Tras publicar en el año 2000 Trífero, una novela protagonizada por un buscavidas que huye de su propio destino y logra introducirse en círculos dudosamente científicos (de nuevo la impronta picaresca), Loriga publicó un nuevo libro en el que se condensaban sus mejores virtudes: El hombre que inventó Manhattan. Gracias a una estructura flexible, que entrecruza el cuento y la novela, Loriga narra una serie de episodios aislados que, sin embargo, mantienen una vinculación simbólica: Nueva York, la incansable y turbulenta capital de nuestro tiempo, la ciudad habitada por sucesivas oleadas de inmigrantes (los puntos de vista que adopta precisamente su autor: los de tantos forasteros que toman conciencia de las extrañas similitudes entre esta ciudad y un perpetuo escenario teatral). El hombre que inventó Manhattan es un compendio de vidas cruzadas y elipsis maestras, amén de la consolidación de un estilo único en la narrativa en español que, en algunos aspectos, convergía con propuestas como las de Enrique Vila-Matas o Rodrigo Fresán. Por lo demás, este libro permitía impugnar cabalmente un buen número de tópicos sobre la narrativa dizque de rocanrollo de Loriga: en un inteligente ejercicio de comparaciones entre los libros Cuando fui mortal de Javier Marías y El hombre que inventó Manhattan, Eloy Fernández Porta puso al descubierto en Afterpop (2007) la enmarañada red de malentendidos sobre la que se yerguen etiquetas como la de `autor pop´ (que, desde un punto de vista poco informado y simplificador, acompañó durante mucho tiempo a Loriga) y, en definitiva, de las torpes inercias que determinan el funcionamiento del sistema cultural. 

Durante todos esos años, Ray Loriga mantuvo una continua y natural vinculación con el cine. Por un lado, escribía guiones para varios directores (Carlos Saura, Pedro Almodóvar, Daniel Calparsoro). Por otro, dirigía sus propias películas, para las cuales también se hizo cargo del guion (La pistola de mi hermano; Teresa, el cuerpo de Cristo). Tras haber residido durante casi un lustro en Nueva York, Loriga volvió a España y publicó Días aún más extraños en 2007, una recopilación de textos periodísticos cuyo título aludía a una publicación anterior, Días extraños (1994), época en la que Loriga colaboraba con medios y revistas como la legendaria El canto de la tripulación, impulsada por el fotógrafo Alberto García-Alix. 

Hasta aquí, digamos, la primera mitad del partido.

Tras este periodo, Ray Loriga volvió a publicar en 2008 otra novela, Ya sólo habla de amor, que inaugura un tono más meditativo y un nuevo ángulo desde el que contemplar las peripecias sentimentales de sus personajes. Esto no hizo sino ratificar una persistente tendencia en la trayectoria de Ray Loriga que cabe denominar `exploratoria´: de personas en conflicto con su propia identidad, de escenarios narrativos, de imágenes bruscas y máximas perspicaces. Esta tendencia, sumada a un singular instinto para captar las insospechadas transformaciones de la mitología contemporánea, ha convertido a Loriga en un autor de obligada referencia en la literatura española de finales del siglo xx y comienzos del xxi. La sucesión de nuevos títulos de este autor desde 2008 no se han acompañado del jaleo mediático de aquella primera época, pero han conformado, a la postre, un solvente conjunto y han propiciado el singular desenvolvimiento de un genuino talento literario muy atento a las matizaciones de su reconocible estilo y a las nuevas posibilidades que le ofrece su propio arsenal de temas y motivos. Después de haber publicado títulos como Los oficiales y El destino de Cordelia (2009) o Sombrero y Mississippi (2010), Loriga publicó las novelas El bebedor de lágrimas (2011), Za Za, emperador de Ibiza (2014) –donde retoma la figura del dealer– y Rendición (2017) –cuya disección distópica la entronca con varios pasajes de Tokyo ya no nos quiere–, que fue galardonada con el Premio Alfaguara. Por último, con Sábado, domingo (2019), la narrativa de Loriga parece impulsarse desde la descarnada figuración juvenil de Lo peor de todo para, desde ella, sobrevolar las rizadas aguas de la memoria, la culpa y las decepciones de la vida adulta.

Una nueva sensibilidad, en suma, así como una regeneradora y muy higiénica transformación de la cultura popular en narrativa, mediante la cual Loriga intervenía en el debate sobre las posibilidades y alcances formales de la novela de finales del siglo xx

Sábado, domingo: diálogo entre dos grandes etapas

En realidad, Sábado, domingo representa una inmejorable síntesis del quehacer literario de Loriga, toda vez que su misma estructura parece entablar un significativo diálogo entre sus dos grandes etapas. Por un lado, el capítulo `Sábado´ narra las peripecias de su protagonista durante una noche de sábado del verano de 1988, adoptando la narración las inflexiones características de la distintiva voz juvenil del autor en Lo peor de todo: confluyen entonces un encantador desnortamiento, un sinfín de inseguridades afectivas y la electrizante agitación que emana de las primeras proyecciones sentimentales de todo joven. En resumidas cuentas, Federico –que así se llama el narrador– relata con gran viveza el vaivén de improvisaciones, encuentros fugaces y arbitrarios cambios de planes que caracterizan esas noches de verano de la primera juventud en la que una extraña amalgama de aburrimiento, osadía, empecinamiento sexual y acuerdos tácitos familiares (sobre todo en torno a los horarios de llegada y las compañías frecuentadas) propician una atmósfera especialmente proclive a la aventura y la irresponsabilidad. Para eso, la recuperación de esa voz sentimental, perpleja y especialmente sensible (no en vano sufre ataques epilépticos que lo “desconectan” aún más de la pesada realidad) resulta verosímil y muy adecuada para narrar un hecho algo turbio que Federico experimentará junto a su colega Chino y a una camarera de un Vips a la que conocen antes de acudir a una fiesta. Solamente la descripción que Loriga hace del tipo de relación que existe entre Chino y Federico (en lo esencial, esa puñado de dinámicas mediante las que uno, a cierta edad, más que tener amigos se dedica a coincidir con la misma gente durante una época repleta de sucesos significativos) ratifica el excepcional talento de este autor a la hora de dibujar personajes juveniles realmente transitivos y verdaderos.

Por otro lado, el capítulo `Domingo´ relata lo acontecido un domingo de otoño de 2013 en el que el mismo protagonista, Federico, instalado ya en las incomodidades de la vida adulta, se ve enfrentado de nuevo a los sucesos de aquella noche de 1988, ocultos desde entonces tras un enojoso velo de culpa postadolescente, indigestos rencores y confusos chispazos de conciencia producidos por la epilepsia y la narcolepsia. (Seguimos estando en Madrid, esa Madrid que en las novelas de Loriga despliega un encanto modesto, singular, único). Para llevar a cabo esta decepcionante epifanía adulta, Loriga echa mano del tono maduro que comenzó a impregnar sus ficciones desde Ya sólo habla de amor (2008): menos abrupto, más desencantado, pero también revitalizado con una ensimismada y muy contemporizadora levedad. Los desafíos y decepciones a los que aluden ambas facetas de la vida de Federico (1988 y 2013), sospecha el lector, no deben andar demasiado lejanos de cuantos el autor ha experimentado durante la articulación de su obra literaria. Cierra el libro una breve viñeta, `Hotel Tuxpan´, cuya sintaxis sincopada y una sucesión de extrañezas contemporáneas, estribillos musicales, imágenes yuxtapuestas por la percepción narcoléptica y rememoraciones sentimentales constituyen una suerte de brevísimo y celebratorio colofón del libro y la literatura (y, en general, de esos libros de la primera época de Loriga tan memorables como Tokio ya no nos quiere). El lector no puede sino contagiarse de este arranque de vitalidad y asumir que Loriga ha compendiado en esta novela las técnicas y procedimientos que lo han convertido en un escritor absolutamente dueño de su mundo literario, revisándolo, además, mientras ponía en fructífero diálogo sus dos grandes etapas de escritura. En muchos aspectos –por poner un ejemplo–, Sábado, domingo representaría para Loriga lo mismo que supuso Mac y su contratiempo para Enrique Vila-Matas: en resumidas cuentas, una extraordinaria e inteligente summa del arte narrativo de su autor.

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