La bibliofilia y el amor a la lectura también se asomaron en La ciudad desplazada, y tal cosa se percibe en otras de sus obras de tinte reflexivo. Es el caso de Espectros, parpadeos y shazam! (2010), que contiene artículos de sus tres pasiones –las novelas, las películas y las historietas–, lo cual a su vez se percibió en El olor de los tebeos (2004). Ha escrito y dado conferencias al respecto, y se encargó de El cómic en la democracia española 1975-2005 (2005), catálogo de una exposición que se preparó desde el Instituto Cervantes. ¿Qué significan los tebeos en su vida?

Los tebeos fueron una pasión infantil absorbente, como las pasiones amorosas. Me enseñó a leer mi madre antes de cumplir los cuatro años y recuerdo mi ansiedad por poder entender las burbujas de las viñetas sin que nadie me las tuviera que explicar. A los cinco años leí mi primera novela, Genoveva de Brabante, y enseguida En la selva virgen, de Salgari, que me enganchó para siempre a la ficción literaria. Pero al mismo tiempo leía todos los tebeos, y de todas clases, de aventuras, de risa y de hadas, que caían en mis manos. Seguí muchas colecciones, de los de humor fui devoto del Pulgarcito, y entre los cuadernillos apaisados, de El Capitán Trueno –y sobre todo de sus villanos–, me cautivó hasta que cambiaron al dibujante, el gran Ambrós. Dejé de leer tebeos en la universidad por una vergüenza hipócrita, me parecía incongruente estar embebido en Sartre y al mismo tiempo en Flash Gordon. Regresé a las historietas, confieso con rubor, cuando aparecieron las primeras revistas no dirigidas a los niños: Totem, El Víbora, Cimoc… Yo las compraba todas. Y hasta hoy.

Mi generación llegó al poder, y aunque no lo conservó todo el tiempo, quedó instalada en el confort y ahí sigue

 

En efecto, al hilo de lo preguntado, en La mujer que vigila los Vermeer (2013), vimos un cuento llamado «La venganza del Capitán Trueno», y también la crónica autobiográfica «Mi vida en los cines». Aparte cabe citar su antología Viento de cine. El cine en la poesía española de expresión castellana. Una selección (2002). ¿Cómo ha sido su entrega a las películas y qué le interesa de este arte, que imaginamos que le empezó a atraer muy pronto? ¿Qué clase de cine actual le interesa y cómo cree que va a desarrollarse en su narratividad?

El cuento muy breve al que te refieres es una muestra de cariño al personaje de Víctor Mora y Ambrós, una más de las varias que le he dedicado, soy muy fiel a los ardores del pasado. En cuanto al cine, ocupó enseguida un lugar parecido a las novelas y los tebeos. No puedo recordar cuál fue mi primera película porque me llevaron a las salas en pañales, algo que se podía hacer entonces, especialmente en los cines de barrio que tanto echo de menos. Mi lealtad a los títulos de la infancia es asimismo total. Los grandes payasos, Laurel y Hardy, que casi me matan de risa en una sesión colegial. Sé de memoria Raíces profundas, que gana en capacidad de sugerencia cada vez que la veo en distintos momentos de mi vida. Te puedes imaginar que el cine clásico de Hollywood fue y es mi primer amor. Luego, ya de estudiante, el descubrimiento de Fellini y el cine italiano en general, Bergman, Truffaut. Ahora prefiero un cine que se aproxime a la narración clásica, gente como Tavernier, que está en la línea del cine francés realista, con Renoir a la cabeza; el cine social de los hermanos Dardenne o Ken Loach, parte del cine iraní; en fin, la enumeración sería infinita. Y Hollywood todavía, por supuesto, Spielberg, nuevos talentos como Linklater o Baumbach. Y por encima de todos, Woody Allen. También alimento muchas fobias contra directores celebrados por la crítica y sin duda de gran talento pero con los que no conecto. ¿El futuro? No lo sé. Espero morirme antes de que desaparezcan del todo las salas, veo pelis en la tele si no hay más remedio –durante el confinamiento, por ejemplo–, pero ir al cine es uno de los grandes placeres que me ha dado la vida.

 

En La mujer que vigila los Vermeer surgía ese escenario que ha conocido durante décadas como maestro de literatura. En el relato «No calls, no letters, no messages», hablaba sobre un viejo profesor hipócrita de idéntico nombre a un protagonista barojiano. Ese ambiente hay que completarlo con el otro relevante en su trayectoria, el hecho de haber trabajado para el Instituto Cervantes en Nueva York y París. ¿Cómo han marcado ambas experiencias su obra literaria y su involucración en el ambiente cultural de turno? Se puede captar gracias a libros de género híbrido como Pont de l’Alma. Cincuenta y tres octava. 10 Rillington Place (2007), más Una cita con Borges (2000), donde aparecen las ciudades citadas y Londres.

Ser profesor de literatura me ha servido para releer a los clásicos intentando ponerme en la piel de un adolescente. Hablo de la enseñanza media, fui profesor en dos universidades peruanas, pero he pasado muchos años en los institutos españoles. Detesto los programas de Lengua y Literatura de nuestro sistema. Aquí no se enseña Literatura sino Historia de la Literatura. Un chaval puede obtener sobresaliente sin entender una línea de Delibes o un verso de Cernuda, dependerá de la buena memoria con que haya empollado un manual. Yo prohibía en mis clases los libros de texto y que los chicos cogieran apuntes que repetirían como papagayos en los exámenes. Había que leer, entender lo que se leía, situarlo en un contexto social y, si era posible, disfrutarlo. Por eso nunca suspendí a un alumno. Si un estudiante padecía eso que el filósofo llamó ceguera de valores, no iba yo a impedirle que trabajara en un banco aunque no distinguiera la escuela salmantina de poesía de la sevillana. Lo que yo pretendía en mis clases era seducir a los estudiantes hacia la afición por la lectura, que no se obsesionaran con la nota, que no asociaran los poemas y las novelas con otra pesadilla del bachillerato sino con una posibilidad de diversión y gozo, e incluso de conocimiento. En cuanto a mi trabajo como gestor cultural, me dio oportunidad de conocer y tratar a muchos más escritores españoles e hispanoamericanos, lo que no siempre es motivo de gran satisfacción. Auden decía que admiraba a muchos autores del pasado pero con muy pocos se iría de copas; con los del presente ocurre lo mismo.

 

En 2016, la revista Turia le dedicó un cartapacio, todo un homenaje que se sumó al Premio de las Letras Aragonesas en 2007. ¿Siente que la literatura le ha devuelto algo de lo que usted le ha dado, aprecia este tipo de reconocimientos o, como puede desprenderse de su comportamiento discreto y modesto, les son ajenos? Lo decimos porque la traductora Maribel Cruzado, su esposa, en aquellas páginas hablaba de cómo usted jamás se aprovechó de sus puestos de responsabilidad para medrar en favor de sí mismo.

La literatura no me tiene que devolver nada, yo escribo porque me gusta y el hecho mismo de inventarse una historia y poder publicarla y encontrar algún lector me parece recompensa suficiente de un esfuerzo que, repito, es en sí mismo gratificante. Por supuesto, quién no fantasea con reconocimientos públicos mayores que los que recibe, pero hay que ser sensatos y, a partir de cierta experiencia, saber cómo funciona la industria del libro y atenerse a la realidad. Maribel escribió unas páginas muy lúcidas sobre mí, en especial cuando señala mis defectos. Pero es verdad, nunca he movido un dedo para promocionar mi obra –por orgullo, sospecho–, pero es que no vivo de las ventas de mis libros (estaríamos apañados), no tengo agente, y me siento muy libre, libre también para no angustiarme si las musas no están de mi parte y me bloqueo: no tengo prisa, ya acudirán si uno insiste.

 

En la novela La bella cubana (2014) volvían tantos elementos suyos –la transcripción del pensamiento del personaje, el sexo, la inseguridad, el recuerdo familiar, lo metaliterario– y resultaban conmovedores, como en la siguiente, El mirlo burlón (2019): la transcripción del pensamiento y las charlas de los personajes sin diálogos convencionales, la inseguridad profunda, el recuerdo familiar a partir de una temida y a la vez esperada reunión de viejos alumnos con un jesuita convertido en una autoridad mundial en teología. Es un libro del que ya sabíamos su desenlace incluso desde el comienzo, en cierto sentido, pero ese avance en el argumento aún hacía más interesante e intenso lo que iba a ocurrir. ¿Cómo se plantea la estructura y el tiempo narrativo? ¿Es un reto específico en el que le gusta experimentar a ver hacia dónde le puede conducir artísticamente?

Antes casi que en el argumento, pienso en la estructura de una novela; tengo una idea vaga de lo que quiero contar y necesito saber cómo voy a organizar lo que se me presenta como una confusión caótica, y quién la va a contar, qué punto de vista elijo. Solo en la última, El mirlo burlón, decidí apostar por la omnisciencia habitual en mis admirados novelistas decimonónicos (Galdós, Clarín, Dickens, los rusos, Zola, Flaubert, etcétera). En otras he optado por alguien que cuenta su historia a otra persona (Rubén a su padre en La bella cubana), como el Marlow de Conrad, o por carta (el escritor de Todas las mujeres a su editor), o diarios… La primera persona, sin coartada, ofrece ventajas, pero cuando la encuentro en otros colegas me pregunto por qué alguien que, a lo mejor, confiesa un crimen, decide narrar su experiencia. ¿Para quién? Lázaro de Tormes, el primero y uno de los mejores en usar el yo para el relato, lo justifica nada más empezar la novela. Eso es lo honrado.

 

En un libro cercano como Confesión general (2017) seguía en la línea de presentar personajes que se hacen continuos autorretratos, como en el cuento «Madurez», en que un hombre solitario ve cómo su declive físico impide la realización de sus vanidades. Surgía de nuevo el humor en «Dentista», con un hombre que escucha sin remedio las peripecias sexuales que le cuenta su odontóloga. En el caso de «Tiempo hostil», se reproduce el drama de un amor frustrado por culpa del ambiente represivo durante la dictadura. Y también lo fantástico, insertado en la realidad, o los efectos de la religión en su generación desde la época infantil… ¿Cómo se definiría a sí mismo?, ¿y su literatura? ¿Cuál será su siguiente paso creativo?

Yo, un neurótico común. Mi literatura, una mezcla de testimonio generacional y obsesiones personales. Acabo de poner el punto final a otra novela, no sé si será la última: Cenas de amigos. Y continuaré inventado cuentos, ahora mismo voy dando vueltas a cómo contar una historia de amores difíciles con mucho humor.

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