La infancia infantilizada, académica, es decir: la infancia higienizada e idiotizada por los adultos, rápidamente aprende a desconocer ese olor y ese rumor de la especie que siempre evocan las sudoraciones, la saliva, los intestinos, el menstruo, toda la alquimia de efluvios domésticos, toda la animalidad o humanidad áspera, contenida en la madre. «Por un flanco débil / y breve» –escribe Watanabe en unas líneas que abordan, sin ningún rebozo, este tema–, «entre su seno y su axila, mi madre era tierna.// Qué olor tan profundo, basal y glandular. / Su ternura / tenía intensa biología.// ¿Por qué le exigías más,/ ojo con lágrimas?». Este poema tan conciso, que se ha citado entero, se titula sugestivamente «Desagravio» y resume, en buena medida, esa tensión característica en la escritura de Watanabe entre la oscuridad de la vida elemental –representada, en este caso, por los recios vahos maternos– y el orden aséptico, tibio, consciente, que se vincula con el desapego de las impresiones visuales y de la mirada adulta. Pero, ¿quién ha afrentado a quién, el hijo a la madre, o al revés? ¿Quién debe perdonar a quién? El ojo, aquí, se hace endocrino, se vuelve también él «basal y glandular», cede y se postra delante de una llamada primigenia que excede toda blandura romántica o gentil: una visión que le llega directamente desde el hipotálamo, esto es, que cala en lo más hondo de la memoria orgánica.

 

Se ha hablado mucho acerca de la importancia del padre en la formación estética de Watanabe, pero la verdad es que este resulta una figura más bien distante, alegórica o cultural, incluso literaria ‒el padre era japonés y le leía haikus al pequeño‒, que para nada tiene esa gravitación directa, y a menudo vejatoria y psicológicamente conflictiva, que sí alcanza la madre, con sus decires agrestes y su buena fe campesina, porfiada de ingenua malicia. Entre paréntesis, el poeta solía contar en los reportajes, siempre con una risita de beneplácito, que cuando le dio a leer su primer libro y le preguntó qué opinaba, el veredicto de la madre fue inapelable: «envuelves mierda en papel bonito»
–le dijo–. Lo cual puede darnos una medida íntegra de lo afilada que andaría esta paisana para aguijonear en la mente retorcida del hijo –y en la mente de cualquier literato moderno, en general–; tan afilada estaría que Watanabe alguna vez la puso a intervenir de oficio en un hipotético certamen literario, en una página de Cosas del cuerpo donde el fantasma póstumo de la dura señora se manifiesta como su alter ego o su propia conciencia estética, calificando desde el más allá la aportación de los jóvenes concursantes: «En las páginas de ustedes, muchachos, la muerte / tiene más nombres que la vida / y baila / ebria, / sonora, las mejillas pintadas como muñeca de teatro y literatura./ Solo un verso brillante, solo dos,/ y el resto / puras fintas, me dice / la jurado». Y el poema concluye con estas líneas que son toda una declaración de fe del autor: «La muerte / de verdad / es como la poesía: mírala venir / como una forma / de la templanza».

La madre es la voz en off –voz tribal, verbo rústico, almacenado en el hipotálamo– que juzga siempre con desdeñoso realismo las flojeras sentimentales de su lagartito; en cierta forma, esta voz es masculina, calcárea y hasta castrense, y al no dejarse enternecer o engatusar con las chucherías librescas del hijo, actúa como un contrapeso crítico, un cable a tierra de la mirada nipona, vaporosa, «feminoide» y estetizante, que suponemos herencia del padre nikkei. En este sentido, como resultado de un particular mestizaje, que es tanto étnico como metafísico, bien podría afirmarse –cosa que algunos comentaristas ya han apuntado– que la poesía de Watanabe es producto de una doble decantación de la mirada, en la cual lo prosaico se rectifica constantemente en lo lírico
‒y viceversa‒; lo material mundano se espiritualiza o sacraliza, del mismo modo que las cualidades físicas de las cosas se entretejen con sus cualidades morales. Análogamente, el código familiar o gregario se entrecruza con el código fantástico o solitario; la historia individual, los recuerdos particulares, que creemos necesariamente privativos de un sujeto ‒o bien de su cónyuge y su psicólogo‒, se revisten con las fórmulas de la memoria colectiva, dialogan con las anécdotas y apotegmas, con la tradición gnómica de una comunidad determinada.

Lo colectivo es el gran animal que invocan todas las fábulas, lo colectivo como expresión de lo más íntimo o mejor amalgamado de una comunidad, que se perfila ante todo en el idioma; en una modalidad –¿o habría que decir, en una localidad?– del habla y del pensamiento; en el estilo, que es el hombre –como diría Buffon–, pero del hombre amenazado, enjambrado, del hombre dejando sus dibujos de bisonte en el lenguaje. En la escritura de Watanabe, muchas veces la palabra adquiere esa definitiva gravedad icónica de los petroglifos y los pictogramas, que son las primeras imágenes litúrgicas, los primeros gestos conscientes del hombre que vislumbra su amanecer mítico, en comunión con sus antepasados y con su hábitat. ¿Y no es este sustrato primario, ese talante pictórico y pintoresco, el mismo que contienen las fábulas, las parábolas, las máximas y demás variedades del registro gnomológico? Hay que distinguir lo colectivo de lo social, no como podrían hacerlo el antropólogo o el sociólogo, sino como lo haría un simple lector de Homero y de Esopo; como distinguimos el espacio imaginario que proyectan en la literatura el modelo épico y el modelo de la fábula, en tanto paradigmas de sabiduría y de retórica que parecerían repelerse a primera vista, aunque en lo profundo se eluciden uno al otro.

Dejando volar un poco las ideas­­, en el contexto de la poesía peruana de los años setenta, determinado en buena medida por el maximalismo de las formas y por la exploración de los discursos sociales que ya se había iniciado en la década previa, Watanabe bien podría ocupar el sitio modesto –aunque cardinal– de un Esopo huidizo y bien raro; un Esopo estudioso de Basho, Issa y los otros grandes maestros del haiku, ¡un Esopo zen! Con todo lo fantástico que conlleva poner a dialogar a Basho y a Esopo en una misma persona, y en la cabeza convulsionada de un poeta latinoamericano de aquella época. Y no es que el escritor de La piedra alada no se ajustase al marco de la época, sino que le aportó algo diferente: un tono más bajo, más atemperado y más novedoso –visto desde el aquí y ahora– que el tono homérico, vanguardista y cívico que se había impuesto en muchos de sus coterráneos generacionales; luego, y quizás a consecuencia de esa tonalidad apenas disminuida en una nota, le aportó algo de sentido común, algo de sigilo provinciano y de sutileza interior, cosas que no se prodigaban fácilmente en aquellos tiempos de franco optimismo intelectual y hormigueos revolucionarios.

Con todo, permítaseme insistir en que Watanabe toma del haiku solo un aire, un brillo indirecto, una manera de iluminar la escritura al sesgo y con pinceladas sueltas, ocres, nada estrepitosas. Este aire de haiku está a la vez inmerso –si cabe decirlo así– en un estado de parábola, y funciona acertadamente como un depurador de esta, sublimando su carga inercial, refinando su rumia dogmática: de modo que carácter flotante y abierto de uno neutraliza la voluntad cristalizadora de la otra; el signo –el trazo vivo– se impone al simbolismo aleccionador. Así, la mayoría de los poemas discurren por una cornisa anecdótica, un pequeño horizonte narrativo-moral que roza la curvatura de la parábola y de la fábula, aunque se eclipsa al momento del desenlace o la paráfrasis. En realidad, lo más cercano –en extensión– a un haiku que escribió Watanabe, son tres escuetas líneas donde el acto trágico por antonomasia se equipara, freudianamente, a la actividad erótica; el texto exalta a su manera, con ironía y humor negro, el tópico de la post coitum tristitia; más que como haiku, habría que leerlo como una suerte de tantra expresionista; se llama «Orgasmo» y reza lacónico: «¿Me dejará / la muerte / gritar como ahora?». Aun con toda la aparente distancia que puede separarlo de la forma tradicional japonesa, de las reglas internas del género que apenas pueden
–convengamos– desentrañarse por fuera de la lengua y la cultura de origen, este breve poema muestra asomos de una orientalidad que prescinde de trucos accesorios y niponerías de bazar; que esquiva la misérrima fórmula de las diecisiete sílabas y los cerezos en flor, para instalarse de lleno en algo tan esencialmente japonés, algo tan característico del haiku –y del budismo zen– como lo es el concepto de vacío: la pregunta por el vacío, la significación del vacío; todo lo cual bien puede resumirse con un grito o un suspiro entre el coito y la muerte, como lo dejan entrever las líneas antes citadas y como nos parece que sería la vida tocando su cadencia perfecta.

Ahora bien, quizás a este texto le falte vacuidad y le sobre ingenio para alcanzar esa ligereza danzante de la que hablaba Octavio Paz, esa perspectiva etérea, lúdica y casi naif que solemos asociar con el haiku. Sin embargo, la pregunta por el vacío –tal y como la formula el poeta– es también una pregunta por el placer, una pregunta articulada desde el memento mori del placer, en el fulgor último que irradia el sexo; lo cual ayuda a mitigar, de algún modo, el trago amargo de la gravedad de fondo que anima su especulación, y además cumple con los objetivos básicos –los no-objetivos básicos, mejor dicho– que busca el haiku, y que son, a grandes rasgos, los mismos que persigue todo poema: provocar un accidente, un cambio de conciencia en la percepción de las cosas; proporcionarnos la imagen y la intuición del instante; romper con el artilugio silogístico, la lógica engañosa del discurso; deslizarse sobre una brizna de sentido; esculpir el vacío en un átomo de tiempo… En este aspecto, la poética del haiku, la poética del Japón –ya podríamos decir– se revela en la obra de Watanabe con su carácter más puro, su verdadera autoridad estética, que consiste en pasar casi inadvertida, y en saber situarse en un estado de reverencia natural, más allá de todo virtuosismo técnico y toda exquisitez egocéntrica.