POR JUAN ARNAU
Goethe fue célebre por su obra poética y dramática, pero consideraba que su actividad científica era lo más valioso que había hecho. Mientras la sociedad culta celebraba su trabajo lírico, Goethe sufría el rechazo de la comunidad científica. Unas veces fue ignorado, otras, considerado un simple aficionado. Los tiempos, sin embargo, han cambiado. Ahora es posible releer las propuestas de Goethe a la luz de disciplinas que entonces no existían, fundamentalmente la historia y la filosofía de la ciencia, pero también de las nuevas teorías de la física. Ahora sabemos, gracias a los historiadores de la ciencia, que la llamada revolución científica surgió en un contexto cultural e histórico y que el hecho de que la física moderna sea cierta (como lo son las otras ciencias) no implica que sea «fundamental» o que sea la única verdad. Sabemos, gracias también a la antropología, que puede haber muchas visiones del mundo, todas ellas complementarias, que revelen uno u otro aspecto de eso que llamamos naturaleza (y que no es fácilmente distinguible de la cultura). Goethe descubrió, en cierto sentido, la historicidad de la ciencia y eso lo convierte en contemporáneo nuestro.[1]
Entre las nuevas propuestas de Goethe, hay una especialmente beneficiosa para nuestro tiempo: la «naturaleza como totalidad». Detrás de este universo tiene que haber una buena historia y ésta, como creía Leibniz, puede incluir incontables tramas secundarias, digresiones, relatos o episodios dentro de un marco más amplio. La ambición de un relato único (una teoría del todo), no sólo supone caer en las viejas manías del monoteísmo, sino que no está a la altura de la imponente diversidad de este universo nuestro. Desde esta perspectiva, el ciego tedio mecanicista sólo alcanza a subepisodio, más o menos relevante, de una trama general.
La vasta extensión del cielo nocturno y sus incontables luces, pueden reunirse en la pequeñez de la pupila. Un buen ejemplo de cómo la totalidad puede quedar contenida en una región mínima del espacio. La idea la barajó Ernst Mach: la masa de un cuerpo es reflejo de ese cuerpo en el resto del universo. Una simple partícula de materia no tendría masa sin la complicidad del resto de las cosas. La idea es simple y profunda. Las propiedades de cualquier partícula se encuentran determinadas por las demás, de modo que cada una refleja el resto. Dado que el todo está reflejado en las partes, se puede encontrar profundizando en las partes, en el fenómeno concreto. Esa fue la gran intuición de Goethe.
EL CÍRCULO HERMENÉUTICO
El «círculo hermenéutico» hace referencia en filosofía a la relación entre el todo y las partes. Básicamente nos dice que sin conocer las partes no podemos conocer el todo, pero también que sin conocer el todo no podemos conocer las partes. Esto, claro está, se encuentra vinculado al sentido de lo que decimos. El significado de una frase no se encuentra en las palabras aisladas. Sin conocer las palabras (las partes), no podemos conocer el significado (el todo), pero el significado (el todo) determina a su vez el sentido de las palabras (las partes). Esa es la inevitable sofisticación del lenguaje. Como apunta Bortoft: «La linealidad del razonamiento lógico da por sentado que debemos ir de las partes al todo o del todo a las partes. La lógica es analítica, mientras que el significado es holístico y, por lo tanto, la comprensión no puede reducirse a la lógica. Comprendemos el significado en el momento de coalescencia en el que el todo se refleja en las partes de modo que esas partes, unidas, revelan el todo. El significado se encuentra en esa relación recíproca, en ambos sentidos, entre el todo y las partes. Lo que llamamos sentido vive en ese círculo, aunque no pueda verse.
Nuestro tiempo es inductivo, tiende a ir de las partes al todo. La época medieval fue deductiva, iba del todo a las partes. En el primer caso el universo se construye desde abajo, en el segundo, se despliega desde arriba, de lo general a lo particular. Pero su sentido como totalidad requiere de ambos movimientos, de la reflexión mutua de lo ascendente y lo descendente. El todo no es anterior o posterior a las partes, las partes, no son anteriores o posteriores al todo. El tiempo lineal de la lógica no hace justicia a la naturaleza cíclica del sentido. La linealidad de la lógica clásica es una ilusión. Si queremos abordar la cuestión del sentido, nos movemos en círculos (o en espejos).
Desde la antigüedad, en la India, se pensó que el todo adquiría presencia dentro de las partes y que era posible conocer el todo como conocemos las partes, fundamentalmente porque el todo no es una «cosa», un objeto más del mundo visible. Esto es un modo de decir que el sentido de una frase no es una palabra más y, aunque no pueda verse, no quiere decir que no exista. En este sentido, el todo, como el significado, puede verse como algo que escapa a la visión pero cuya ausencia está presente, Una «ausencia activa». Goethe, como los sabios de las upaniṣad, propone desarrollar una sensibilidad para esa ausencia activa. Para ello propone cultivar una atención receptiva (tema esencial en Simone Weil). Educarse en el modo receptivo agudiza el contacto con la totalidad.
LOS DOS MUNDOS
Kant advirtió que el experimento puro no existe, que la propia actividad científica consiste en hacer hablar a la naturaleza en los términos específicos del marco teórico que se utiliza. En general, no suele reconocerse este aspecto y el científico cree oír la voz de la misma naturaleza cuando lo que está escuchando es el eco de su propia voz. Los ejemplos son innumerables. El neoplatónico Copérnico transfirió el ideal de la simetría y la armonía a su visión del cosmos. Galileo dio un paso más al afirmar que el universo habla el lenguaje de las matemáticas, dando inicio a la Revolución científica que culminaría la física matemática de Newton. Desde entonces vivimos bajo ese paradigma y las ciencias, cada una a su manera, lo ha incorporarlo a su modo de ver el mundo. Pero en lugar de decir que el universo habla el lenguaje de las matemáticas, sería más apropiado decir que el universo es «matematizable» o que se presta a la «matematización». Entender la matemática no como una verdad que se oculta tras la apariencia fenoménica, sino como un modo de leer los fenómenos, una lectura posible, complementaria de otras.
Sin embargo, los complementarios en cierto sentido se niegan uno a otro, pero se necesitan para la visión de la totalidad. La naturaleza es matematizable, pero una vez queda matematizada ya se convierte en otra cosa. Cambia de «naturaleza», como diría Bergson. Lo cuantitativo cuando lo divides no cambia de naturaleza, pero cuando se «divide» lo cualitativo (cuando se expresa el tiempo mediante el espacio), lo que te encuentras ya es una cosa de otro tipo, que hace difícil el acceso a la totalidad. En general, creemos que la ciencia «descubre» una realidad subyacente, que existe como «objeto» o «relación» antes de que se inicie la investigación. Descubrir que la naturaleza es matematizable, que es capaz de responder la inquisición analítica y cuantitativa, no quiere decir que la naturaleza sea matemática, sino que las matemáticas son un modo eficaz (para algunos casos) de leerla. Es más, la «verdad» de la física matemática es algo realizable en la historia (la conquista del espacio o la energía nuclear lo prueban), pero no es algo que está detrás, como esencia verdadera, de los fenómenos. El éxito de estas empresas no significa que comprendamos el fenómeno, significa únicamente que somos capaces de manipularlo y, a veces, controlarlo para ciertos propósitos. Como diría Wittgenstein, la exactitud depende de nuestros intereses.
CANTIDAD Y CUALIDAD
El método cuantitativo y matemático de la ciencia moderna tiene un origen filosófico. No sólo proviene de neoplatónicos como Kepler o Copérnico, tiene también su origen en la distinción que hizo un inglés. John Locke estableció una distinción (muy criticada por Borges) entre las cualidades primarias y las secundarias.[2] Las cualidades primarias (número, magnitud, posición, trayectoria) tienen expresión matemática, mientras que las secundarias (el color, el gusto, el sonido) no la tienen y deben ser reducidas a las primarias para adquirir estatus de objetividad. De hecho, el programa de la nueva ciencia que desemboca en el positivismo consiste en sustituir la sensibilidad, un fenómeno «subjetivo», por un modelo matemático expresado mediante cualidades primarias. Esto es precisamente lo que hizo Newton con los colores, sustituirlos por números. Correlacionar la observación de cualidades secundarias (el color) con mediciones de cualidades primarias (ángulo de refracción), a fin de eliminar las cualidades secundarias de la descripción científica. Fue capaz de matematizar el color, de reducirlo a un número. En este sentido, el proyecto científico inaugurado por Newton supone abstraer la experiencia sensible. Se trata de un ejercicio de desatención, que olvida el fenómeno en sí y se centra en el cálculo abstracto de cualidades primarias. Pues bien, lo que propone Goethe es lo contrario, una «ciencia inversa», centrada en las cualidades secundarias, centrada en la experiencia sensible del fenómeno y manteniendo a raya cualquier tipo de sustitución de dicha experiencia.
La concepción cuantitativa, como advirtió Heidegger, es metafísica. Se basa en una antigua estrategia epistemológica: la doctrina de la doble verdad. Hay una verdad real y permanente (la cuantitativa) y otra aparente y provisional (la cualitativa). Una forma de pensar que reproduce inconscientemente las viejas manías del dualismo platónico. La ciencia moderna es metafísica cuando asume que hay unas apariencias y una realidad detrás de ellas. Sigue siendo el comentario a la filosofía de Platón, que decía Whitehead, un comentario al Platón más estereotipado y simple, al menos interesante.
Un modelo que se cierra a la posibilidad de que existan múltiples formas de concebir las cosas, cada una con su propio valor. Goethe cultivó el ideal de una ciencia multifacética que incorporase una pluralidad de formas de concebir. Las matemáticas no podían ser un modo de expresión exclusivo de la naturaleza. El hechizo que suponen para la inteligencia es precisamente la fascinación de lo permanente.[3] Frente al movimiento y la transformación continua, el hechizo de lo permanente, la ley fija e inmutable. Esto nos lleva al problema del movimiento.
MÚSICA, PLANTAS E INTUICIÓN
La física matemática explica el movimiento como una secuencia de posiciones estáticas, construyendo el movimiento a partir de lo inmóvil. Los diferentes estados o posiciones no explican el movimiento, sino que son de hecho interrupciones del mismo. Bergson ponía el ejemplo del cinematógrafo como ilustración mecánica de nuestra incapacidad de pensar el movimiento. «En vez de unirnos al devenir interno de las cosas, nos colocamos fuera de ellas con el fin de recomponer artificialmente su devenir». Lo que el filósofo francés propone, en una línea muy similar a la de Goethe, es invertir la dirección habitual del pensamiento. Pensar intuitivamente en lugar de analíticamente. Sólo la intuición puede percibir el movimiento como realidad en sí misma y considerar lo estático como una abstracción irreal. Nada hay en el mundo que esté quieto, aunque lo parezca. «Para la intuición, lo esencial es el cambio; en cuanto a la cosa, tal como la entiende la inteligencia, es un recorte que se ha tomado del devenir y nuestra mente ha dispuesto como un sustituto del total». Bergson asocia la intuición con lo vivo y el intelecto con lo muerto (lo estático). Todo cambio real es un cambio invisible (véase Kierkegaard y su concepción del «salto» como modo de resolver las encrucijadas vitales). El cambio es lo natural y no tiene necesidad de confirmación, apoyo o demostración. Lo que sí necesita confirmación y demostración es lo inmutable. De hecho, no existe ningún móvil, ningún objeto invariable o inmutable que se mueva. Ese es el espejismo lógico. El movimiento no implica la existencia de un móvil. No lo necesita.
Para la tradición védica, la vibración sonora era el origen del devenir. En el mundo de los objetos, tal y como los entendía Galileo, parece que el movimiento es algo que se añada al cuerpo. Pero ocurre justo lo contrario. Nuestra inteligencia analítica es la que añade un objeto, supuestamente estático (i. e. irreal) al movimiento. En el mundo de los objetos sólidos el movimiento implica algo que se mueve, pero ese objeto, por inerte que sea, es en sí mismo movimiento. La inteligencia analítica crea esta ilusión, la disociación entre el movimiento y el móvil, cuando en realidad sólo hay movimiento. El filósofo budista Nāgārjuna tiene unas páginas magníficas sobre este asunto, sobre la inconsistencia generalizada de considerar el movimiento al margen del objeto que se mueve.
El ejemplo perfecto de movimiento sin sujeto del movimiento es la música, también las plantas. Cuando escuchamos una melodía, no sentimos que su movimiento está unido a un móvil. En el mundo vegetal ocurre algo parecido. El movimiento de la planta no es desplazamiento, sino metamorfosis. No cambia en el espacio, sino en el tiempo. Pero no hay una planta que cambie o crezca, la propia planta es crecimiento. La intuición puede captar estas cosas y ese es el meollo de la ciencia goethiana, esa es la metamorfosis de la inteligencia que propone el poeta.
La contribución más decisiva de Goethe a la biología es una obra titulada La metamorfosis de las plantas. Hasta ese momento en los libros de botánica se hablaba de las diferentes partes de una planta: hojas, pétalos, tallo, estambres etcétera (la planta analítica). Goethe mostró que de hecho todos esos órganos eran un único órgano arquetípico, presente en todas partes pero visible en ninguna. Los órganos se entienden como variaciones metamórficas de un órgano único, sólo visible a una intuición entrenada para captar lo universal en lo particular. En sus notas sobre el Jardín Botánico de Padua, Goethe anota: «todo es hoja». De una simple hoja salen el resto de los órganos de la planta. Todo se refleja o se revela en la parte. «Se hace cada vez más vívida la idea de que a partir de una forma única se desarrollan todas las formas vegetales». E insiste en la idea de que lo universal no se alcanza distanciándose de los casos particulares (con la generalización o abstracción) sino mediante la «inmersión» en lo particular. Lo que dice se parece mucho a lo que afirman algunos manuales de meditación budista, dhyāna: un cambio en la conciencia que suele llevarse a cabo intencionalmente. El cuerpo puede ser el objeto de la meditación, pero también un objeto externo, un círculo rojo, por ejemplo. El propio dhyāna budista consiste en una serie de técnicas para lograr la calma (śamatha) y la concentración (samādhi) Pero hay otro tipo de ejercicio que, además de los anteriores, incluye la llamada «visión penetrante» (vipaśyanā) y el discernimiento (prajñā). Los teóricos budistas de la meditación consideran ambos aspectos necesarios para el logro del despertar, pero sostienen que la visión penetrante es el único componente enteramente budista. Entre las herramientas para meditar Buddhaghosa menciona objetos totales u omniabarcantes o simples objetos visuales y concretos. Estos objetos son llamados kasiṇa. Un kasiṇa rojo puede ser un círculo de arena roja o de arcilla dibujado en el suelo. Concentrado la atención en él se aparta todo pensamiento. Y ese efecto podrá continuar incluso cuando el meditante haya abandonado el lugar. El resultado es un estado de perfecta calma y concentración que puede derivar en una energía psíquica excepcional o ser preliminar para la meditación «penetrante».
Pero no nos desviemos. Existe una relación orgánica entre la planta y el paisaje que habita. Goethe, por otra parte, veía el conocimiento del fenómeno como algo íntimamente relacionado con el fenómeno en sí. A su juicio, el hecho de «ser conocido» debía entenderse como un estado más avanzado del propio fenómeno (y un desarrollo evolutivo de la propia naturaleza). Como si el fenómeno y el conocimiento por parte del observador formaran parte de un mismo proceso. Reconocía así la importancia ontológica del conocimiento intuitivo, una idea que podemos encontrar en Berkeley o Leibniz. La idea de fondo es que la observación consciente lleva el fenómeno de potencia a acto, sin ella estaría incompleto (es lo que Vasubadhu llama la «consumación» del fenómeno). Hoy constituye un punto de vista minoritario (insurgente, diría) el pensar que al conocer participamos de algún modo en el fenómeno, y no sólo eso, que lo llevamos de potencia a acto. Resultaría una vanidad pensar que, sin nadie que lo observe, el fenómeno estaría incompleto y que la observación lo amplia y completa.