POR JUAN M. MOLINA DAMIANI

[1]
Los profesores, que son quienes dispensan la fama, se interesan menos en la belleza que en los vaivenes y en las fechas de la literatura y en el prolijo análisis de libros que se han escrito para ese análisis, no para el goce del lector.
Jorge Luis Borges

 

Como quizá ocurriera con Gingival (2012) y Mansa chatarra (2014), la reciente publicación de 30 niñas (2014) vuelve a revelarse dentro de la obra de Francisco Ferrer Lerín como un compendio de toda su producción, bien difundida hoy en día, sin duda, pero cuyo hermetismo apenas si ha favorecido la comprensión de la moralidad que indudablemente encierra. Es de agradecer, por lo dicho, que el último Ferrer Lerín vuelva a destaparnos otro de los ases que siempre ha sostenido su envite estético, poniendo así tierra de por medio de una vez entre su leyenda y su obra, dos espacios que ya es hora que vean demarcadas sus lindes pero que el propio poeta quiso confundir cuando reapareció hace poco menos de treinta años, tras diecisiete sin escribir, con la publicación de Cónsul (1987). Sí: pijo barcelonés, escritor extravagante –de culto quizá–, además de personaje de novela, polígrafo, inventor, empleado de empresas americanas de prospectiva y exjugador de póker profesional, Ferrer Lerín es actualmente un raro tan famoso que, rehén de su leyenda literaria, ha visto desactivada la iconoclasia de su universo poético, integrada ya su rebeldía en los márgenes del sistema cultural hegemónico. A ello ha contribuido, en verdad, el hecho de que la mayoría de los lectores de nuestro autor sean estudiosos del escalafón universitario, con lo que la recepción crítica de su obra sigue obviando que pone bocabajo no sólo los archisabidos tratos, tretas y tratas que fundan el canon historiográfico novísimo, sino antes bien el estatuto alcanzado por la literatura como institución a lo largo de la historia del tardofranquismo, cuando las dicciones naturalistas, tanto la social –la atenta al nosotros– como la crítica –la asentada en los yoes– empiezan a hacer aguas, a acusar sus primeros síntomas de cansancio e ineficiencia, cuando la literatura comprometida de izquierdas se desploma porque la dictadura empieza a venderle más barato al país su bienestar.

Protonovísimo cuya rebeldía moral lo vincula con la de los poetas senior de los Nueve novísimos poetas españoles de Castellet (1970) pero cuya arrogancia estética lo acerca a la de los de la coqueluche de aquella antología, está claro, empero, que no sintoniza Ferrer Lerín ni con el compromiso pop o camp de los primeros ni con el antinaturalismo culturalista o naïf de los segundos: la genealogía cosmovisionaria de nuestro poeta remite, por el contrario –y permítanme ahora ponerme profesoral y espeso–, a la encrucijada de caminos donde se bifurcan el Cernuda americano y el Cernuda europeo, o lo que es igual: a ese punto donde aún no se mostraban divergentes el confesionalismo realista y el superromanticismo anglo-alemán del poeta sevillano. Sí: a partir de la simultaneidad con la que Lerín encaró los dos polos de esta alternativa –matriz, uno, del compromiso voluntario de un Cuarto de siglo de la poesía española de Castellet (1960); y fundamento, el otro, del neosimbolismo informalista de la de los Nueve novísimos–, ni es de extrañar que Castellet y Jaime Gil de Biedma lo dejasen fuera de la primera antología, por joven inédito desconocido, ni que Castellet y Gimferrer lo excluyesen de la segunda, por édito y conocidísimo: de haber estado en cualquiera de las dos, su sarcasmo, demasiado pasado de tueste, hubiera puesto en tela de juicio las poéticas neorrománticas del desarrollismo y las neosimbolistas de la Transición, unas y otras, cierto, antifranquistas, pero sintonizadas con los contorsionismos estéticos propios de la Dictadura. Sucesivamente, en efecto, neorrealista del furgón de cola, artista visivo, epatante modernista, maldito decadente, discípulo del surrealismo histórico, pionero y fundador del ala extrema de la escritura novísima, el vanguardismo sincrético de la obra de Francisco Ferrer Lerín, el 4 x 4 mejor equipado de la poesía española de los últimos cincuenta años, sería aplastado por el posibilismo estético tardofranquista, esto es, por las distintas corrientes hegemónicas de la poesía española del último tercio del siglo xx: el informalismo neoclásico, el culturalismo confesional y el onanismo metapoético que se fueron sucediendo desde los xxv años de Paz hasta los fastos del v Centenario del Descubrimiento de América. Así las cosas, no es de extrañar que a día de hoy Lerín parezca otro perdedor, el pichoncito más tierno de la timba novísima: pagó caro que en su escritura se cuestionase desde el principio de su trayectoria tanto el compromiso yeyé de los seniors cuanto el neosimbolismo posmoderno de la coqueluche, los dos rumbos que los historiógrafos de guardia marcarían para las poéticas de los años setenta, dos cartas de navegación continuistas por más que a diestro y siniestro la antología novísima fuese descalificada por apocalíptica, por romper con la tradición literaria española de siempre, o por integrarse dentro de la mitología de la cultura norteamericana.

 [2]
¿Usted tiene el privilegio de conocer sueños de mujeres? Yo, muy pocos. Ellas, entre ellas, hablarán de sus sueños, pero difícilmente lo hablan con un hombre.
José Viñals

 

Para ir centrando el «caso Ferrer Lerín», el del problema hermenéutico que añade a su obra interpretarla desde la acartonada historiografía convencional –planteamiento que erróneamente pretende encajarla en la historia ocultándonos la Historia que su devenir cosmovisionario participa de manera involuntaria–, pártase de la base que su poética se sustenta en la experiencia de lo cotidiano. Si nuestro poeta persigue, como don Quijote, revivir la escritura, asimismo desea, como Cervantes, escribir su vida. Antiorteguiano radical –recordemos que Ortega y Gasset decía que una cosa era la vida y otra la poesía–, Ferrer Lerín las entiende como equiparables, entretejiendo así las emociones vitales de su sujeto empírico y las experiencias escriturarias de su sujeto textual hasta dejar articulada una dialéctica donde biografía increíble y ficción verdadera acaban confundiéndose del todo. Al partir de una matriz superromántica donde poesía es tanto «vida» como «lenguaje», nuestro poeta encarará su obra como una imagen lógica de lo vívido irracional, como la aventura imprevisible de quien se sabe diariamente expulsado del paraíso. Así, accede a la vida enmascarada de su persona ensayando una escritura que reactiva su vida verdadera: dando fe de su vida y vivificando su escritura, crea dialécticamente una vida otra cuya razón de ser escrituraria se manifiesta como documento tanto de lo real que vive –pero apenas conoce– cuanto de la realidad que desearía vivir de verdad o de mentira –aunque jamás de modo insincero–. En efecto: la exploración en la vida y la resolución que alcanza en su lenguaje se retroalimentan recíprocamente de tal modo en Ferrer Lerín que si su poesía «vida» queda puesta al descubierto como un lugar yermo y atestado de violencia, su poesía «lenguaje» se manifiesta como un tiempo en permanente estado de excepción ideológico, como un faro cuya belleza abdica de la cobardía de desear sólo ser dicha porque tampoco se quiere narcótico del sufrimiento.

El proceso productivo de Ferrer Lerín transita desde la visión borrosa de lo real poético, i. e.: desde lo vivido, hasta la cristalización de un logos escrito de la realidad, i. e.: hasta lo deseado. Operación azarosa e inconsciente pero objetiva y necesaria cuyos puntos de partida y de llegada son el mismo: el enigma perdido que una visión pura e irruptiva pretende materializar, el misterio al que un acerado cálculo intelectual persigue dar forma. En consecuencia, el primer momento de los dos que articulan la producción del poema leriniano es expresivo, ingenuo y adánico. De naturaleza intuitiva y fantástica, que venga movido por la potencia extrema de la pasión explica que lo estimulen reactivos involuntarios que mantienen en suspenso la conciencia del poeta, quien opera irruptivamente a partir de las visiones que le procuran sus sueños, su memoria involuntaria, su abandonarse a los efectos emocionales del cafard o del spleen, de ordinario afluentes de su infancia, o su primera adolescencia, de un tiempo perdido al que Ferrer Lerín regresa sin querer mediante un protocolo creativo, primitivo y puro, fundado en la contigüidad. Conjuntando espacios y tiempos distintos en un único plano, el simultaneísmo óptico de nuestro autor, de una velocidad apabullante, rara vez suele ser sucesivo por más que lo gobierne de ordinario un narrador omnisciente, un mirón a todas horas, un voyeur cosmopolita que no puede esconder su adicción al cine. Sí: joven turco donde los hubiere, la escopofilia de Ferrer Lerín responde a su vasta educación cinematográfica, atenta a las lecciones de los maestros del expresionismo alemán o del nouveau roman francés, cámaras distraídas de la narración correlativa y de la continuidad argumental en favor de una simultaneidad visionaria, calidoscópica, atestada de quebrantos, montada con la sintaxis instantánea propia del tráiler: ahí están, por ejemplo, los tres guiones cinematográficos de Papur (1980).

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