POR RAFAEL MORALES BARBA
De derecha a izquierda, Rafael Morales, Blas de Otero, Pío Fernández Muriedas y Luis de Castresana. CC 4.0 Manuel María Fernández Gochi

Blas de Otero y Rafael Morales Casas mantuvieron una gran camaradería desde mediados de 1940 hasta mediados de la década de los cincuenta, tal y como demuestra el epistolario conservado y algunos testimonios de la época. Fue una intensa amistad que comenzó hacia 1945, cuando Otero abandona el sanatorio de Usúrbil, alimentada por las estancias largas de verano en la marinera Plencia, pero también por las navideñas en Bilbao, donde había nacido mi madre, Concepción Barba. Los viajes de Otero a Madrid apuntalaron aquella fraternidad intelectual y de apoyo entre ellos en cuestiones más prácticas, como las de ganarse la vida desde la poesía, según demuestran las preguntas y preocupaciones sobre premios, conferencias, etcétera. Se constituyó así, por arte del amor a la poesía y a los toros (hay fotos de ambos en la barrera del Vista Alegre de la capital vasca), por las excursiones al Gorbea o al Serantes, un grupo de amigos formado por Javier de Bengoechea (premio Adonáis), el pintor José Barceló, Blas de Otero, en el cerrado grupo, además de Gabriel Celaya, Luis de Castresana, Jorge Oteiza cuando regresó de Hispanoamérica y el abogado José María Sotomayor.

Coinciden aquellos años con la eclosión de la primera y más valiosa poesía del poeta vasco, a pesar de que durante el periodo siguiente, desde 1955 hasta el fallecimiento de Otero en 1979, por razones políticas, fuera reconocida la segunda etapa, la política y del compromiso, como la mejor. Ese cambio de dirección de Otero y su vinculación al grupo de los 50 marcó el comienzo del distanciamiento, en parte por el antiestalinismo de mi padre y también por razones laborales, viajes y distancias, que alguna vez los dos lamentaron en confesiones a amigos comunes. Lo cierto es que, salvo algún encuentro posterior en el café Gijón, frisando el 1960, ya no volverían a verse más, aunque hay testimonios de una mutua nostalgia. De hecho, en esos años Otero le dio a Morales los poemas mecanografiados de dos de los grandes libros de referencia de César Vallejo, Poemas humanos y Los heraldos negros. Lo hizo cuando consiguió a través del Partido Comunista Español (PCE) las ediciones de los títulos del gran poeta peruano, antes de 1964, cuando el bilbaíno viajó a Cuba para permanecer allí durante varios años. Con ellos pude saber exactamente qué había leído Otero de Vallejo en sus años de formación, es decir, entre 1947 y 1951, tal y como escribí en «Blas de Otero desde la influencia de Vicente Gaos y César Vallejo» (2009, pp. 135-154). Eran los años de fuerte amistad, de tertulias, ambiciones literarias… y tristezas cuando el verano acababa y Otero se quedaba solo en Bilbao, según demuestran las cartas. Los años de aprendizaje en que asimilaba la técnica del soneto en Lope de Vega, Luis de Góngora (que le dio el verso para su libro más célebre), Francisco de Quevedo, Miguel de Unamuno, Miguel Hernández, los Poemas del toro, de Rafael Morales, y, sobre todo, en Vicente Gaos. En efecto, escrito entre 1939 y 1943, Arcángel de mi noche fue publicado en 1944, seis años antes que Ángel fieramente humano (1950). La crisis religiosa de Gaos reflejada en los versos del libro fue leída por Otero durante la suya propia, tan personal como existencial, en el sanatorio de Usúrbil, muy cercano a San Sebastián. Unos años terribles y de dolorosas terapias que fueron la semilla del gran libro que es Ángel… Lo hizo con tanto empeño desde su propia crisis con el poeta valenciano que es a veces difícil averiguar en algunos casos a quién pertenecen los poemas, al menos alguno. De hecho, hice una pequeña broma con dos especialistas de la Universidad Autónoma de Madrid y de la Complutense, que no dudaron en reconocer el poema «En destierro», de Vicente Gaos, como un desconocido inédito de Blas de Otero. Para quien tenga interés, remito a aquel breve trabajo, donde se detalla con prolijidad todo aquello y las divertidas cuando no interesadas opiniones, por no citar lo evidente, en detrimento del inmenso mérito de Gaos. Ciertamente y siempre sin demérito del valenciano, creador de aquel ritmo y de los encabalgamientos que impresionaron a Blas de Otero, que, sin duda, superó a su maestro.

Las cartas en mi posesión son cinco. En la primera de ellas, del 18 de mayo (de 1950 o 1951, pues no se da el dato), Blas de Otero se interesa por una conferencia que Rafael Morales le ofrece para dar en el Ateneo de Madrid. Los emolumentos ascenderían a mil o mil quinientas pesetas y están aún por fijar. Un dato interesante sobre cuál era el caché de los escritores de cierto prestigio, pero todavía no consagrados, en esas fechas. Sin embargo, lo más destacado de ella es la actitud de Leopoldo Panero. Así, el entonces director de Cultura Hispánica se preocupa de conseguirle otra. De hecho, ya está confirmada. A pesar de que Otero no ha sufrido su evolución hacia el PCE, sí había noticias de opiniones que, indudablemente, Panero conocería. Pese a todo aquel liberalón de fondo, demuestra en su labor cultural y de censor una gran generosidad frente a los sectores más clericales o nacionalsocialistas del régimen, según ha comprobado Javier Huerta Calvo. En la siguiente carta, «Bilbao, 10-12-1950», lo más relevante de ella es que se habla del Premio Adonáis y del «P. N.», Premio Nacional, deduzco, para un libro por el que mi padre siempre sintió devoción. Pero lo más interesante es lo referido al Adonáis, pues es muy posible que Otero esté hablando de la decepción que le supuso ser excluido del mismo, cuando no ganó con Ángel fieramente humano el premio más prestigioso del momento. Debió de pedir explicaciones a José Luis Cano, dada la amistad de éste con mi padre, ya que corrían rumores sobre quién había sido la voz o voces que se opusieron a concederle el galardón. Opiniones que volví a escuchar en círculos próximos a Blas de Otero en los años ochenta. En ellas, se acusaba a Gerardo Diego de haber sido el miembro del jurado que cerró las puertas al galardón, por el asunto escabroso de la muerte de Dios. A mí me parece muy improbable, pues Diego admiraba y conocía el trabajo de Gaos, y porque era un buen apreciador de la buena poesía, como la de Otero, más angustiada que blasfema para un pensamiento tradicional. Nunca le escuché a mi padre decir nada en ese sentido y parece que fue Florentino Pérez Embid quien puso las dificultades reales desde su ortodoxia. Algo corroborado por José Luis Cano en Los cuadernos de Velintonia (1986, p. 40). De hecho, el libro no tuvo problemas en pasar la censura, salvo una pequeña corrección, muy al contrario de los decididamente políticos como En castellano (1959), según ha estudiado Lucía Montejo Gurruchaga en «Blas de Otero y la censura española desde 1949 hasta la Transición política. Primera parte: de Ángel fieramente humano a En castellano» (1998). En cualquier caso, en la correspondencia de vuelta a Otero previa a estas cartas podría estar alguna pista. Sobre todo, si se conservasen, ya que, como vemos por la enviada por el poeta vasco desde París, utiliza, por su escasez de dinero, el reverso de la carta de mi padre para contestar. Se habla, asimismo, de un libro antologado en Barcelona y que previsiblemente se editaría en febrero. No he logrado saber a qué libro se refiere, pues no existe una antología suya publicada en Barcelona por esas fechas. También se habla de un concurso poético en San Sebastián, al que hace referencia en varias cartas, y del montante del premio por un único poema al mar. En fin, cuestiones y avisos en quienes estaban malviviendo en aquella España de posguerra y racionamientos a base de clases, concursos, muy en precario. Alguna referencia al éxito del pintor José Barceló completa la carta.

Las cartas con matasellos del 12 de enero de 1951, sin fechar por el autor, y la del 22 de septiembre de 1951 (con matasellos del 25) no dejan de ser unas breves misivas con cuestiones habituales entre ellos, como el mal de ausencia. «Cuánto te echo en falta», le dice a Morales tras su vuelta a Madrid después del verano en Plencia. Se queja de una inercia absoluta, si bien se interesa por una obra de teatro desconocida de Morales, agradece un giro postal o económico (aunque no se entiende bien la grafía) y comunica que Dámaso (Alonso) escribirá un ensayo sobre su poesía, que nunca hizo. El poeta se ríe de los versos de Canito y se queja de un tal Cueto, o habla de su poca tendencia a cotillear o contar cosas. En la carta del 12 de enero se interesa por el citado concurso de San Sebastián y le comenta a Morales que le ha preparado el terreno en la medida de lo posible.

La carta enviada desde París tiene un mérito increíble, pues, a pesar del poco dinero que tiene, envía una postal. Será la última carta y, en ella, Otero agradece alguna reseña, seguramente, de su amigo Morales en el periódico El Correo Español. El Pueblo Vasco o alguna gestión en ese sentido. Muestra la consabida melancolía por no estar en Bilbao con los citados amigos de su cuadrilla intelectual y artística y pregunta por la falta de noticias de Javier de Bengoechea. Comenta que lo habitual es andar por las calles, dar algunas clases y, con sorna, esperar que le toque la lotería. Pero sobre todo da noticia de «Lo traigo andado», es posible que aquí, en esta carta, por primera vez, en respuesta a las preguntas de Morales. Con sus versos terminamos este breve testimonio de un momento, que ya empieza a ser lejano, de la historia de la poesía española. A continuación, los versos de Otero escritos en la carta:

Pueblos de España acudid

al papel, andad

en voz baja, bajo la pluma. Álamos

no os mováis de la orilla

de mi mano…

                        Monte

                        Aragón, etc.