POR ORIOL ALONSO CANO
Ahora bien, cuando el pensamiento deja de ser fantasía, ideación u abstracción para convertirse en una realidad concreta y cruda, siempre habrá desconcierto en quien la padece. Jamás es algo querido, deseado, alcanzado a plena voluntad. Uno se ve atravesado por el acontecimiento que golpea las certezas que moldean su existencia, sea en la forma en que este se manifieste. Y poco se puede hacer al respecto más que vérselas con los fragmentos de lo que antes era la vida de uno mismo. Es todo un acontecimiento, tal y como lo definieron desde la filosofía Heidegger, Derrida o Lévinas, entre otros, o Hölderlin y Celan, por ejemplo, desde la poesía. Asimismo, esa ruptura, más allá de ser individual, también puede darse de forma global, grupal o comunitaria. Y eso es, en cierto modo, lo que acontece en el momento en que la sociedad se ve abordada por algo que desconoce, se manifieste en forma de enfermedad, de pandemia vírica, conflicto bélico o de explosión económica. Cuando emerge esta ruptura, surge la crisis, ese agujero que nos señala el vacío de sentido y la pérdida de validez de lo que hasta ahora había imperado. Sin embargo, lejos de caer en el catastrofismo más paralizador, también hay que entender la crisis como el indicativo de lo que está por venir, de las oportunidades que se esconden acurrucadas en las infinitas posibilidades que se abren con el futuro.
El campo literario, obviamente, no ha sido ajeno a esta temática, o fenómeno mejor dicho, y, por ese motivo, intentar describir los mecanismos por los que se trunca la cadencia de lo real se convierte en un motivo de narración y reflexión valiente, interesante a la vez que complejo, tal y como puede observare en múltiples autores como Voltaire, de Nérval, von Kleist o Borges, por ejemplo. Grandes obras de la historia de la literatura buscan extraer los elementos, aporías, incongruencias, anomalías, que son capaces, en un momento dado, de pervertir el funcionamiento de lo que creíamos que era lo más sólido: la realidad. Y es en este punto donde debe situarse la tentativa de Rafael Argullol al emprender la escritura de su galardonada La razón del mal (Premio Nadal, 1993). Argullol, en ella, analiza cómo se vienen abajo gran parte de los esfuerzos humanos para edificar estructuras y mecanismos que alejen, en todo momento, la incertidumbre estructural y constitutiva en el ser humano. Y es que la angustia que genera lo desconocido, lo incontrolable, lo inesperado es tan grande que el ser humano, tal y como relata Argullol, no cesa de construir(se) creencias, instituciones, dinámicas, lógicas, estructuras… que buscan, en último término, consolidar lo que parece imposible de consolidarse: lo real. El problema estriba cuando consideramos que estas estructuras, que verdaderamente son creaciones humanas, se identifican plenamente con la dinámica intrínseca de la realidad, una realidad, sea la que esta sea, que ignora los afanes humanos para desentrañarla y ya no digamos para domesticarla. Por ello, ante el prurito humano de engatusarla y encofrarla en las fronteras de sus creaciones, la realidad siempre acaba rebelándose de una u otra manera, destruyendo una y otra vez la ambición humana de hacerla suya.
LA ANOMALÍA O CÓMO HACER TRIZAS LA COTIDIANIDAD
Y es ahí donde radica la grandeza de la obra de Argullol al intentar sonsacar los estremecimientos y las embestidas de lo real ante cualquier domesticación humana. La sociedad que plantea Argullol, como punto de inicio de su obra, está trazada por las coordenadas de la normalidad, se define por el ritmo de lo anodino, donde lo imprevisto y la anomalía son, a lo sumo, fenómenos ficcionales. Se trata de una comunidad marcada por la rutina, el bienestar y la falta de originalidad, movida por un tempo constante y previsible, en el que cada día parece ser una réplica perfecta y estremecedora del anterior. Conjunto social que, más que agrupación humana, es un vínculo entre autómatas, entre sujetos que conviven entre sí careciendo de conciencia y auténtica empatía. Una sociedad, por otra parte, destinada simplemente al goce, erigida en verdadero amo, desligada, por ello, de cualquier contacto íntimo y veraz con la naturaleza tanto de los hechos como de las cosas. En definitiva, Argullol describe una sociedad funcionalista, nada organicista, que vive en el mejor de los mundos posibles, en una perfecta armonía más o menos preestablecida, y, por si no fuese poco, con el penoso pensamiento a cuestas de que tiene una libertad incuestionable e irrenunciable. Pero esa perfección, obviamente, es una fantasmagoría, un trampantojo construido para alejar inquietudes, desasosiegos, malestares, angustias, miedos que son ancestrales en cualquier grupo social. El simulacro de mundo ideal, como bien crítica, por ejemplo, Voltaire en su Cándido y que Argullol recoge a la perfección en la obra, se viene abajo en el momento en que escuchamos atentamente los latidos del mundo y percibimos que éstos no corresponden a nuestras creaciones e imposiciones respecto al mismo.
Como afirma Argullol:
Por eso cuando hizo acto de presencia un mundo que distaba de ser el mejor de los mundos posibles, la ciudad lo recibió como si, inopinadamente, hubiera sufrido un mazazo demoledor. Descargado el golpe, lo que sucedió después predispuso al advenimiento de un singular universo en el que se mezclaron el simulacro, el misterio y la mentira. En consecuencia, se rompieron los vínculos con la verdad y, lamentablemente, el dios centinela de ciudades, el único en condiciones de poseerlos todavía, nunca ha revelado su secreto.[1]
La placidez se rompe, la burbuja explota cuando la anomalía se encarna. En concreto, lo hace en forma de enfermedad. Una pandemia desconocida empieza a golpear las arterias de la ciudad de una manera velada, silenciosamente, en primera instancia, pero insidiosa. Será gracias a David Aldrey, psiquiatra del Hospital General de la ciudad y amigo del protagonista de la obra, Víctor Ribera, quien, en una de sus comidas semanales con su amigo-cómplice, comunicará las primeras manifestaciones de la anomalía, informando del incremento de ingresados en su hospital debido a razones que parecen ser de carácter psicológico aunque, sorpresivamente, no acaben de encajar en ningún cuadro diagnóstico. Sin embargo, pese a esa discrepancia etiológica, un síntoma se repite entre los enfermos: son sujetos embotados, ensimismados, como si estuviesen exentos de alma, de ánima, de pneuma en sentido clásico del concepto, es decir, seres carentes de aquel soplo vital que moviliza cada átomo de su organismo. Son individuos, además, que no presentan dolor ni sufrimiento. No hay nada somático que indique dolencia o enfermedad física; simplemente, lo que describe David a su confidente, es una introspección infinita, sin salida aparente, donde la vitalidad se ha esfumado irremediablemente del cuerpo de sus teóricos portadores. Como sucede con toda anomalía, al inicio hay incredulidad, incomprensión, ignorancia respecto a la naturaleza del fenómeno. Todo cuadro diagnóstico, como se comentó, tipo el que ofrecen el DSM o el CIE fracasan crudamente al ofrecer una respuesta al enigma.[2] Hay un vacío de saber que imposibilita ubicar el problema en un marco determinado y, por ello, abordarlo con unas mínimas garantías. Asimismo, si no hay sentido no hay, en consecuencia, dirección ni rumbo al que dirigirse para abordar el fenómeno. Además, como sucede con toda falta, con cualquier carencia, la ausencia de sentido incrementa la necesidad de buscar y encontrar uno lo más rápidamente posible, debido a la angustia que genera lo que acontece así como para no menoscabar la placidez social existente.
Y esa angustia crece de forma simétrica a como lo hace el número de casos. Es preocupante este factor sobre todo porque, en esta primera etapa de la epidemia, la aglomeración de casos hospitalarios oculta la verdadera tragedia que discurre en cada hogar. Este es un elemento desconcertante y aterrador que dificulta ponderar la auténtica magnitud del absurdo que se está iniciando en aquel territorio. Tal y como lo constata Aldrey, una de las cuestiones sorprendentes de la anomalía es la rapidez con la que se disemina a lo largo de la ciudad. El hospital se va llenando progresivamente con un número cada vez mayor, como si la enfermedad circulase sin ningún obstáculo por las calles y hogares de la ciudad. Es fundamental hacer referencia al concepto de circulación, en lugar del de infección, ya que, como se destacó con anterioridad, no hay evidencia de virus, gérmenes o bacterias insidiosas en el organismo de los convalecientes.
Y, evidentemente, en esta primera fase pandémica, el silencio es algo constitutivo al surgimiento y a la formación de la anomalía. Omertá político-sanitaria que se sella en la necesidad de no alarmar, de mantener en secreto ese ataque de la cotidianidad que se estaba produciendo a contrabando y resguardar, de esta manera, el bienestar de la ciudadanía. El hermetismo se estipula como imperativo, como obligación fundamental tanto de los poderes políticos como de los medios de comunicación para que la normalidad no se viese trastocada y los ciudadanos continuasen con su ritmo de productividad y goce. Podría aplicarse la célebre tesis séptima del Tractatus de Wittgenstein, en donde se afirma que de lo que no se puede hablar mejor guardar silencio, pero lo que sucede que aquí es algo bien distinto a lo estipulado por el pensador vienés ya que se está dando una la equivalencia perversa entre silencio y realidad: si no se habla es porque no existe. Evidentemente que en este asunto el poder mediático es cómplice de la desinformación. Este hecho, por ejemplo, se observa claramente en la política del diario El Progreso, principal noticiario de la ciudad, y, en particular, en la actitud encarnada por su director Salvador Blasi que decide no informar de las primeras escaramuzas de la epidemia:
Si El Progreso había dado la noticia de un hecho es que este hecho existía. De lo contrario no existía. Era una norma implacable frente a la que no cabían excepciones. Además, en este caso, la solidaridad ante lo inexistente era unánime. Ninguna emisora de radio o televisión, ningún otro periódico, habían otorgado certificado de realidad a algo que, simplemente, era irreal.[3]
Que no se hablase oficialmente de ello no significa que los rumores vinculados con lo que se estaba iniciando en los hospitales no circulase en el ámbito privado. Aunque se dijese con disimulo, a contraluz o en las sombras, la verdad circulaba por los circuitos secretos de los ciudadanos más curiosos. Y es que la verdad siempre circula en el secreto aunque se reprima oficialmente. Este hecho se muestra de forma patente cuando el cínico Arias, trabajador de El Progreso, desterrado a asuntos intrascendentes del mismo debido a su curiosidad desbordante y su capacidad de hurgar en las falacias de su director, notifica a Víctor las mismas confidencias que éste obtuvo de David.[4] Para Arias, «el que nadie diga nada demuestra la gravedad de todo esto».[5] La complicidad en el silencio indica que hay algo dislocado en la seguridad y placidez que se sigue manteniendo oficialmente, por un lado, y, por el otro, que las consecuencias de todo ello deberán medirse en breve. Además, cuanto más se censura u oculta un hecho, más deseo se despierta y suscita del mismo.