lo terrenal que es el recuerdo, como último asidero de salvación.

En parecida sintonía se encuentran Los desterrados (1947), donde el objeto poético se centra en los desarraigados, una línea noventayochista que nos evoca al Baroja de Canciones del suburbio donde los marginados sociales personifican también la desolación, ejemplos existenciales de la situación del ser humano en su destrucción, pero también poesía testimonial de postguerra. El mismo poeta apunta en la explicación introductoria esa actitud solidaria con todos estos seres derrotados de la vida, que no pueden disfrutar de la existencia porque están condenados a la realidad miserable de su destino, son esos seres de la Tierra sin nosotros (también del 1947) que cantaba José Hierro y que expuso en un artículo titulado «Fracaso»,[10] dedicado a su amigo muerto José Luis Hidalgo, se trata de personas humildes que la guerra les marcó generacionalmente con un sentimiento de frustración existencial que caló en sus almas desbordantes de amargura y soledad ante la inacción.

Morales explica que muchos críticos creyeron ver en el poemario el comienzo de la vertiente social de postguerra, cuando postulaban que la poesía está en todas partes de la realidad, «también en las manos sucias de los trabajadores», sin embargo él buscaba —como tantas veces ha apuntado en su estética— cantar también lo sencillo y derrotado, es decir, cómo lo humilde puede ser objeto de transcendencia poética. Aquí selecciona ocho composiciones, que se ven caracterizadas por esa dialéctica antitética entre un ideal y la situación de derrumbe vital que encarnan; por ejemplo, en «Los locos» se contrastan las imágenes vitales de ansia de comprensión con la triste circunstancia del sinsentido en que se encuentran los dementes, en «Los no amados» es la angustiosa soledad en que han caído los que anhelaban la pasión, en «Las amantes viejas» el choque entre el pasado esplendoroso del amor y la realidad decrépita de la vejez, en «Los olvidados» el esplendor juvenil hilvanado por metáforas vigorosas —casi cósmicas, pues tenían sueños como astros— para caer en el vacío y la nada, en «Los que recuerdan» el deseo de permanencia y la vida frente al olvido, en «Los que sueñan» el choque entre los ideales y la derrota final, o en «Los idiotas» son las imágenes de una posible realización vital las que se oponen a la sombra de lo que son. En cambio, en otras composiciones, la descripción en torno a la ruina que rodea a esos seres sería la definición de los mismos, se trata, por ejemplo, de «Los tristes», marcados por imágenes de frialdad y esterilidad.

En esta línea indagadora de la belleza cotidiana y urbana se encuentra también Canción sobre el asfalto (1954), con el que obtuvo el Premio Nacional de Literatura de ese año. Morales vuelve a insistir en su poética sobre la necesidad de prestar «atención a personas, animales, vegetales y objetos que son sencillos, humildes, despreciados e incluso feos y sin tradición poética»,[11] porque también son objeto del arte cualquier motivo de la vida, ya que lo importante es la belleza sugerente de la palabra que lo trata, la poesía es un medio para acceder con sensibilidad a cualquier aspecto de la realidad y aquí Morales hace entrañable esas otras vidas humildes que dicen cosas del ser humano, se trata de poemas reveladores como «Soneto triste para mi última chaqueta», «Cántico doloroso al cubo de la basura», «Cancioncilla de amor a mis zapatos», motivos sencillos de la vida familiar que encontraremos en otros poetas de la primera postguerra como José María Valverde, Concha Zardoya, Leopoldo de Luis o Ramón de Garciasol y que llegan hasta algunos poetas de la generación del 50 que cantan la existencia de las cosas cotidianas como Manuel Pinillos, Carlos Murciano, Eladio Cabañero, vertiente que alcanza —con otro tono— hasta algunos poetas del 70, como María Victoria Atienza (que se detiene en las casas, el paraguas o la maleta) o la misma Pureza Canelo que en la Celda verde (1971) desea haberlo «hablado todo y ver en todas las cosas sencillas»[12] algo mágico y profundo, como buscaba Morales, con el que coincide después en la reflexión sobre el mismo poema como vida, como espacio habitable del recuerdo o la misma obra que se va haciendo en la obra y de la cual forma parte el poeta («el poema que me da la espalda es el poema de mi espalda»),[13] cuestiones metapoéticas que centrarán la última etapa de Morales, pero que sintomáticamente encontramos ya antes planteadas en Pureza Canelo y tantos poetas del 70 como Jaime Siles o José Ángel Valente. Por otro lado, es también esa línea de los seres derrotados del suburbio, los Marginados (1993) de Luis Antonio de Villena, seres que —como los de Rafael— yacen perdidos en la gran ciudad, coincidiendo ambos poetas en el sentimentalismo y en adoptar una actitud social y ética, ese ir con ellos que cantaba Luis Antonio de Villena (acercándose «a los pobres sin hogar, los mendigos del lodo / las perdedoras de botella de ginebra / las locas de la litrona / los estropiciados del caballo / los negros de la tierra, los siux de las grandes ciudades, […]»,[14] línea tremendista que llega a salpicar hasta esa «otra sentimentalidad» de lo cotidiano de García Montero y «el realismo sucio» en Roger Wolfe.

Otras composiciones de Canción sobre el asfalto (1954) recrean temas existenciales sobre el devenir del tiempo y la muerte como «Destino», «Siempre», «A la rueda de un carro» y, sobre todo, «A la calavera de un poeta», mientras la ruina del ser humano queda personificada en elementos de la naturaleza en «La encina derribada» o «Como el chopo»; sin embargo, siguen presentes poemas que se centran en la realidad urbana diaria que ya aparecían en obras anteriores como «Los traperos», «Suburbio» y «Los barrenderos», motivo ciudadano que aparecerá en su siguiente libro La máscara y los dientes (1962), pero aquí con un fondo de resentimiento hacia el ser humano, aunque sigue siendo una poesía comprometida que mantiene esa solidaridad con los débiles. A pesar de que el poemario abre su segunda etapa poética, junto con La rueda y el viento (1971), esta obra engarza temáticamente con las anteriores, la diferencia es formal y estética, ya que se vislumbra cierta tendencia hacia la flexibilidad métrica, la variedad versal y la alternancia de estrofas clásicas con el verso libre, pero, sobre todo, a nivel estético, el poeta expone su teoría de los «lirodramas»: la mezcla de géneros y la fusión de la lírica con la acción de sus protagonistas, se perfilan por lo tanto preocupaciones por la naturaleza del arte que van a ser una constante en sus últimos poemarios.[15]

En la introducción a la selección, Morales apunta esta nueva fase de su poesía que incluye La rueda y el viento (1971), a la vez que explica su estética: el intento de crear una serie de poemas polimétricos extensos sobre la condición humana donde predomine la acción, la forma dramática de unos personajes que fuesen símbolo del hombre y donde el poeta fuera un mero espectador, entra pues Morales dentro del tópico del theatrum mundi o la vida como teatro, motivo que da cierta autoridad ética desde posiciones senequistas y refuerza la tesis testimonial, en sí, como él mismo señaló, se intenta «presentar la vida de un hombre cualquiera y vulgar en un día de tantos, que a la vez simboliza la vida entera de la humanidad». Se seleccionan diez poemas entre los que destacan la dramatización de ese devenir cotidiano desde el comienzo con «El alba» y el soneto «La mañana» —de tono guilleano— desde el cual se describe el inicio del día desde la ventana, hasta la bajada a la calle para ir a la oficina en «La calle», «El tranvía» y, sobre todo, «La gente», largo poema con enumeraciones e imágenes encadenadas que describen esa lucha diaria por sobrevivir en esa gran jungla metropolitana; mientras el sinsentido del mundo del trabajo aparece en «La oficina», para acabar su quehacer diario con una vuelta a «La casa», que muestra el cansancio existencial, frustración con la que termina «Punto final», poema desolador donde aparece un ser durmiente comparado a la materia inerte de la propia muerte.

Este tono pesimista de tintes barrocos continúa en La rueda y el viento (1971). Si antes se centraba en la vida de un ser humano en particular, ahora la visión es general, aunque en lo versal sigue siendo plurimétrico, mientras aparecen imágenes del devenir cíclico de la vida bajo la simbólica rueda y el viento de connotaciones violentas.

El mismo poeta señala que en la obra «desarrolla una exposición panorámica de un mundo en general carente de amor y sobrado de egoísmos, envidias, esclavitudes, mentiras, injusticias […]»;[16] de este poemario elegirá seis fragmentos, el primero describe el resurgimiento de la vida: «brota auroral la savia sumergida, / invade el laberinto letal de la raíces..», bajo el impulso del gran vientre de la tierra, plenitud del cántico, verdor absoluto, floración de colores, plenitud primaveral, adánica materia del futuro, etcétera; mientras en el segundo fragmento aparece —en contraposición a este espectáculo paradisíaco— el polo negativo que esconde el corazón humano: bosques lujuriantes del deseo, desiertos de hastío, las negras regiones extensas de la guerra, la fiera cerrazón del egoísmo, las carreteras del cansancio, la interminable soledad…, personificaciones de la naturaleza que muestran cómo el hombre destruye todo lo edénico; el tercer fragmento aparece marcado por las contraposiciones entre libertad y esclavitud, simbolizada ésta por un muro opresor que centra todo el fragmento cuarto: son las murallas que limitan las esperanzas, que aíslan y encercan la naturaleza, alegoría de la misma ciudad moderna que destruye lo natural. En el quinto fragmento, surgen referencias bíblicas para criticar el fariseísmo humano, su codicia y egoísmo presentes desde su historia, idea descrita en el fragmento sexto mediante el símbolo de la rueda que en sí es el mismo girar del planeta y del tiempo: «están girando, girando / la muerte y la vida igual, lo que se queda, / lo que se va».

Con Prado de serpientes (1982) iniciaría una tercera época que el mismo escritor insiste en caracterizar por su intimismo y evolución métrica hacia el verso libre, aunque continua con algunos temas anteriores, pero con matices distintos. El título del poemario tiene su origen en el planto de Pleberio ante el suicidio de su hija Melibea en La Celestina y recoge motivos del desengaño barroco junto a tópicos como latet anguis in herba, que explican cómo debajo de toda bella apariencia se amaga un peligro. Se seleccionan catorce poemas iniciados con el emblemático «Adolescencia», donde se contrapone juventud y vejez, pero también la visión optimista y esperanzadora con que se ve la vida en los años juveniles, llena de imágenes gozosas (desnudez del alba, pétalos mojados, muchacha desnuda) frente al pesimismo de la vejez, pues el cansancio de los años se expande en nebulosa soledad.[17]

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