POR WALTER CASSARA
Al norte de la costa peruana, a unos pocos kilómetros de la ciudad de Trujillo, existe un distrito, fundamentalmente dedicado a la industria agraria, que se llama Laredo, cuya memoria histórica se remonta a los primeros avatares de la Colonia española y a los vaivenes económicos de una vieja hacienda azucarera a la cual este distrito le debe prácticamente todo: su topónimo y su escudo, su modesta realidad y sus módicas leyendas, su imperceptible apogeo y su crepúsculo inmutable. También le debe la existencia de su principal –y por ahora, único– poeta, José Watanabe, que nació y pasó toda su infancia allí, entre altos sembradíos de caña, chumberas y sauces, y entre vestigios arqueológicos de culturas pre-incaicas como la mochica y la cupinisque, con sus huacas taciturnas, sus balsas de totora y sus dioses de barro sepultados en los meandros del río Moche. Al norte del Perú, la cordillera de los Andes serpentea y se hace un nudo frente al Océano Pacífico: el mundo abigarrado y húmedo de la selva amazónica se arrima al seco retraimiento de la sierra; ambos se funden y convergen en las riadas de un extenso valle, para luego deshacerse abruptamente en los arenales de la costa. Laredo es una llanura incendiada que flamea entre la montaña y la playa; anhela la embriaguez del mar, pero se vuelve hacia el plutonismo de la roca; su carácter es mineral, arcaico, uterino, brota sigiloso de las entrañas de la tierra; su genio se adhiere a la eternidad y a lo anónimo de la piedra.

Así, al menos, se deja traslucir en la poesía de Watanabe, donde casi siempre aparece aludido al sesgo, de un modo tenue y horizontal, nunca de manera directa o solemne, sino más bien todo lo contrario: aparece como un lugar íntimo, transfigurado y perpetuado en la mirada de la infancia; esto es, también, que emerge como un vértice en el cual se sostiene el pasado –el otro vértice sería el cuerpo: la biografía elemental, aleatoria, que bosqueja por sí solo todo cuerpo–. Lo más destacado en el imaginario watanabeano son estas extrañas resonancias entre el lugar de nacimiento y el lugar del propio cuerpo; no tan extrañas, en verdad, ya que el cuerpo –bien mirado– es el locus por definición y por defecto, es el único y exacto sitio que habitamos, la única y exacta cartografía de nuestra existencia. No hay ‒no puede haber otra‒ al menos en este mundo. Y el cuerpo, sin embargo, es algo que apenas conocemos y que no nos pertenece en absoluto, algo sin heredad ni continuación posible, algo que se perderá irrefutablemente. Con el cuerpo nos es servida en bandeja la conciencia universal de la muerte, y con ello la sensación de que poseemos una individualidad acuñable, la ilusión de que gozamos de los derechos de una biografía, de una genealogía propia y hasta de un destino propio, que debemos eternizar a toda costa. No obstante, este individuo tan querido y tan novelado, este feudo liliputiense que llamamos yo no puede sino salir a ondear sus vértigos al término de todo, con la firme insignia común a todo y a todos que es la nada, puesto que la vida no es otra cosa que esa nada que se nos transparenta en la muerte; la vida es esa nada que le debemos a la muerte, ese cuerpo –con su yo hipotético– que le tenemos arrendado a la muerte.

Todo lo que la palabra poética tiene de poder connotativo, toda su potencia significante y maravillosa, ya está debidamente denotado y acotado en el imprescindible glosario de la muerte. Esta parábola –digamos– no es geográfica, sino fisiológica, existencial; no puede rastrearse con ningún sistema de coordenadas, porque es la parábola errática que supone toda vida, toda escritura, toda vida embargada por la escritura. Esto lo ha apuntado muy bien Watanabe en un poema de El huso de la palabra (1989) que se titula «Los versos que tarjo». En buena medida, todo el texto es un hábil subterfugio para resucitar ese arcaísmo, totalmente sepultado en el olvido: «tarjar», que hoy daríamos por sinónimo artificioso de tachar o rotular, pero que en realidad viene de «tarja», adminículo que antiguamente cumplía la función –digamos– de libreta de gastos del paleto rural ‒y no tan rural‒, esto es, una cañita o palo que se empleaba en el comercio para asentar los débitos contraídos por víveres u otros suministros. Entonces, una compra valía por una raya en la caña, una muesca equivalía a una responsabilidad de pago. Watanabe transporta este basto mecanismo contractual, con toda su lógica mercantil y sus posibilidades simbólicas, a la actividad sedentaria de la escritura, que conlleva muchas veces un puro malgasto de materia gris y tabaco ‒en el mejor de los casos‒, que culmina en el desaliento y el compromiso neurótico con uno mismo, perpetuamente aplazado:

Las palabras no nos reflejan como los espejos, así exactamente,

pero quisiera.

Escribo con una pregunta obsesiva en las orejas:

¿Es esta la palabra exacta o es el amague de otra

que viene

no más bella, sino más especular?

Por esta inseguridad

tarjo,

toda la noche tarjo, y en el espejo que aún porfío

solo queda una figura borrosa, mutilada, malograda.

Es como si cumpliera la amenaza de la madre

sibilina

al niño que estaba descubriéndose, curioso,

en su imagen:

«Tanto te miras en el espejo

que un día terminarás por no verte».

Los versos que irreprimiblemente tarjo

se llevarán siempre mi poema.

 

En esa búsqueda infructuosa de la palabra justa, siempre hostigada de cerca por la muerte, nos dice: «tarjo / toda la noche tarjo / y en el espejo que aún porfío / solo queda una figura borrosa, mutilada, malograda». ¿Por qué no puso «tacho» en vez de tarjo, que puede sonar, quizás, medio rebuscado? Watanabe no era amigo de giros exóticos ni de antiguallas gratuitas, más bien lo contrario; si planta aquí esa expresión –que obviamente no se corresponde del todo con lo que muestra el étimo– es por su pelaje rústico y excepcional; como si en la remotísima tarja campesina se computasen deudas o derrotas de otra índole y los tachones no significaran solo versos fallidos, que se enmendarán o se echarán a la basura, sino machetazos, heridas, flaquezas en curso: palabras, cosas, insomnios que se van cargando a cuenta de la muerte. Por lo demás, el Diccionario de Autoridades de la RAE registra el uso de este verbo en Quevedo, con unas líneas burlescas que validan su procedencia popular: «Va prestando Navidades / como quien no dice nada, / y porque no se le olviden / con las arrugas las tarja». En estos versos, el sujeto de la oración es el tiempo, retratado cáusticamente como un mercader viscoso y ladino: el tiempo como esquivo tesorero de la Parca, como amanuense de achaques y esqueletos –se entiende–. Por otra parte, con su menuda fama de almacén, la palabreja ¿no esconde, si se la mira a contraluz, un regusto trilceano o vallejeano? Ya se sabe, hay mucho Quevedo en Vallejo –y viceversa–. Hay un Quevedo clásico y hay también un Quevedo anónimo que tarja toda la literatura contemporánea en nuestra lengua, principalmente la de vanguardia. Hay un Quevedo para cada época y para cada castellano. Y, de alguna forma, Quevedo le llega a Watanabe ya lexicalizado, ya andinizado –si cabe decirlo así– por Vallejo, con quien comparte algo más que unas simples coordenadas geográficas o una fortuita hermandad regional.

La experiencia del poeta madura en cohabitación diaria con la experiencia prístina del niño; prospera no tanto en el bosquejo mecánico de una cronología individual como en las reminiscencias oblicuas de una mentalidad arcaica, que no ha sido ocupada plenamente por el documento ‒o el auto‒ biográfico, ni ha renunciado aún a su genealogía salvaje. Los vínculos parentales son referencias constantes en el ámbito watanabeano; el padre, la madre, los hermanos, se cruzan a menudo en el devenir del poema, fusionados con el atisbo minucioso de la naturaleza y con el paisaje natal, bajo una fuerte impronta de clan y de leyenda. Aquí vemos a la madre, entre trapos y menesteres de cocina, pelando unos cuyes para alimentar a su numerosa prole, ella misma transfigurada en un cazo de hierro hollinado, con toda su severa ternura a cuestas y la lengua afilada como un dragón chino. El discurrir –lento y diáfano– del verso de Watanabe, inducido quizás por ese aire como de languidez incaica u oriental, propio del español que se habla en los pueblos de los Andes centrales; ese español de cobre, aireado y pedregoso de la Sierra peruana, sutilmente entretejido con la dulzura del quechua y los secretos del aimara; ese castellano bien criollo, castizo, mestizo, peruanísimo, que Vallejo ya había auscultado en su gramática más íntima; ese lenguaje vivo, retablo ambulante, tienda coral de los fabulistas de taberna, los filósofos ignotos, las viejas santurronas y los cholitos descalzos, aparece de muchas maneras en la imaginería aldeana de nuestro autor, aunque casi siempre proyectado sobre la figura de la madre; en ese orden o desorden mítico de la intuición primitiva, que eleva –y a veces, aterroriza– al horizonte luminoso de la infancia. Venimos de ese it animal y regresamos a ello, constantemente: a esa temperatura de mamífero, esos calores y esas secreciones de mamífero que reverberan en las palabras de la tribu, cuando se dicen por boca de una madre, cuando se templan en el olor de una madre.