POR FRANCISCA NOGUEROL
Je vis assis, tel qu’un ange aux mains d’un barbier,
ARTHUR RIMBAUD, «Oraison du soir»
HACIA LA SIBILA
Ana Blandiana pertenece a la estirpe de los poetas vates, esos que transmiten lo que les dicta algo que está más allá de sí mismos aunque, finalmente, solo puedan expresar las sombras de las fulguraciones. Así lo refleja ella misma cuando concibe la creación como acontecimiento (Blandiana, 2014), en la línea de lo comentado por Sophia de Mello (2003, p. 187) sobre su compatriota Fernando Pessoa: «Fernando Pessoa decía: “Me aconteció un poema”. Mi manera de escribir fundamental está muy próxima a este acontecer. El poema aparece hecho, como un dictamen que escucho y anoto».
Son numerosos los testimonios en los que la autora rumana confiesa que la poesía le viene «dada» por una entidad ajena (experiencia opuesta a la que desarrolla cuando controla conscientemente el pulso de la prosa). Como prueba de este hecho baste recordar su mediúmnica forma de recitar, con la que nos acerca al secreto y se muestra «siempre guiada / hacia algo que no entiendo del todo», destacando por primera vez la importancia de las huellas: «Solo siento que no es la primera vez / que descubro mis huellas sobre el camino. / ¿Las que dejé en el pasado / o bien son huellas ajenas? / Todo es sabido para mí / y nada depende de mí» (Blandiana, 2020, p. 369).
Haciendo gala de una voz susurrante y plena de matices, su entonación nos remite al transporte de una sibila, no en vano asumida como alter ego en el poema «Hojas de laurel»: «Por ti mastico estas hojas amargas de laurel / capaces / de hacer que el mundo gire / en el espacio y en el tiempo / y desaparezca. […] / Mastico y balbuceo / verbos ajenos, a punto de dar a luz / significados que fluyen como espuma sucia / de mis labios […]» (Blandiana, 2016, p. 169).
El ejercicio creativo se concibe, pues, cercano a la mística por aspirar a la trascendencia, y se encuentra definido por su intensidad y carencia de parámetros racionales. Siguiendo el dictado unamuniano de «pensar sintiendo y sentir pensando», la obra de Blandiana se descubre como una verdadera filosofía de vida que añora el equilibrio perdido por los seres humanos, a la manera de lo expresado en su momento por Rilke –con su extraordinaria aspiración a «Das Offene» («lo abierto»)– o, más cercanos en el tiempo, por aquellos poetas que, en el ámbito hispánico, añoraron desde diferentes estéticas pero con un mismo fervor de raíz romántica y simbolista alcanzar «la fijeza» –José Lezama Lima–, «lo numinoso» –Gonzalo Rojas–, los «claros del bosque» –María Zambrano– o la «magnitud cero» –Alberto Girri–. De este modo, la tarea del verdadero auctor –definido etimológicamente como quien aumenta la percepción del mundo expandiendo sus posibilidades de aprehensión tanto desde el punto de vista sensorial como intelectual– solo puede entenderse desde la tensión espiritual y el sacrificio.
Estas claves de escritura se muestran especialmente significativas tras la implosión del régimen comunista en su país, cuando Blandiana apuesta por un verso «más universal, austero y elegíaco» (Patea, 2020, p. 30), esencial desde los poemarios El sol más allá (2000) y El reflujo de los sentidos (2004). Así, ante la decepcionante deriva adoptada por los gobiernos de transición que siguieron al final de la dictadura, optó por replegarse en su creación, centrando su discurso en los múltiples prismas de la condición humana y dedicándose, definitivamente, a explorar las «huellas que no se ven».
«HUELLAS QUE NO SE VEN»
En efecto, el tema de las huellas resulta fundamental en la poética que analizamos. En un artículo anterior dedicado a Proyectos de pasado (1982) indiqué cómo los protagonistas de los diferentes relatos emprenden indefectiblemente un viaje aparentemente banal pero, a todas luces, iniciático que les hará cambiar su concepción del mundo (Noguerol, 2011). Y esto lo lograrán gracias a la detección de diferentes huellas en objetos extraños o abandonados, indicios de una verdad que fue sepultada por la retórica oficial. Es el caso de los vagamente amenazadores huevos en la base de «Aves voladoras para el consumo», del paquete que contiene el disfraz en «El traje de ángel» o de los enseres del pasado que la protagonista de «En el campo» encuentra en casa de los abuelos, valiosos en su pequeñez y, por ello, asociados al vocablo honor frente a la insoportable realidad de la dictadura: «Carretes de madera cuyo hilo se había acabado hacía mucho, pero que seguían manteniendo la categoría y el honor que se les había dispensado; […] cajas de metal que recibían todos los honores debidos a su rango; […] billetes en desuso, válidos antes de las devaluaciones» (Blandiana, 2008, p. 91).
Este hecho, que asimismo se manifiesta en el libro de relatos Las cuatro estaciones (1977), resulta especialmente destacable en su creación poética. Así se aprecia, por ejemplo, en «Huellas», fundamental para esta reflexión desde su título: «Sigo unas huellas más grandes / Que las mías y raras, / Heladas en la nieve / En otro tiempo tierna y suave. / Camino en la misma dirección / Que lo desconocido, pero sin / Sospechar adónde se dirigió; / Me esfuerzo por seguirlo / Y parece un espasmo lúbrico / El repetido combate / Entre pregunta y nieve» (Blandiana, 2020, p. 139).
Esta inquisición se repite en poemas como «Unos cuantos puntos», que manifiesta la incapacidad expresiva del lenguaje recurriendo a la aposiopesis en el último verso: «Porque no entiendes qué se pregunta / solo entiendes la intensidad de la pregunta / a la que le faltan algunos puntos…» (Blandiana, 2016, p. 187). En cuanto al sintagma «huellas que no se ven», aparece en «La patria del desasosiego», texto seminal de Mi patria A4, sobre la tensión que provoca escribir en los límites del folio en blanco (concebido como verdadera «patria» cuando la autora se desengaña del devenir político nacional). En esta situación, frente a los lápices como «esqueletos animados […] / que se deslizan frenéticamente sobre el papel / sin dejar ninguna huella», la hablante formula una pregunta capital en la poética que comentamos: «[…] ¿Conseguiré alguna vez / descifrar las huellas que no se ven, / pero que sé que existen y esperan / que las pase a limpio / en mi patria A4?» (Blandiana, 2014, p. 175).
Nos encontramos, pues, ante una concepción del lenguaje claramente platónica para la que los términos corrompieron, con el paso del tiempo, su primera y prístina significación. La misma Blandiana lo destaca en «La tela» –«Esta es mi derrota: yo misma soy una palabra / cuyo sentido no recuerdo» (Blandiana, 2007, p. 84)–, subrayando cómo la suya será una búsqueda de reconocimiento en un mundo verborrágico y logorreico, en el que se habla y se escribe demasiado. Frente a los rema argon –«sonidos veloces sin trascendencia» en la Grecia clásica–, definidos en Ojo de grillo (1981) como «palabras sin sombra que han vendido su alma» («La caza») y en El reloj sin horas (2016) como «letras brillantes» («Blanco sobre blanco»; Blandiana, 2020, p. 325)–, se revela la impotencia de expresar lo que importa. Así se advierte en «Los significados» (Blandiana, 2016, p. 237) y se repite en «Sobre la superficie del universo», donde, ante la imposibilidad de contar, quedan «solo los dedos perdidos / sobre la áspera superficie / del universo» (Blandiana, 2014, p. 111).
El desasosiego que provoca esta situación se vuelve ansiedad en El reloj sin horas. De ello dan buena cuenta «Pausas de la escritura» (Blandiana, 2020, p. 333), «Residuos» (Blandiana, 2020, p. 405) o el extraordinario «En la terraza de una cafetería», donde la hablante sueña con superar la contingencia de un suceso que acaba de vivir para aprehender, finalmente, «no el episodio en sí, / sino la estela de perfume / que deja atrás, / como una aglomeración de sentidos / a los que nunca alcanzan las palabras» (Blandiana, 2020, p. 345).[1] A esta misma línea de pensamiento se adscribe la conferencia «La poesía, entre el silencio y el pecado» (1999), pronunciada en la Cátedra Eugenio Montale y verdadera profesión de fe de la autora, en la que esta señala que la verdadera poesía, sugestiva y no afirmativa, visionaria y no experiencial, se halla inscrita en el hiato entre los vocablos, silencio ajeno al «pecado» encarnado por las palabras (Blandiana, 2014, p. 114).[2]
En esta situación, se entiende la importancia que adquieren el verso breve y el término simple en su obra, hecho que ha llevado a Joaquín María Aguirre (2008) a calificar su poética como «de la humildad».[3] De ahí su rechazo a los escritores experimentales y a los inventores de continuos neologismos, quienes olvidaron que, etimológicamente, ser original significa venir de un origen común a toda la humanidad y no buscar la sorpresa con hueros fuegos artificiales.[4] Como refleja en «Sin saber»: «Evidentemente no me parezco / a ninguno de esos hilanderos de palabras / que se hacen los trajes y las carreras de ganchillo […] / “¡Qué bien vestida vas!”, me dicen. / “¡Qué bien te queda el poema!”, / sin saber / que los poemas no son mis vestidos, / sino el esqueleto / extraído con dolor / y colocado encima de la carne como un caparazón […]» (Blandiana, 2007, p. 148).
En la búsqueda de una expresión sincera, la tensión de opuestos se presenta como única forma plausible de escritura. Así se observa, por ejemplo, en Mi patria A4, que plantea la paradoja de vivir entre naturaleza benigna y alienante civilización; entre la dolorosa ignorancia ante las preguntas esenciales y el reconocimiento gozoso de nuestra realidad gracias a la memoria de un pasado ancestral; entre la degradación de los positivos valores antiguos, asociados al mundo grecolatino, y la reintegración a los mismos cuando se abandona el estéril materialismo.[5]