«Encontrar algún lector»Por Toni Montesinos
© Maribel Cruzado
José María Conget nació en 1948 en Zaragoza, donde se licenció en Letras, y reside en la actualidad en Sevilla, después de haber vivido en diversas ciudades americanas y europeas –Glasgow, Lima, Londres, Nueva York, París– por su labor como profesor de Literatura o responsable de actividades culturales del Instituto Cervantes. En Pre-Textos, donde ha publicado buena parte de su obra, acaba de aparecer su conjunto de cuentos Juegos de niñas. Hace cuarenta años debutó mediante una novela que luego daría pie a una trilogía, y vendrían también ensayos literarios y sobre cómics, o incluso algunos libros de difícil clasificación por su tono híbrido: muchas veces, historias corrosivas y sorprendentes, con un estilo tendente al humor y a la indagación psicológica, siempre en busca de destapar las mezquindades del ser humano; cuentos y novelas que conmueven tanto como entretienen y que van directos a las emociones del lector, urdiendo vidas de individuos que arrastran sinsabores en los que todos podemos reconocernos.
Va alternando la publicación de novelas y colecciones de cuentos. ¿Qué le exige cada género? ¿Cómo es el origen de la concepción de sus libros?, ¿responde a un mecanismo interior que haya observado en concreto?, ¿qué estímulos al cabo le conducen a la narrativa de largo o corto aliento?
Mi primer libro de cuentos surgió de un bloqueo. Había comenzado a redactar la novela que años después se tituló La bella cubana y, tras escribir los tres primeros capítulos, descubrí que no sabía cómo seguir, lo que no me había ocurrido nunca hasta entonces. En mis libros anteriores se incluían relatos cortos más o menos integrados en un contexto novelesco y, dada la situación, decidí concentrarme en la narración breve, exenta, por así decir. Una frase escuchada por azar en la calle, una mirada, un sueño, un recuerdo repentino daba lugar a una historia; yo había sido narrador oral con mis hermanos pequeños y con mis hijos cada noche, nunca les leí libros infantiles, me inventaba aventuras de personajes que se continuaban hasta que los oyentes dejaban de ser niños. Fue un buen aprendizaje. Las novelas responden a procesos distintos, más introspectivos, las voy alimentando en la cabeza durante meses hasta que tengo la necesidad de darles cuerpo en la escritura.
En el reciente Juegos de niñas se perciben los rasgos que le han acompañado a lo largo de su andadura literaria: el humor y el escepticismo, el desencanto y el desamor, la cultura popular y el cine clásico, además con un estilo muy característico, en busca de la interiorización del yo, y evitando las convenciones tipográficas en el texto. ¿Se siente identificado con una interpretación como esta?
Juegos de niñas incluye cuentos más amables, en general, que otras colecciones anteriores, salvo los tres dedicados al extraño oficio de escritor. Siempre he dicho que la mejor profesión del mundo es la del contador de historias; lo malo es que da lugar a personalidades quisquillosas, propensas a la inseguridad, los celos, por no usar la fea palabra envidia, y a vanidades infantiles. No hablo de los demás, en mayor o menor grado me incluyo en esas miserias. En cuanto a evitar las convenciones tipográficas del diálogo, por ejemplo (y no siempre), se debe al cansancio de lo que podríamos llamar el equivalente del plano/contraplano del cine; prefiero ver a mis personajes de frente, sin montaje.
Hay un trasfondo, siquiera referencial en casi todos sus libros, que remiten a su infancia y juventud en Zaragoza, en una sociedad gris, marcada por la falta de libertades y las imposiciones eclesiásticas. ¿Ha sido la gran losa que ha ido arrastrando y aún le mueve a veces la hora de escribir?
Zaragoza es una ciudad fetiche en mi obra; incluso cuando parece ausente, un zaragozano la descubre en alusiones sutiles o indirectas. Por otro lado, esa capital donde viví mi infancia y adolescencia, en un colegio oscurantista de curas (donde también estudió Buñuel, por cierto) y en una universidad a la que llamar mediocre es hacerle un favor, concentraba ejemplarmente toda la caspa moral, pudibundez ñoña y represión política del franquismo. También paseaban por sus calles los hermanos Labordeta, el joven Borau, alguna vez los Saura, pero por edad yo no tenía acceso a ellos.
Justamente, en la Trilogía de Zabala (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2010; prólogo de Ignacio Martínez de Pisón), que reunió las tres novelas protagonizadas por Miguel Zabala en los años 1981, 1984 y 1986 –Quadrupedumque, Comentarios (marginales) a la Guerra de las Galias y Gaudeamus–, pone como protagonista a un hombre de provincias viviendo en un cosmopolitismo continuo, o deseándolo a distancia. ¿Cómo fue la transición personal de ser profesor de instituto a trabajar en el Instituto Cervantes, lo cual también se convirtió en materia narrativa?
Son mis novelas más autobiográficas, aunque procuré distanciarme del Zabala que las protagoniza (en la segunda está divorciado, yo no; sus padres han muerto y los míos por suerte vivieron aún muchos años; no tiene hijos y mi hija Rebeca nació en Lima, donde trascurre Quadrupedumque). Zabala reúne bastante de lo peor de mí mismo: egocéntrico, con dificultades para comunicarse, más bien despiadado en sus juicios sobre el prójimo. Conget, creo, es mejor persona que el dichoso Zabala. Y cierto, tanto Maribel, mi mujer, como yo, deseábamos huir de España. A veces digo en broma que solo quería vivir en un país sin censura cinematográfica. Nos fuimos a Glasgow en condiciones de estrechez económica y no digamos cuando nos instalamos en Perú, con Maribel embarazada, para colmo. Lo del Cervantes surgió mucho después, producto de la casualidad, a través de amigos, pero ya las condiciones eran otras muy distintas, empezando por la seguridad de depender del Estado español y de un buen sueldo. Antes había solicitado trabajo en Ghana, Argelia y Singapur. Los dioses me hicieron el favor de que me rechazaran, bueno, miento, la universidad de Accra me aceptó pero yo ya estaba metido en la enseñanza media española.
Lo dicho ya apunta a dos cosas: cómo ha imbricado visión urbana e imaginación literaria. Su narrativa está anclada al suelo de los personajes ficticios, que se engarzan con su biografía y reflejan la España del tardofranquismo, la Transición y la democracia. Tenemos al tímido y patoso Miguel, aficionado al cine y a la música. ¿Se ha hecho personaje de sí mismo o ha querido exorcizar sus, por así decirlo, complejos, temores o inseguridades?
Un poco ha quedado respondido en la pregunta anterior. El tardofranquismo, que retrata mi última novela, El mirlo burlón, no lo viví directamente, estábamos en Perú cuando murió el dictador y aún demoramos el regreso a la convulsa pero esperanzadora España de la Transición. Lo que mis últimos personajes reflejan –ya no tan tímidos ni acomplejados– es la sensación de fracaso de muchas expectativas que quedaron en agua de borrajas, o sopa de mariscos para unos cuantos. Mi generación llegó al poder, y aunque no lo conservó todo el tiempo, quedó instalada en el confort y ahí sigue. Hablo en términos generales, claro, pienso en unos cuantos escritores de mi edad, que en su madurez, independientemente de sus méritos literarios, han adoptado posturas de un conformismo que los habría avergonzado hace treinta años.
En Juego de niñas se ven historias que podrían ser el eje de sus relatos: la convivencia entre las personas en el día a día en sus diferentes jerarquías sociales, el roce físico y verbal que ello produce, sus consecuencias y el grado de actuación al que todos nos vemos sometidos por culpa de o gracias a las hipocresías sociales. Hay veces que eso se orienta hacia el asombro o lo irónico, y otras desde el drama, como en Palabras de familia (1995). ¿Tiene siempre en mente ese objetivo tragicómico a la hora de concebir sus textos?
El juego social de la convivencia es inevitable en cualquier texto literario (o cinematográfico) que no trate de marcianos. Ahora bien, la elección entre comedia o drama no existe. Citas mi novela más trágica, Palabras de familia, que empieza con la noticia de un suicidio. Pero ese libro contiene páginas de humor, incluso de comicidad bufa, que yo no busqué, surgieron conforme se desarrollaban los protagonistas y sus acciones. Woody Allen dirigió una película, Melinda y Melinda, que contaba la misma historia desde el registro dramático y el de la comedia. No siempre se puede hacer eso, pero la idea es genial. Y además mucho depende del momento personal del creador, de las circunstancias históricas, de que el escritor haya encontrado el amor de su vida (o eso crea) o se sienta abandonado por ese mismo amor.
En los relatos de La ciudad desplazada (2010) encontramos inquietudes borgeano-fantásticas, caso del cuento metaliterario que daba título al libro o del que presentaba una de esas casualidades que son increíbles de creer hasta que en efecto suceden con la claridad que impone la lógica imposible, «Encuentro casual en una estación de autobuses». ¿Hasta qué punto es importante en su enfoque literario esa deriva metaliteraria? Y ¿lo fantástico? En el primer cuento de Juegos de niñas, «La sonrisa de los desconocidos», se asoma lo asombroso sin que acabe de ser fantástico, de forma muy sutil.
Ay, Borges el Inevitable. Cortázar dice en alguna parte que no se puede vivir sin citar a T.S. Eliot, y yo, sin exagerar tanto como él, diría que es difícil escribir en castellano después de Borges sin que su sombra se cierna en algún instante sobre nuestras páginas. Lo fantástico me ha gustado siempre, desde que en la adolescencia leí Doce historias y un sueño, de H.G. Wells, en aquella colección Crisol de Aguilar. Ni uno solo de los relatos es malo, al revés, son pequeñas obras maestras de la fabulación fantástica. Lo que aborrezco es la fantasía espiritualista, de exorcismos o reencarnaciones, mi terrorífica educación católica me creó anticuerpos robustos contra la mitología espiritualista. La casualidad me ha fascinado y me he topado con casualidades increíbles que dan que reflexionar sobre las coordenadas del tiempo y el espacio y una versión no casual, sino analógica, de nuestras vidas. Supongo que la física moderna tendrá mucho que decir sobre estas cosas. Como yo no entiendo nada de ciencias, recojo estas experiencias para transformarlas en cuentos. Lo metaliterario se escapa en algunas páginas, sí, lo inventó Cervantes en la segunda parte del Quijote e incurrir en ello es una especie de homenaje a su genio.