POR CRISTIAN CRUSAT
En la parcialmente renovada sociedad española de las décadas de 1980 y 1990, aquella que Gianni Vattimo propuso como ejemplo de sociedad posmoderna, los primeros libros de Ray Loriga (Madrid, 1967) constituyeron un fenómeno literario al que el autor madrileño supo sobreponerse gracias a su talento narrativo y a una audaz búsqueda de diferentes tonos y temas. Desde el principio, Loriga despertó el interés y la curiosidad de los lectores con unas novelas en las que predominaban un acentuado carácter autobiográfico (aparentemente) y una prosa inclinada a la sencillez y a las oraciones breves, sentenciosas, cercanas al apotegma cotidiano. Entre sus personajes, la impronta del rock and roll y de los mass media eran incuestionables. Su estilo conciso remitía a la prosa directa y nerviosa de Pío Baroja, Albert Camus, los minimalistas norteamericanos (y, no en menor medida, a la tradición picaresca española, esa genuina precursora de las road-movies). En ocasiones, la personalidad del autor pareció dominar sobre la de sus creaciones; pero esto no era así exactamente, a pesar de las simplificaciones en las que incurría el periodismo cultural: Loriga, en realidad, no estaba sino desplegando una serie de convincentes y muy verosímiles figuraciones del yo, uno de los recursos más extendidos de esta época (y que autores como Enrique Vila-Matas o Javier Marías han cultivado felizmente, como estudió, por lo demás interrelacionadamente en la obra de ambos escritores, José María Pozuelo Yvancos). La impasible ironía subyacente en muchos de los textos de Loriga se relacionaba a menudo con la desnortada displicencia de una nueva generación de jóvenes a los que, supuestamente, solo atañían las muertes de sus ídolos musicales (Kurt Cobain, Andrew Wood et al.) o la constante preocupación por mantener una pose de afectada desesperación. No obstante, Loriga consiguió sacudirse poco a poco las aleatorias etiquetas que el periodismo cultural le había asignado en sus comienzos. Para ello insistió, mejorándolos, en los mayores hallazgos de sus primeros libros: la fragmentación del discurso narrativo (Lo peor de todo), la emergencia de sugerentes e inesperados fogonazos líricos (Héroes) o la construcción de diálogos contundentes incorporados, a su vez, a una trama en la que se integraban con naturalidad diferentes procedimientos tomados del cine (Caídos del cielo), al tiempo que se representaban algunas de las más acuciantes obsesiones de la mitología contemporánea.
Tras el éxito de su primera novela, Lo peor de todo, donde la fragmentación discursiva se subordinaba a una estructura mínima pero solvente (articulada en torno a una reconocible, emotiva, juvenil, autoindulgente, desenfadada y franca primera persona, a veces incluso eficazmente hipersensible), Ray Loriga decidió levantar su siguiente libro sobre la sola fuerza de su estilo, aquel que le había valido tan pronto el favor de la crítica. Mediante un delgado hilo argumental, el narrador de Héroes encadena una retahíla de fragmentos en prosa donde se dan cita la rabia, la zozobra y la melancolía adolescentes, la dulce anestesia de un futuro que no llegará jamás y, sobre todo, un puñado de canciones de rock. Más que una novela, Héroes se alza como un artefacto narrativo en el que se suceden numerosas reflexiones sobre la cultura popular –desde Al Pacino a Jim Morrison–, juveniles evocaciones de experiencias amorosas, tímidas venganzas y ajustes de cuentas con los anteriores `yoes´ del narrador y un sinfín de nostálgicas rememoraciones de estribillos (sin ir más lejos, el título alude a uno de los discos de David Bowie). Así, la música rock actúa en el libro no solo como agente provocador de la mayoría de los brevísimos capítulos, sino como elemento estructural de primer orden, pues la prosa de Loriga aspira a lograr la contundente y sintética fuerza conmovedora de todos los hits generacionales. Algunos capítulos se acercaban a la forma del cuento literario; otros, al poema en prosa. Evidentemente, la apuesta tenía sus riesgos, en especial por lo que se refiere a la repetición de tics anteriores (sobreabundancia de símiles y de máximas concebidas para impresionar y epatar al lector) y a las limitaciones intrínsecas de cualquier desasosiego juvenil. Y no solo eso: Loriga cedió su imagen para la cubierta del libro, una fotografía en congruencia con el contenido del libro y las peripecias del narrador: cerveza en mano, el autor mira a la cámara con gesto desafiante y estética afectadamente desaliñada, a semejanza de tantas carátulas. Sin embargo, al margen de estas contingencias, la poética musical del rock favoreció un buen número de hallazgos y de fogonazos líricos, basados en la estudiada alusión de motivos y de referencias, especialmente del mundo de los video-clips y del cine norteamericano. Pero no únicamente; también cimentó el terreno narrativo en el que los lectores de Ray Loriga se reconocerían: escenarios a medio camino entre el cuento y la novela, rebosantes de ingenio, de brillantes diálogos y sentencias ciertamente memorables. Una nueva sensibilidad, en suma, así como una regeneradora y muy higiénica transformación de la cultura popular en narrativa, mediante la cual Loriga intervenía en el debate sobre las posibilidades y alcances formales de la novela de finales del siglo xx.
Su estilo conciso remitía a la prosa directa y nerviosa de Pío Baroja, Albert Camus, los minimalistas norteamericanos (y, no en menor medida, a la tradición picaresca española, esa genuina precursora
de las road-movies)
Tokyo ya no nos quiere: retrato de un mundo anestesiado
La original novela Tokyo ya no nos quiere, publicada a finales de la década de los 90, siete años después de su primera obra narrativa, mostró una modulación mucho más equilibrada. En sus páginas, los recursos de Loriga se combinaban adecuadamente en beneficio de una historia perturbadora y de indudable atractivo. Alternando distintas localizaciones y estados anímicos, Tokyo ya no nos quiere describe un mundo anestesiado sentimentalmente, una sociedad en la que la química puede borrar, “erosionar”, los recuerdos más íntimos. La sintaxis sincopada de Loriga, sus habituales destellos líricos, brillaban con especial intensidad durante la alucinada narración de las imágenes de un pasado que el protagonista intenta aniquilar.
Vale la pena aprovechar esta oportunidad para recordar aquella novela en muchos aspectos deslumbrante. A su manera, Tokyo ya no nos quiere parecía dar carpetazo a una de las centurias más agitadas de la Historia mediante un desgarrador escenario social en el que el olvido discriminado y selectivo es posible. Las peripecias narradas en esta novela, catalogada a menudo como obra de ciencia-ficción, son consecuencia de un mundo cuya Historia se ha acelerado e instrumentalizado progresivamente. Mientras el protagonista de Tokyo ya no nos quiere circula de forma confusa pero vertiginosamente por un sinnúmero de no-lugares contemporáneos y de espacios áridos y desalmados –aeropuertos, cafeterías de moteles, aparcamientos, establecimientos de comida rápida y love hotels asiáticos–, el estilo sincopado, brusco y fulgurante de Loriga se adapta a los vaivenes sentimentales que acontecen en el interior de sus personajes: muchos de ellos recurren a un producto químico capaz de borrar aquello que nuestra memoria hace tiempo que no soporta. Antiguos amores, episodios traumáticos, accidentes, desapariciones, todo es susceptible de ser aniquilado de nuestro recuerdo. Uno de los agentes encargados de vender esta innovadora droga es el narrador de Tokyo ya no nos quiere, un dealer perturbado por la pérdida de su gran amor, razón que le lleva a consumir el producto con el que comercializa y, en consecuencia, a adentrarse en un perpetuo presente y una alucinada huida hacia delante. El sida ha desaparecido de este mundo flotante y fugaz, y el sexo es una mercancía más. Los encuentros sexuales son narrados como pequeñas e insignificantes transacciones, breves fogonazos de una vida instantánea, levantada únicamente sobre la pulsión. El tiempo en que los hombres confiaban en la imaginación y la memoria, en la imaginación de los dolores de los que se habían librado, ha concluido. No obstante, uno de los capítulos más emotivos de la novela es `Los días de la experiencia Peinfeld´, donde se narra la rememoración de los días pasados con `ella´ (la amada ausente), poética y sensualmente, desde un hospital berlinés. Romántica y desolada, Tokyo ya no nos quiere advierte de los peligros de una cultura, la nuestra, indiferente a la eternidad, a lo durable, pero también a la esencial –y a menudo hermosa– vulnerabilidad humana.