Por su parte, el segundo momento, de raigambre imaginativa, resultante de la contención íntima de la acción, opera a partir de una razón nunca externa al texto, que cobra forma gracias a las semejanzas, de acuerdo ahora a un protocolo constructivo de orden acústico: el que el propio texto se va dictando a sí mismo porque su ritmo es el de un internado. Música nunca impuesta por el significado de las visiones sino por el sentido que a la escritura le va asignando el proceso de su propio montaje, el imaginario acústico de Ferrer Lerín se revela continente formal, pleno y transparente que, si siente nostalgia de lo informe, de la materia visionaria a que remite, conforma una investigación arqueológica musical que no estimula la fantasía del poeta, sino que la calma, pese al carácter performativo que siempre termina alcanzando. De aquí que sus imágenes persigan su disolución, en pos de su origen, adonde sólo eran visiones en bruto de la vida. Forma musical, en consecuencia, que aun perpetuada aspira a la autoaniquilación por cuanto no es fruto de contenido previo alguno, porque es su sentido, desdibujado pero transparente, el que a sí mismo se enuncia. Tras el primer momento expresivo, irracional, creativo, imperativo y matérico, el segundo gramaticaliza los elementos inconscientes de la creación: lógica musical donde lo oral juega un papel determinante: música oral, canto humano que escucha la prosodia rítmica de sus propias imágenes, primitivas, dadas al juego, frívolas, exóticas, castizas incluso, pero siempre vigilantes de sí mismas. Así, interactuando creación y construcción, las visiones irracionales resultantes de la primera y las imágenes lógicas que conforman la segunda acaban empastándose en una lava óptica de calculado alcance musical, en una partitura visual que se escucha, en una banda sonora que se ve, cuyo significado es enigmático pero cuyo sentido es realista porque sus visiones sentidas y sus imágenes pensadas no hacen sino hallar consonancias rítmicas en sus disonancias ópticas. Si una visión automática trajo como consecuencia una imagen musical, la audición de la misma provocará como efecto colateral que la visión primera acabe revelándose hiperreal, esto es: superrealista. Torbellino escriturario sensorial, astigmático, el que está permanentemente construyéndonos el materialismo antirracionalista de Ferrer Lerín, quien, sencillamente, sin farragosos mecanicismos hermenéuticos, nos dejaría todo muy claro ante Jiménez Arribas: «Plasmo el sueño tal cual, en su forma original, que a menudo coincide con mi forma de escribir» (2005b).

 [3]
¡ah, el ácido cuerpo de mujer cómo mancha la ropa en el lugar preciso de la axila!
Saint-John Perse

 

Consciente de que el verso no es hoy en día el mejor continente para la poesía –al tanto del dictum bretoniano de que la poesía suele dejarse aprehender más fácilmente en formatos al margen de los acordados a metro–, el empeño de Ferrer Lerín se concreta no sólo desde el verso, sino también desde el versículo, el poema en prosa y la prosa en cualquiera de sus manifestaciones y usos. Poniendo en entredicho la naturaleza de los géneros, los viejos cánones de la preceptiva literaria, el corpus de Lerín se presenta como un compacto donde épica, lírica y drama se confunden: magma donde trovar ric y trovar clus se desbordan como lava: eyaculación retráctil, que no cogitus interruptus, si se me permite la licencia ahora que comento la galantería antisentimental de estas 30 niñas, púberes vírgenes ayer, hoy ya mujeres de cierta edad pero menor a la del autor, quien impúdicamente juega con el morboso fuego de su menorería, de su paidofilia algo proustiana, o mejor balthusiana, si bien siempre venial por la naturaleza retroactiva de sus historias. Aunque nos pongan delante de uno de los grandes ta­búes de nuestra sociedad tan mojigata como cutre, pornográfica presumida de verde, en ninguno de los treinta cuentos se abandona Ferrer Lerín a la lascivia, por más que lo turbe la inocencia de unos cuerpos lánguidos, angélicos, mitológicos, los de unas muñecas algo rotas, flores lujuriosas a las que nunca pudo ajar el paso inapelable del tiempo que han vivido. Micronovelones que empezaron a cobrar cuerpo material a partir del apunte que cada una de las treinta protagonistas del libro le confiaría a Ferrer Lerín, será el poeta quien formalice definitivamente cada episodio, en consecuencia, como ya se vio –la «Nota del autor» (2014c: 70) que cierra el volumen verifica lo que digo–, acordado a un proceso de producción donde son reconocibles dos momentos: el primero, ajeno a la intervención del yo empírico de Lerín y el segundo, exclusivamente fiscalizado por la razón textual que el entendimiento, la voluntad y la memoria de nuestro poeta administran. 30 niñas, por lo demás, ejemplos de la arrebatada velocidad compulsiva, del sarcástico humor negro y de la electricidad verbal de una obra cuyo afán de epatar articula relatos zigzagueantes, fragmentados y herméticos, con collages que cuestionan las convenciones narrativas, hasta lograr, en suma, un tono sentencioso y escalofriante, automático y disolvente: el propio de cortos que conforman un puzzle de significado aparentemente irresoluble, poblados de misterio, elipsis, inacabamientos y palimpsestos ópticos y acústicos paradójicamente movidos por su afán de originalidad, quiero decir: por su empeño de volver a un origen.

Cantos de frontera, a medio camino del relato gótico, fantástico, erótico o policial y del cuento de aventuras, infantil, naïf o de terror, el aparente adanismo del Ferrer Lerín de estas 30 niñas se condimenta con malentendidos, boutades, feísmos, bestias y escatologías, de tal suerte que un clima de guiñol atenúa la coquetería elitista que recorre todas las piezas del conjunto, un álbum no sólo porque incluya fotos de las mozas cuando eran mozuelillas, del tiempo en que se localizan sus aventuras y desventuras, un ayer que parece todavía, sino porque reúne buena parte de las proteicas obsesiones temáticas de nuestro autor: su anticlericalismo profano y un punto irreverente, su ecologismo fou, su humorismo macabro y grotesco, su debilidad por lo kitsch, su antirregionalismo cosmopolita, su gusto por la bilocación fantasmagórica y su hipersexualidad retráctil e impía, situadas muchas de ellas, por cierto, en los mundos agropecuarios de Jaén, tierra mansa y leal donde las haya, olivarera cautiva, paradigma de lo castizo primitivo arruinado por el mal gusto de lo globalizado peor, con una avifauna humana tan entrañable que parece sacada de una novela de caballerías dadá. Con todo, a salvo de la originalidad, la enfermedad infantil del artista ignorante, no se piense que la obra de Ferrer Lerín adolece de falta de claridad: es oscura por tratar de asuntos turbios, porque desciende a las cloacas de esta época con chanelas, manguchas y juláis a diestro y siniestro, agentes todos de la zafiedad que la preside, lacra que el placer aristocrático por disgustar –tan grato a Ferrer Lerín– no cesa de volcar en estos cuentos paródicos y valleinclanescos, quiero decir: con bastantes valencias de esperpento expresionista. Sea como fuere, estamos ante una propuesta estética seminal que nos anticipa con sutileza nada cómica, de caricato, infinidad de grotescas reflexiones morales. Especialmente acerca de la violencia, una de las constantes de buena parte de estas estampas lerinianas: una violencia larvada, aséptica, dominical, muy distinta, por supuesto, a la acostumbrada por quien nunca ha incurrido en el error de estetizarla, no, jamás, claro que no, pero que ya nos participara en su día, en un relato de 1964, integrista de lo apocalíptico, con esa dicción oral en primera persona que finge no haber sido aún escrita del todo, su confesión más tierna: «Busco el porqué de tantos actos estúpidos y sólo encuentro el sonido de una vara de mimbre» (1987: 18).

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