Andrés Barba
El último día de la vida anterior
Anagrama
140 páginas
POR JUAN ÁNGEL JURISTO

Desde que en 2001 Andrés Barba (Madrid,1975) publicara La hermana de Katia, su primera narración, con la extensión adecuada a la nouvelle o novela corta donde se trataba con singular atención una historia de formación, la de una adolescente, hija de una prostituta y hermana de una stripper, dotada de un aire misterioso, inocente e inquietante pero también proclive a la redención más absoluta, ya se señaló que la narrativa de Barba era distinta a la de la mayoría de lo que se hacía por nuestros pagos. El que el autor eligiese para una primera novela la tradición muy centroeuropea de la historia de formación -la Bildungsroman, que desde el Wilhelm Meister de Goethe ha dado obras que se cuentan entre las más poéticas y sutiles de la literatura moderna, desde Las tribulaciones del estudiante Törless, de Musil, a Le Grand Maulnes, América, o El tirachinas, de Alain Fournier, Kafka y Ernest Jünger respectivamente- nos hablaba bien a las claras de una personalidad tendente a una reflexión sobre la literatura y desde luego de un modo de proyectar la obra como algo en continua transformación, una suerte de work in progress, y que tendía también hacia la perfección de la forma.

Después le siguió La recta intención, una novela susceptible de transformarse en cuatro nouvelles por las cuatro historias que contenía. En ese libro, se nos daba cuenta de una anoréxica de aires casi demoníacos, un corredor de maratón cuyo único objetivo era la meta de la carrera, una mujer que contempla el progresivo deterioro de su madre y las reflexiones amargas de un viejo homosexual, unidos todos por la soledad y el miedo a relacionarse con los demás, en una especie de inteligente recorrido por los recovecos de nuestra interioridad. Una vez más, el relato largo o la novela breve, la nouvelle, se presentaban como el molde idóneo, el hallazgo de la forma ideal para dar cuenta de aspectos de la realidad que atienden a nuestra más inconfesada intimidad. Ni que decir tiene que todo ello con el requerimiento de una prosa tendente a la más acentuada precisión y aliada a un sentido ahorrativo de los recursos literarios. Así pues, la demora en el valor de la palabra, como en la poesía, empleada en unas narraciones de extensión muy medida, resulta muy adecuada para el género de la nouvelle, que pide una precisión mayor que en las novelas de dilatados horizontes, donde se admiten mejor los altibajos de una larga travesía.

Ese escoger de la medida da como resultado un estilo de intensidad sostenida que no decae a lo largo de las obras de Barba y, por consiguiente, consigue que el lector asista a un ejercicio de escritura de la fascinación que muchos han calificado de «literatura hipnótica». Ocurre en los distintos géneros que frecuenta Barba, tanto en la poesía, como en la novela o el ensayo. Si tomamos por ejemplo la República luminosa, Premio Herralde de Novela en 2017, o Crónica natural, un libro de poemas donde se da cuenta de la muerte del padre -temática esta de la familia que pasa por ser terreno abonado de la llamada «autoficción»-, el tratamiento de los temas aboca inevitablemente a una sugestión por parte del lector, y que no creo sea otra cosa que la feliz e inteligente unión de un estilo muy trabajado junto a la presentación de las cosas con un sesgo ante el que lector español, acostumbrado a las mil y una formas que adopta el realismo, se queda «descolocado», atrapado por el hechizo de su rareza y su singularidad. Si una historia como la relatada en República luminosa -donde se da cuenta de un suceso acaecido en una localidad rural que limita con la selva tropical en donde treinta y dos niños comenzaron a organizarse en pandillas para delinquir- hace que el lector suponga que se va a encontrar con una crónica de sesgo realista o con rasgos documentales, una vez más en la narrativa de Barba prima la indagación en nuestra interioridad que en el exterior. El tratamiento del asunto en Barba es tan distinto del esperado que en un momento determinado se dice: «En aquellos niños había una alegría y una libertad en la que en cierto modo nunca podrían llegar los niños “normales”, que la infancia quedaba mejor expresada en sus juegos que en los juegos reglados y llenos de prohibiciones de nuestros hijos».

No es de extrañar, pues, que en su última nouvelle, El último día de la vida anterior, el autor retome de nuevo lo insólito incrustado en la vida cotidiana. Ahora Barba nos deleita -no hay otro modo de decirlo- con una historia de aparecidos que se saltan las maneras de conformar la realidad a que estamos acostumbrados, en este caso los códigos del tiempo, para una vez más introducirnos en una historia de tremenda soledad en el que se recurre a ese salto temporal como único modo de ser auxiliado. La historia ha sido comparada con Una vuelta de tuerca, de Henry James, autor que Barba ha traducido; pero esos saltos nos recuerdan también el aparente caos de Alicia en el País de las Maravillas y A través del espejo. De hecho, el libro se abre con una cita que es una conversación entre Alicia y el Conejo Blanco: «¿Cuánto tiempo es para siempre? A veces sólo un segundo…».

En esta última novela de Barba, una mujer que trabaja en una inmobiliaria se encuentra en la cocina de una casa de corte racionalista de súbito a un niño, una aparición surrealista que se incorpora a la realidad con suma naturalidad: «Abre el grifo para aclarar el trapo y, al cerrarlo y darse la vuelta, se lo encuentra en una de las sillas. Tiene unos siete años, aspecto embobado y un uniforme de escuela marrón. No es una entelequia, sino un cuerpo tan real como la balda o el fregadero», escribe Barba al incorporar esa figura. Y a partir de aquí la narración adopta, por la inquietud de la aparición, cierta ansiedad propia de esas historias de suspense de otros tiempos. Cabe añadir, también, la existencia de unas similitudes cinematográficas bien asimiladas, como la poética contenida de Vértigo, de Alfred Hitchcock, o la asfixia de una historia de vampiros como Déjame entrar, de John Ajvide Lindqvist.

La relación de la mujer y el niño está adaptada a los puntos de vista de ambos, de ahí que la narración esté dividida en dos partes que corresponden cada una de ellas al dominio de la mujer y, luego, del niño. En este juego de intercambio del predominio de ambos protagonistas, ambos se alternan para expresar sus propias soledades.

Pero antes de la conciencia de la soledad está el ejercicio de la introspección. Cuando la mujer conoce al niño, mejor dicho, cuando éste se le presenta como una aparición venida de otro mundo, ella sabe que no es una fantasía, que está ocurriendo realmente pero en otra dimensión. En ese momento ella toma conciencia de la necesidad imperiosa de la introspección, de esa indagación en la conciencia a través de este pretexto cierto pero surreal: «Y hay también algo vil, algo de estafa burda en la distancia con la que el niño le ha hecho acercarse, como si la hubiese obligado a husmearse a sí misma», dice, en una atracción que la mujer vive como un imperativo, a pesar de asegurar: «es feo el cabrón, como un demonio». La atracción se vive, entonces, como una obligación irrechazable. Por eso, a pesar de algunos esfuerzos iniciales de la mujer por cumplir sus tareas laborales en la inmobiliaria y vender la casa en donde encuentra al niño, finalmente advierte que no es posible prescindir de esa propiedad y perder al niño, a quien está ya indisolublemente ligado. Arriesgándose a estropear su reputación como mejor vendedora de la inmobiliaria, la mujer pasa cada vez más tiempo en la cocina de la mansión a la espera de la aparición del niño y sus caprichos. Abandona cada vez con más frecuencia a su marido, dejándolo en el domicilio conyugal mientras ella decide quedarse en esa casa vacía hasta que el niño se le aparezca y, entonces, se le viene a las mientes la aventura de Alicia, cuando ante la aparición del Conejo Blanco, cae por la madriguera hacia otra dimensión: «No es verdad, nadie ha engañado a Alicia. Ni el Conejo ni ninguna otra cosa. Alicia quiere bajar al infierno. ¿Para qué? Para sentir, tal vez». Pasamos, ahora, a la segunda parte del libro, donde el paisaje, la mansión, es la misma y la mujer se encuentra allí pero en el tiempo en que el niño es real y en un cambio de tornas ella adquiere ahora la cualidad de ser la aparición, aquella que se ha colado en un intersticio del tiempo, haciendo honor al título de la narración porque ese colarse en el intersticio del tiempo se vive como el último día de una vida anterior y el primero de una vida por venir.

¿Hay que volver a decir que esta historia es fascinante y proclive a desenredar de nuevo lo de la escritura hipnótica a que nos referirnos antes? Lo haremos.