En Todas las almas estaban ya todos los elementos propios de la ambigüedad que desarrollaría y ampliaría después: un narrador de identidad dudosa, coincidente con el autor en unas ocasiones y distante en otras, una amalgama de hechos autobiográficos y ficticios, y una calculada e indeterminada propuesta que dejaba vacilante al lector. En este itinerario, Negra espalda del tiempo debería haber constituido una clave que explicase la obra precedente y anticipase la futura, pero las carencias de aquel libro se convirtieron en un lastre, y le hicieron desistir de escribir la segunda parte anunciada en este libro. Y quién sabe si no fueron estos errores los que le impulsaron a recuperar parte de aquel material y reciclarlo en Tu rostro mañana. En Negra espalda del tiempo se debían explicar las interrogantes de Todas las almas y anticipar las claves biográficas de su obra venidera, como vienen a demostrar la importancia de figuras como Juan Deza, en donde se adivina al autor, la presencia de su padre, Julián Marías, y de Peter Wheeler, reencarnación del difunto Rylands (Todas las almas), y al tiempo su «hermano», trasuntos ambos del Peter Russell, cuya biografía quedaba sugerida en esta novela y desvelada en la última.

Tu rostro mañana está sustentada por una voz narrativa en primera persona que, a manera de un soliloquio divagatorio, desgrana los asuntos que le obsesionan al narrador. La novela se inicia con un balbuceante comienzo, en el que se lee: «No debería uno contar nunca nada…», hasta la confesión final de Wheeler que contradice el inicio. El divagatorio relato de Deza demuestra que, a pesar de las dificultades, todo puede y debe ser contado («al menos una vez», como le dice Wheeler a Deza, citando a Rylands). Por más que sostenga que «la dificultad de contar» impide referir los hechos, lo que caracteriza a su narrador es que no claudica ni renuncia a dar su versión de lo sucedido. En teoría el narrador de Marías está preso de la incertidumbre y de la imposibilidad hermenéutica del lenguaje, pero su relato termina de facto desmontando este otro dogma de nuestro tiempo, cuando recuerde lo que Wheeler le advierte: «Nadie está dispuesto por tanto a saber con certeza nada, porque las certezas se han abolido, como si estuvieran apestadas. Y así nos va, y así va el mundo». En síntesis, Tu rostro mañana resume, hasta ese momento, los retos, certezas y dudas del narrador de Marías.

Esta veta del filón narrativo de Marías parecería ya agotado, por demasiado explotado, de hecho, el mismo autor lo había reconocido después de publicar la tercera entrega de Tu rostro mañana. Sin embargo, el último eslabón de esta cadena, Berta Isla, es una agradable sorpresa para el lector, pues está llena de aciertos y de innovaciones en la construcción y en el argumento. Aunque el relato recoge y amplía asuntos y temas sobre el espionaje, ya tratados por Marías, demuestra que su lograda trama consigue dotarlos de nuevo significado. Los nuevos protagonistas, sin relación directa con los anteriores, son la española Berta Isla, que da nombre a la novela, y el hispano-británico Tomás Nevinson, su novio, primero, y después su marido. Tomás, Thomas o Tom, pues a los tres nombres responde, y a algunos alias más, encarna a la perfección la figura del espía y del fantasma, es decir, el que conoce el secreto de los otros y oculta el suyo y, en tanto que personaje fantasmal que aparece y desaparece, está ausente y presente, y controla los hilos de la historia sin dejarse ver. Por su parte, Berta Isla, la esposa, representa la figura del sacrificio y de la comprensión, que es capaz de aceptar los silencios, misterios y desapariciones del marido. En fin, parece haberse resignado a pasar la vida con un perturbado.

A pesar de la novedad, ambos protagonistas, y otros elementos de la narración, están adornados con abundantes atributos que provienen directamente de datos biográficos, gustos y juicios conocidos del autor y utilizados en otros relatos de la misma serie. Por ejemplo, rinde homenaje a un amigo, como ya hizo en novelas anteriores, en las que, primero, introdujo como personaje ficticio al profesor Francisco Rico, bajo la apariencia del profesor Del Diestro en Todas las almas, y después bajo su propio nombre en Negra espalda del tiempo y Tu rostro mañana. En Berta Isla, el homenaje ha recaído en el cineasta Agustín Gómez Yanes, amigo del autor, que tiene un papel secundario en la novela, convertido en banderillero con el nombre de Esteban Yanes. Hay abundantes motivos reiterados y paralelos presentes en el resto de novelas, que sería prolijo referir aquí. Cabe destacar, no obstante, que en Berta Isla reaparecen personajes, que estaban en Todas las almas, Negra espalda del tiempo o Tu rostro mañana, como son, por ejemplo, Eric Southworth, Tupra o Wheeler. Y, sobre todo, se retoma al mundo del espionaje de los servicios secretos británicos, del MI5 y MI6, en los que va a trabajar Tomás Nevinson, captado por los consejos de Wheeler y por los arteros engaños de Tupra.

 

II

Los narradores y protagonistas de las novelas de Marías se presentan como sujetos fragmentados, instados por dos fuerzas contrarias y, al tiempo, complementarias. De una parte, están movidos por una fuerza centrífuga, que los disuelve y los vuelve extraños para sí mismos, y para los suyos, desconocidos. De otra, una fuerza centrípeta, que trata de reunir los fragmentos de una identidad difusa y vacilante. El yo es, en realidad, un haz de «yos» que, consciente de su fragmentarismo y discontinuidad, pugna por atarlos con la memoria y organizarlos cronológicamente. Ya sea por (neo)narcisismo o por necesidad, el sujeto aspira a religarse. Es la posmoderna, una época que no cree en el hombre, que duda de la consistencia del sujeto, que descalifica o desacredita los poderes de la memoria y, sin embargo o por lo mismo, nunca antes el sujeto necesitó tanto un suplemento de realidad biográfica o de impostura. Por esto, no debe extrañarnos que en la obra de Marías se desarrolle un movimiento incesante, en el que la (dis)continuidad del yo se manifiesta afirmándose y negándose permanentemente. Los narradores y sus personajes fantasmales o espías son contradictorios a la fuerza, pues sugieren o expresan tanto su falta de identidad como la necesidad obsesiva de afirmarla. Es como si la debilidad del yo se fortaleciese en cada acción o sentencia verbal. Esta clase de personaje hace ostentación de su vulnerabilidad, de su soledad y de sus perturbaciones, y no contento con reconocerlas, las pone en escena. La negación del sujeto y su exhibición, con las limitaciones propias de la época, son en realidad intentos un tanto desesperados de afirmar el maltrecho yo.

Desde este punto de vista, los relatos de Marías constituyen un privilegiado observatorio en el que contemplar cómo se disgrega y cohesiona el sujeto en el devenir temporal. En el inicio de Todas las almas, el narrador trata de poner orden en su vida, persuadido de que el que escribe y recuerda los dos años pasados en Oxford, ya no es ni puede ser el que fue, a pesar del escaso tiempo trascurrido. Para ello se propone cerrar la herida que le produjo la «perturbación pasajera», borrando las huellas del yo trastornado del pasado en este más cuerdo del presente. Al afirmar la desconexión entre el yo presente y el yo pasado, parecería que se renuncia al conocimiento de sí, pero el desarrollo de la novela demostrará que no es así. Si la estancia en Oxford supuso «un extravío leve y pasajero», el relato de aquella «perturbación» sutura finalmente la fisura, y aunque lo justifique que lo hace para salvarlo del seguro olvido, sabemos que contándolo encontrará sosiego su perturbada mente: «…condenado a no ser nada en el conjunto de mi vida […] a disiparse y quedar olvidado […]. Por eso estoy haciendo ahora este esfuerzo de memoria y este esfuerzo de escritura, porque de otro modo sé que [el tiempo] acabaría borrándolo todo». Al final de la novela el narrador reconoce que ya no es el mismo que vivió aquellos dos años en Oxford, y su conciencia de haber estado perturbado, pero ya no estarlo, es la prueba irrefutable de que el sujeto es una suma de yos que se articulan más allá del tiempo, gracias a la memoria: «[…] ya no soy el mismo que estuvo dos años en la ciudad de Oxford, creo. Ya no estoy perturbado […] una de esas perturbaciones que todos tenemos de vez en cuando».

Similar desconexión y pérdida de identidad experimenta su continuador, Juan Deza de Tu rostro mañana, cuando le asalta por sorpresa un recuerdo de infancia: «Parece raro que se trate de la misma vida. Parece raro que yo sea él mismo, aquel niño con sus tres hermanos y este hombre aquí sentado en la penumbra», dice el narrador, al evocar este recuerdo, presente también en Todas las almas, cuando, niño aún, paseaba con sus hermanos por las calles del barrio madrileño de Chamberí. Esta misma paradoja articula también el pensamiento de P. Wheeler, cuando inquiere a Deza: «Mírame a mí: ¿soy yo el mismo de entonces? ¿Puedo ser yo, por ejemplo, el que estuvo casado con una chica muy joven que se quedó para siempre en eso y que no me ha acompañado un solo día en mi largo envejecimiento? ¿No resulta esa posibilidad incongruente con el que después he sido? […] ¿Y cómo puedo yo ser el mismo?» (Tu rostro mañana).

Como ya hiciera en Todas las almas, Marías concibe Tu rostro mañana como una respuesta o tour de force demostrativo que impugna las aserciones de las que el propio relato arranca en una suerte de argumentación contradictoria permanente. Del «no debería uno contar nunca nada…», que abre Tu rostro mañana, a un final que lo niega, cuando el narrador recoge de lo que le dijera Wheeler al contarle el secreto de su vida: «Porque todo a pesar de las dificultades debe ser contado al menos una vez». Lo prudente sería no contar, lo conveniente callar: «Calla, calla… Calla y entonces sálvate», que evoca el consejo que Clare Bayes le diera a su joven e inexperto amante: «Nos condenamos siempre por lo que decimos, no por lo que hacemos». Desde entonces, el narrador lo tiene muy claro. Lo mejor sería cerrar la boca y el oído: «No, yo no debería contar nunca nada, ni oír nunca nada […] pues las cosas no acaban de ocurrir hasta que se las nombra» (Tu rostro mañana).

No obstante, Juan Deza, que ha hecho suya la enseñanza de sus maestros, no deja de arrostrar el riesgo que conlleva contar determinados secretos y de enfrentarse a esta responsabilidad. Ha tomado conciencia de ese deber moral, que es el que le orienta, aunque no siempre sea el mejor ni más acertado de los caminos. Ha necesitado, por así decirlo, un discurso de casi mil seiscientas páginas para comprender que no basta con «pensar», sino que es preciso actuar, y salir de esa «moda» paralizante de la incertidumbre. Sin embargo, antes de que Deza deje de hablar, antes de que acabe su obsesivo relato, vuelve la «sombra», se proyecta sobre él, y parece vuelto al estado inicial del que parecía haber salido. Él, que había sentenciado: «He dicho adiós a mi antiguo yo… no soy lo que soy…», y lo había creído con la pistola y la espada en la mano. Sin embargo, va a comprobar pronto que su metamorfosis era pasajera, que su «mal asociativo» (así lo llama Javier Marías en su artículo «Cabezas llenas», Literatura y fantasma) y sus pasadas elucubraciones estaban de vuelta, pues, tras encontrarse de nuevo con Custardoy en la calle, Luisa le pregunta qué le pasa: «No, nada malo» —le contesta Deza—.

Por su parte, el personaje de Berta Isla, la protagonista y narradora de la novela homónima, representa la aceptación de la perturbación que supone vivir con un perturbado. O que ha hecho de la perturbación su profesión. Su marido, Tomás Nevinson, entiende que su vida es una continua e interminable perturbación. En tanto que espía ha hecho del fingimiento y de la impostura el fundamento de su personalidad y de su supervivencia. Obligado a encarnar varios y cambiantes personajes, debe vivir numerosas vidas que no son la suya hasta caer en la cuenta de que le resulta difícil saber cuál es su verdadera identidad:

[…] yo era otro por fuerza pero también era yo. En todos estos años he sido muchos, en eso ha consistido mi trabajo en parte […]. Pero si uno no mantiene alguna lealtad simbólica, está perdido del todo y se olvida de quién fue, de quien es verdaderamente. Ya se tambalea la identidad bastante, cuando uno finge largo tiempo y se acomoda a una identidad prestada.

 

Convivir con Tomás es para Berta compartir la vida con un extraño, al que no se le puede preguntar ni saber nada de él ni de los pasos en los que anda: «Qué poco he sabido de ti. No te conozco en tu media vida, quizá la que más valor tenga para ti». En tanto que personaje fantasmal, compartir o, mejor, no compartir la vida con Tomás exige de Berta estar preparada a que su marido tan pronto desaparezca como reaparezca, sin saber nunca a ciencia cierta si ocurrirá o no, ni cómo ni cuándo: «[…] su marido se había comportado como un fantasma, o como un Dr. Jeckill, con demasiadas dosis de sombra […]».

La indefinición e indeterminación que conlleva la relación con su marido hace de Berta un ser inquieto y vacilante, pues nunca sabe exactamente en qué trabaja. O mejor, que sospecha o teme que no trabaje en lo que le dice o no le dice. Le hace vivir en un estado de incertidumbre o de inseguridad continuas. La forma de relación que Tomás impone a Berta es motivo de quejas por parte de ella, a veces lo entiende como afrentas a su persona. El modo en que viven cuestiona los pilares de la relación sentimental y socaba la base de la correspondencia, la confianza y la seguridad, que, según Berta, deberían presidir la vida en pareja. En la relación del matrimonio pareciera que el disimulo y el ocultamiento propios del espionaje hubiera contagiado a la pareja, pues Berta teme continuamente el camuflaje y la perfidia de su marido. Finalmente, la desaparición de Tomás, en una misión sin determinar y sin plazo fijo, sume a Berta en la desesperanza durante una decena larga de años.

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