Y, tras la referencia a la supervivencia del destinatario —una supervivencia que yo entiendo que ocurre en la conciencia del poeta—, la voz invita a aquél a sentarse con él «entre las ruinas» en dos versículos, el segundo de los cuales dice: «Son nuestra única propiedad y yo comienzo a distinguir algunas semillas y láudano y ciertos coágulos obedientes al ejercicio de la luz».

Y se continúa hablando en presente, pero introduciendo hipótesis:

«Tú deducirías lacre y lo pondrías en mis ojos, o quizás limaduras de níquel y otras materias aborrecibles // ¿Que es el olvido? ¿Qué has encontrado tú en la reserva del olvido? / Todas las enseñanzas se extinguieron como carburo en el fondo de galerías inacabadas; // […] el río desciende aún y yo no siento ahora sino el olor del agua. / Tus hijos y mis hijas se sumergen en el río y los que no olvidamos no se acercan nunca porque serían recibidos y quizás entrasen en nuestros cuerpos y morirían.

[…]

Yo no tengo esperanza sino una pasión cuyo nombre tú no vas a decirme.

[…]

He cruzado mi infancia y países de morfina y largos bosques y grandes alas pasaron sobre mis ojos. / En los lugares que yo acudo al atardecer hay frutos muy espesos de los que hago recolección y mis dedos son abrasados por las luciérnagas pero yo hago recolección y me demoro en acudir a otros lugares, a las alcobas donde mi madre envejece más allá de mi vejez.

[…]

De la verdad no ha quedado más que una fetidez de notarios, / una liendre lasciva, láminas, orinales. / Y la liturgia de la traición.

[…]

Las hortensias extendidas en otro tiempo decoran la estancia más arriba de mi cuerpo, / ¿qué lugar es éste, que lugar es éste? ¿Cómo estás aún en mi corazón?».

 

Son, en total, aproximadamente cincuenta y un versículos los que integran este poema que gira alrededor de la lucha interior del poeta entre los afectos del pasado y la traición de que han sido objeto y donde se mezclan sin orden lógico los tiempos verbales para construir una larga deprecación con un lenguaje donde se funde el pasado con el presente, anulándose el tiempo, los espacios interiores con los exteriores: bosques, ríos, piedras, metales y frutos de la tierra que se mencionan de manera rotunda, sobria, sonora y fragmentada, peculiar del estilo gamonediano.

El tono general de este pasaje es onírico: extrañeza de la voz de quien se siente en un lugar perdido, extrañeza de la situación de las hortensias familiares que conectan el principio y el final del largo poema con un «recordatorio» intermedio que sirve de guía por él. Y extrañeza, al fin, en lo que podríamos llamar el tema, que son los sentimientos del poeta por seguir albergando en su corazón al tú con quien ha convivido en los lugares que está reviviendo: alguien muy próximo desde los días de la infancia de cuya traición ha sido víctima. Alguien «desaparecido», pero no de la vida psíquica del hablante, quien le impreca y acusa, aunque todavía lo ama.

Quien comienza la lectura lo hace a la vez inmerso y perdido en un tupido espacio que va tejiendo la voz poética, en un largo relato entrecortado (y cifrado) donde se va reconstruyendo la historia de alternativas entre los recuerdos de amistad y de traición —en un parlamento donde sin duda se ha absorbido la lección de Proust en cuanto a la memoria sensorial involuntaria—; y se interna en una tierra de árboles que se inclinaban sobre los dos antiguos amigos «en tardes inmóviles mientras la policía escribía sus nombres», las aulagas de la senda por la que se llegaba a la casa de él, y el territorio del recuerdo. Y, en fin, un territorio habitado no sólo por insectos, sino también por liebres tenebrosas o lascivas, bramidos y excrementos de palomas, luciérnagas que abrasan los dedos, plantas venenosas como el acónito y el láudano que constituyen un clima sombrío y, sin embargo, no hostil al poeta, quien se integra en él como parte de sus seres. Y donde, sin salir de su extrañeza inicial, se pregunta: «Y las palabras, fiebre bajo las tégulas, grumos retrocediendo, hieles que enloquecían bajo el disfraz del sueño, / ¿qué son, qué hacen en mí cuando se ha extinguido la verdad?».

 

3
No es, evidentemente, el de Descripción de la mentira, un mundo simbólico que refiera a una realidad otra, pero su palabra sí es misteriosa y pronunciada por quien habla en enigmas, escuchando la voz de la tierra (y de su subconsciente o inconsciente) y sometiendo su inspirado lenguaje a un proceso de composición que entiendo semejante al de los cuadros cubistas surgidos de la rebeldía contra la civilización que había conducido a los desastres bélicos europeos a que me he referido al principio: una composición que se afirma en la fragmentación de los tiempos verbales, los adverbios de tiempo y de lugar, los lugares y los objetos a que se alude e incluso en los sentimientos y estados de ánimo que sobrevienen al poeta para, finalmente, organizar los fragmentos de ese destruido mundo en un procedimiento que puede tenerse por paralelo al del collage y sus desarrollos posteriores.

Una organización que, por otra parte, deja en el tejido huecos de significado, «desapariciones», a la manera en que Stéphane Mallarmé, a finales del siglo xix había hecho en su obra precursora de tantas vanguardias que Gamoneda conoce bien.

Se trata de procedimientos que, combinados con su búsqueda de sentido, confieren a su estilo un pathos particular, una oscuridad que conviene perfectamente a la naturaleza de lo expresado y que a mi entender sitúan su obra dentro de los desarrollos de la herencia simbolista en la España del siglo xx: una herencia que ha supuesto el rechazo complicado de la religiosidad secular y ha florecido en los frutos muy variados que el temperamento y las experiencias de sus independientes cultivadores exigían. Y que, en el caso de Gamoneda, no deja de tener un vínculo interesante con el agnosticismo trágico —y a la vez de aprendiz de brujo— del Mallarmé que Jean-Paul Sartre descubre en los estudios sobre este maestro del simbolismo publicados póstumamente donde, en la traducción de Juan Manuel Aragués, publicada en Mallarmé. La lucidez y su cara de sombra,[14] leemos:

«¿Y sobre qué fundar la exigencia poética? Mallarmé aún oía la voz de Dios, pero en ella discernía los vagos clamores de la naturaleza. De hecho, por la noche, alguien cuchicheaba en la habitación —es el viento—. ¿El viento o los antepasados? Pues lo cierto es que la prosa del mundo no inspira poemas, que el verso exige haber existido anteriormente: y que uno lo oye cantar en su interior antes de escribirlo. Lo cual no es más que una mistificación, ya que el verso nuevo, a punto de nacer, es en realidad un verso antiguo que quiere resucitar. Los poemas que pretenden subir así, del corazón a los labios, vienen en realidad de la memoria. ¿La inspiración? Reminiscencias, y nada más. Mallarmé vislumbra en el porvenir una imagen de sí mismo joven que le hace una señal; se acerca, era su padre. Sin duda el tiempo es una ilusión, el futuro no es más que el aspecto aberrante que toma el pasado a los ojos del hombre. Esta desesperación —que Mallarmé entonces llamaba su impotencia, pues se inclinaba a rechazar todas las fuentes de inspiración y todos los temas poéticos que no fueran el concepto abstracto y formal de la poesía—, le incita a postular toda una metafísica, es decir, una especie de materialismo analítico y vagamente spinozista. Sólo existe la materia, chapuceo eterno del ser […]. La impotencia del poeta simboliza la imposibilidad de ser hombre. No hay más que una tragedia, siempre la misma y que se resuelve enseguida, el tiempo de mostrar su derrota que fulgurantemente llega. Esta tragedia: “Arroja los dados” […]; el tiempo (medianoche) que creo reencuentra la materia, los bloques, los dados (Ígitur)».

 

Y continúa Sartre glosando a Mallarmé, y citándolo:

«El hombre: la ilusión volátil que revolotea por encima de los movimientos de la materia. Su impotencia es teológica: la muerte de Dios suponía para el poeta el deber de remplazarlo: fracasa, el hombre de Mallarmé, como el de Pascal, se expresa en términos de drama y no en términos de esencia: “Señor latente que no puede devenir” («Hamlet», en Crayonné au théâtre) se define por su imposibilidad: este juego insensato de escribir es arrogarse, en virtud de una duda…, cierto deber de recrearlo todo, con reminiscencias».

 

«Recrearlo todo con reminiscencias»: Antonio Gamoneda, que desde su juventud marxista y existencialista conocía la lección de Sartre, no parece entrar con su poesía en la tentación mallarmeana de substituir a Dios, pero sí se mide humilde y orgullosamente con él al entregarse al poder que encierra su memoria para suscitar la palabra que esconde los secretos de la tierra.

 

[1] «Una conversación con Antonio Gamoneda», VV. AA. Antonio Gamoneda, Calambur, Madrid, 1993, pp. 61-85.

[2] Op. cit., p. 63.

[3] Françoise Gilot y Carlton Lake, Vivre avec Picasso, Calmann-Lévy, París, 1965, pp. 248-249.

[4] Thomas Green, op. cit., pp. 88-90.

[5] Andréi Biely, «La magie des mots», recogido por S. Cassedy en Selected Essays of Andrey Bely, University of California Press, Oakland, 1985, pp. 93-94.

[6] Véase «Descripción de la mentira», en Esta luz. Poesía reunida (1947-2004). Epílogo de Miguel Casado, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2004, p. 217.

[7] Sobre la noción de profeta que aquí manejo —y que no es exclusivamente la de profeta bíblico— remito al libro de André Neher La esencia del profetismo (Sígueme, Salamanca, 1975), a cuya interesante «Introducción» pertenece el siguiente párrafo: «Del profetismo, tal como lo acabamos de definir, proviene toda una gama de actitudes extraordinariamente ricas. La historia las ha señalado variando los sistemas religiosos con los que se relacionan, escalonándose a través de las edades desde que las colectividades elaboraron conceptos uniformes, hasta la era de las sociedades modernas en que cada individuo se forja su propia dimensión espiritual. El profetismo recubre todo el amplio campo de las experiencias humanas que se extienden desde la magia hasta la mística. Esos dos límites que el sentido común opone entre sí, como la base y la cima, lo impuro y lo puro, el esbozo primitivo y la realización perfecta, ponen de relieve la diversidad de los elementos intermedios y también, gracias a un conocimiento más real de las actitudes extremas, pero de ningún modo exclusivas, el profundo parentesco que reina entre todos los profetismos. No aceptamos entonces la discriminación rigurosa entre la magia y la mística, ya que se dibuja cierta unidad entre las manifestaciones dispersas del profetismo. La tentación reside más bien en formular el análisis del profetismo en términos generales, válidos para todos los climas del pensamiento profético», op. cit., pp. 11-18.

[8] Esta luz, cit., pp. 83 y ss.

[9] Véase Tomás Sánchez Santiago, «Felicidad bajo manteles ásperos. La escritura vital de Antonio Gamoneda», en Sobrescritos, 3, Mercurio Editorial, Madrid, 2015.

[10] Véase Armando López Castro, Nueve meditaciones sobre Antonio Gamoneda, Devenir, Madrid, 2014, pp.129-160.

[11] López Castro, op. cit., pp. 149-150.

[12] Y utilizo la palabra «anábasis» no sólo en el sentido que ésta tiene desde la famosa obra de Jenofonte, sino también pensando en el adquirido en la moderna de Saint-John Perse que Gamoneda conocía bien, según él mismo ha informado.

[13] Esta luz, cit., pp. 195-200.

[14] La edición española ha sido publicada por Arena Libros (Madrid, 2008). Su título original es La lucidité et sa face d’ombre, Gallimard, 1996. El artículo titulado «Mallarmé», que incluye este libro, apareció por primera vez en la editorial Mazenod, en 1953. Las citas que siguen se encuentran entre las pp. 143-144 de la obra que citamos.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]