POR TONI MONTESINOS
«Ahora me doy cuenta de que este es el viaje más peligroso que jamás haya emprendido un ser humano de manera voluntaria», dice Martin Johnson en su fabuloso libro Por los mares del sur con Jack London, testimonio impactante de una travesía colosal, de un proyecto ambicioso que concibió el famoso ya por entonces Jack London. Hablamos de 1907, cuando el público conocía al autor californiano por sus novelas La llamada de la selva, El lobo de mar y Colmillo blanco, por sus colaboraciones periodísticas o su implicación social en favor del mundo obrero. De esto último saldría un libro de 1903 traducido hace pocas fechas al español, La gente del Abismo, en el que London describía su inmersión infernal en el East End de Londres, un lugar que mostraba unas condiciones abyectas para la población, que era explotada en sus empleos de manera atroz.
Esas calles de la capital británica son las que Charles Dickens retrató en sus artículos costumbrista, con los que se hizo famoso con poco más de veinte años, las calles donde Arthur Conan Doyle puso a caminar a Sherlock Holmes, aunando ciudad y misterio, las calles que miraba la Mrs. Dalloway de Virginia Woolf. Ésta, en un texto de 1931, habla de cómo «la calle es un criadero, una dinamo de sensaciones. Del pavimento parecen brotar horrendas tragedias». Pero tal vez no haya habido artista que mejor haya captado tal tragedia que aquel que tuvo el coraje de disfrazarse de hombre mísero y adentrarse en esa parte del este de la ciudad que había sido donde Jack el Destripador había arrancado la vida a cinco prostitutas en 1888 y que, hoy en día, es una de las áreas bohemias predominantes donde lo vintage y lo cool atraen al joven y al artista.
Estamos ante un libro, como dice en el prólogo el escritor y documentalista Ian Sinclair, que «es intencionadamente sensacionalista: los horrores reglamentados del asilo para pobres, la mala salud, la explotación, el hacinamiento, la enfermedad, la muerte prematura. Todo esto exacerbado por los efluvios del alcohol». London va a Londres en 1902, como hará George Orwell, otro escritor comprometido en el plano político, treinta años después con un propósito similar pero con mucha menos enjundia, como se refleja en Sin blanca en París y Londres, relato de marcado acento autobiográfico sobre su absoluta falta de dinero y las amistades que va haciendo al compartir pobreza, hambre y desesperada necesidad de encontrar un empleo en los barrios bajos de ambas capitales.
No en vano, Sinclair habla del libro en clave preorwelliana y, en este sentido, lo emparenta a la ciencia ficción, calificando de «morlocks» a las pobres gentes que malviven en condiciones infrahumanas, relacionándolos así con los monstruosos personajes que vivían en el subsuelo en La máquina del tiempo de H. G. Wells. Y ciertamente, esas criaturas de destino aciago con las que se va encontrando London en lo que da en llamar el Abismo sólo le van a proporcionar una imagen de podredumbre extrema, pues como dice al comienzo, «en ninguna parte de Londres puede uno escaparse de la visión de la pobreza abyecta, puesto que allí donde uno se encuentre siempre hay un barrio marginal a menos de cinco minutos andando». Él se adentrará en el East End tras comprarse unos cuantos harapos y hacerse pasar por un marinero desempleado, lo que le facilitará «ver, por vez primera, a la clase baja inglesa cara a cara, y conocer cómo era en realidad».
Esa realidad no podrá ser más dura. En sus crónicas, de pulso narrativo sobresaliente y con un sinfín de personajes cercanos y espontáneos, cita con tino a Aldous Huxley, otro icono literario de la ciencia ficción, mediante esta frase rotunda: «Os aseguro que no encontré nada peor, nada más degradante y desesperado, nada que resulte, ni de lejos, tan intolerablemente triste y deprimente como la vida que dejé atrás en el East End de Londres». En su alarde de valentía y atrevimiento, a London no le importa dónde va a dormir y las condiciones insalubres a las que hará frente allá por donde vaya: conoce a un joven borracho —«un despojo humano prematuro»— que casualmente le ofrece una habitación donde pasar la noche, y comprueba enseguida que «los niños crecen y se convierten en adultos corrompidos, sin vigor ni resistencia», por culpa de «los gérmenes de enfermedades que pululan en el aire del East End».
«Descenso», «infierno», «margen», «ineficacia», «gueto», «precariedad de la vida», «suicidio», «lamento del hambre» son algunas de las palabas empleadas para titular la serie de impactantes veintisiete prosas que componen La gente del Abismo. En suma, el barrio «es literalmente una gigantesca máquina de matar» repleta de mujeres que se desloman haciendo paños u hombres que se dejan la piel en los talleres a cambio de un auténtico sueldo de miseria; de personajes dickensianos trabajando doce, trece, catorce horas al día, en jornadas que empiezan en la madrugada, para subsistir sin una mínima dignidad hasta que son engullidos, mediante la inanición, el frío o la tisis, por el último de los abismos.
Así las cosas, he aquí la premisa constante en la vida de London: enfrentarse a las situaciones directamente para conocerlas sin filtros, sin miedos ni limitaciones. Algo que llevó al extremo en ese viaje arriesgadísimo por el Pacífico y el Índico al que hacía referencia al principio y que tuvo una preparación, un desarrollo y un desenlace propios de la mejor de sus obras de aventuras. Una idea compleja que quiso publicitar en los medios, de modo que el revuelo expectante que se formó alrededor fue extraordinario. Lo cuenta con admirable precisión y amenidad el mismo Martin Johnson, que también había pisado las calles del East End en el pasado, aunque en circunstancias muy diferentes.
Johnson tenía el ansia de aventuras en las venas. Empieza Por los mares del sur con Jack London diciendo que estaba deseoso de encontrarlas y que, a sus veinte años, aún no lo había conseguido. Y eso que en la adolescencia se había escapado dos veces de casa, primero con la intención de trabajar en un circo, y la segunda embarcándose en un mercante hacia Europa con apenas cuatro dólares en el bolsillo y que le llevaría justamente a vivir de manera pordiosera en el East End. Más adelante, viviría mil aventuras más como fotógrafo en el África negra junto a su mujer Osa, pero antes vendría la expedición de Jack London, al que se unió ofreciéndose como cocinero… sin tener ni idea de cocinar. Pero la magia de las almas afines sucedió, y London lo eligió entre innumerables candidatos —entre ellos chefs reputados e innumerables curiosos que querían sumarse, incluso pagando, al velero que fue bautizado como Snark, un personaje de Lewis Carroll— y convirtió al muchacho venido de Kansas a Oakland en un marinero más que tuvo que luchar contra todo tipo de adversidades, las cuales empezaron mucho antes de dejar tierra y pusieron en peligro la vida de los tripulantes de continuo a medida que se dirigían hacia el sur.
Dos años surcando mares
De un presupuesto inicial de siete mil dólares se acabó llegando a treinta mil. London no escatimó un centavo, y encargó la construcción de una nave, bastante pequeña (cuarenta y cuatro pies de eslora), cuyos materiales eran de la mejor calidad pero que zarpó con meses de retraso. Al fin, el Snark levó anclas el 23 de abril de 1907, pero enseguida los mareos y los desperfectos hicieron de la travesía toda una pesadilla para London y su mujer, la intrépida Charmian, el atleta recién salido de la Universidad de Stanford Herbert Stolz, el capitán Roscoe Eames (tío de la señora London), el grumete japonés Paul H. Tochigi y un Johnson que alimentaba a sus compañeros cuando tenían el estómago liberado de náuseas —«En realidad, aquel que no ha experimentado la agonía del mareo jamás alcanzará a comprender a quien tanto la padece»— y colaboraba en la limpieza y vigilancia como uno más en mitad de tempestades escalofriantes.
A London no le quedaba demasiado tiempo de vida: moriría en 1916 en su rancho de California, pero los dos años que surcó los mares hasta Australia justificaron por completo lo que escribió cuando estaba soñando con esta aventura: «La vida vivida es una vida de éxito, y el éxito es el aire que respiramos. Alcanzar una meta difícil supone adaptarse a un entorno hostil. Y cuanto más difícil sea la meta, mayor será el placer de alcanzarla». El autor de El lobo de mar —cuenta Johnson que London le dijo que lo que narró en la novela no fue ficticio, sino que lo vivió en carne propia— seguía escribiendo al día dos horas, encerrado en su camarote. Y su obra crecería sin cesar; del viaje surgiría El crucero del Snark (1911), y a más de cien años de su muerte ya es un clásico, como lo demuestra que la prestigiosa colección francesa de La Pléiade lo haya integrado en su serie con dos volúmenes acompañados de casi doscientas ilustraciones como gran homenaje.
De hecho, el autodidacta y depresivo John Griffith London (el nombre con el que nació) sigue deparando novedades, nuevas lecturas, una presencia que es tangible por los más de cincuenta títulos que dejó escritos y su fuerte compromiso social. Incluso se van traduciendo al español otras obras muy olvidadas suyas, como Antes de Adán —en la que su protagonista, de manera fantástica, oníricamente se remonta a sus ancestros homínidos—, pero también destacó sobremanera, por supuesto, en el género del cuento. De hecho, fue una de sus principales fuentes de ingresos en una época en que las revistas demandaban historias entretenidas que ofrecer a sus lectores.
También en el año 2016 ya habíamos tenido la oportunidad de visitar parte de su narrativa corta mediante Once cuentos de Klondike, una antología que reunía relatos inspirados en las experiencias de casi un año en el territorio del río Klondike, en el que London convertía en personajes ficticios a los lugareños de esa región canadiense tan cercana a Alaska, a buscadores de oro, cazadores, comerciantes de pieles, jugadores, hampones y asesinos. Había ido allí en 1898 con su cuñado, que estaba movido por la fiebre del oro, y las temperaturas y los peligros de la naturaleza, además del hecho de contraer escorbuto, le habían supuesto una manera de sufrir en carne propia lo que era estar al borde de la muerte. El impacto de lo vivido acabaría cuajando en lo que estaba buscando, la «fórmula perfecta para escribir cuentos comerciales de calidad», como dice el prólogo del editor de Cuentos completos I (1893-1902). Todo aquello «había supuesto un filón de experiencias para contar a todo tipo de público con un estilo directo y accesible, técnica que había aprendido leyendo, sobre todo, a Rudyard Kipling. Los relatos de El hándicap de la vida, donde el premio Nobel británico narraba literariamente lo que le había sucedido cuando recorría la India en busca de reportajes para The Lahore Civil and Military Gazette, le enseñaron a conjugar la realidad con la ficción».