POR LUIS GARCÍA MONTERO
El modo en el que la intimidad y la historia establecen su diálogo marca el sentido de la poesía y las posibles ilusiones del poeta. Los cambios estéticos responden a cambios sociales, a transformaciones económicas y políticas en las que, a veces, las palabras pierden pie. No hay determinismos literales, pero sí tensiones de ida y vuelta que configuran un campo estético. Recordar la crisis que vivió la poesía social en la década de los sesenta nos puede ayudar a comprender por qué irrumpió el culturalismo y el esteticismo poético como la cara lírica de los planes de modernización y del desarrollo industrial del país, y también la soledad de algunas voces poéticas que habían conformado su identidad en un tiempo anterior.

Recordar esa tensión lírica es interesante para adquirir una visión ponderada sobre las tan discutidas decisiones de la Transición española de la dictadura a la democracia. Si acudimos a la historia para explicar la poesía más íntima, del mismo modo podemos acudir a la poesía para cuestionar algunos debates superficiales sobre la historia. El proceso que desembocó en la Constitución de 1978 empezó a fraguarse mucho antes. Más que traiciones a las utopías y las luchas, hubo una toma de postura frente a la realidad vivida e interpretada. Los que exigen hoy un ajuste de cuentas ante decisiones que debían haber sido más rotundas frente a la herencia del franquismo, desconocen una realidad que se había empezado a fraguar quince años antes y en la que la mayoría social había asumido la modernidad de costumbres y el desarrollo económico a costa de alejarse de los impulsos revolucionarios y de una voluntad republicana. No había tejido social para combatir las raíces de un totalitarismo todavía amenazante en su sentido más violento.

Este proceso se comprueba no ya en los poetas sociales previsibles, sino en la evolución o el silencio de dos autores como Ángel González o Jaime Gil de Biedma. Conviene recordar las rozaduras de su palabra con el silencio para tomar conciencia de la situación vivida. Tratado de urbanismo (1967) es el libro en el que Ángel González rozó su silencio poético al sentir y meditar «la inutilidad de todas las palabras» (2004, pág. 230). Los motivos de esta angustia nos interesan para entender el silencio definitivo de Jaime Gil de Biedma.

La represión y la memoria de la Guerra Civil están presentes en Tratado de Urbanismo. El libro se abre con «Inventario de lugares propicios para hacer el amor», un poema en el que el alma se vacía de ternura y se llena «de hastío e indiferencia / en este tiempo hostil / propicio al odio» (2004, pág. 200). La libertad del deseo sexual, una parte decisiva de la libertad y, por tanto, de la disidencia ante el poder, sigue perseguida por las ordenanzas y las costumbres de la sociedad franquista.

También permanecen los recuerdos de los años prebélicos y el posterior estallido de la Guerra Civil en dos de los poemas que cierran el libro: «Ciudad cero» y «Primera evocación». Al meditar las escenas de su memoria y al evocar los miedos de su madre, el poeta establece una distinción entre la experiencia infantil vivida, con una alegría inocente blindada por la edad, y las consecuencias de un enfrentamiento bélico lleno de amenazas y crueldades. Con el paso de los años, será posible ordenar la conciencia de lo que sucedió y sus facturas interiores, un ejercicio adecuado para una poesía que quiere entenderse como la operación de conocimiento capaz de definir de los procesos de la realidad, tanto en sus aspectos sociales como subjetivos:

Todo pasó,

todo es borroso ahora, todo

menos eso que apenas percibía

en aquel tiempo

y que, años más tarde,

resurgió en mi interior, ya para siempre:

este miedo difuso,

esta ira repentina,

estas imprevisibles

y verdaderas ganas de llorar (2004, pág. 250).

 

Lo significativo del libro es que surgen también otros matices. No me parece casualidad que haya una «Evocación segunda» dedicada al recuerdo infantil de los indianos que volvían enriquecidos de América. En este caso, la meditación supera los brillos generosos de sus modos de vida y sus rumbosas caridades para tomar conciencia de la explotación lejana, la miseria laboral de los paisajes de palmeras y cañas de donde procedía esa riqueza. El movimiento del dinero podía ocultar heridas abiertas.

Y es que en la sociedad española se estaba produciendo un cambio histórico significativo que Jaime Gil de Biedma percibió también muy pronto, como quedó recogido en sus Diarios, con su cara y con su cruz, a la hora de acercarse a una situación contradictoria. Escribió en una anotación del 4 de marzo de 1965: «No cabe duda de que la gran transformación experimentada por España en los últimos años, conjugada con la actual bonanza económica, tiene que originar complicaciones a una estructura política que se creó para muy distintas finalidades y partiendo de muy diferentes supuestos» (2015, pág. 562). El desarrollismo económico suponía un reto para el aparato franquista organizado como respuesta a la pobreza de la posguerra. La cuestión, además, implicaba también un reto para la conciencia política de izquierdas. En la nueva situación, resultaba evidente otra consecuencia: «En cuanto a posibilidades revolucionarias, no hace falta decir que me parecen nulas —para ello tendrían que alterarse radicalmente varias données de la situación nacional e internacional—» (2015, pág. 564).

El análisis podía desplazarse con facilidad al porvenir literario español, como había demostrado el propio Gil de Biedma en un memorable artículo, publicado el 1 de marzo de 1965 en The Nation con el título «Carta de España (o todo era Nochevieja en nuestra literatura al comenzar 1965)». Jaime Gil de Biedma, hijo de la alta burguesía catalana, ejecutivo de Tabacos de Filipinas, poeta social y compañero de viaje del Partido Comunista, estaba en condiciones de observar el panorama desde una perspectiva muy amplia. El artículo proponía una interpretación de las maniobras políticas de Fraga Iribarne y de sus consecuencias en la vida de los españoles. La campaña manipuladora de los Veinticinco Años de Paz se debía a la política calculada de un «refitolero Ministro de Información y Turismo» (2010, pág. 688). El calificativo de refitolero implicaba algo más que una ocurrencia, porque unía la alusión a una política afectada de falsas libertades y a un protagonismo optimista de los asuntos alimenticios, de refectorio, propios del convento nacional. La derecha franquista vivía con su ministro una época de autosuficiencia: «Después de tantos años de forzoso cinismo, fundamentar su adhesión al régimen en el hecho de que es un régimen económicamente progresivo, y no en el puro instinto de conservación, ha asumido a la derecha española en un estado casi voluptuoso de buena conciencia» (2010, pág. 687).

El proceso fijaba una nueva situación para la izquierda debido a un fenómeno doble: el miedo y la esperanza estaban siendo igualmente abolidos. Se había quedado sin pies el mito de una «segunda vuelta», un regreso de la República. El acomodo era consecuencia del progreso económico: «La prosperidad española, lo mismo que la prosperidad europea, ha dado lugar a una desradicalización de las clases trabajadoras. Cierto que la prosperidad española es infinitamente menos elevada, pero el nivel inicial lo era también infinitamente» (2010, pág. 687). La nueva situación empezaba a borrar la memoria sentimental de la Guerra Civil y alejaba a los españoles de la herencia republicana. Pero, sobre todo, separaba la lucha de la conciencia democrática de una clase obrera invitada a conformarse con el desarrollo económico.

La realidad mostraba vértigos contradictorios para un poeta como Gil de Biedma. La desaparición del miedo y la pérdida de valor simbólico de la rutina bélica del franquismo suponían, desde luego, factores beneficiosos: «Son, además, fenómenos positivos que abren la puerta a la esperanza, por más que tal esperanza sea, ay, bien distinta a aquella con la que muchos se embriagaban» (2010, pág. 688). Pero el nuevo problema era asumir la docilidad de un país que, a cambio de prosperidad económica, aceptaba la falta de libertad o la existencia de una idea ridícula de libertad. Oportuno resultaba recordar esta coplilla dirigida al ministro refitolero:

Mente clara, gran cultura,

los placeres de la carne

nunca del todo censura

don Manuel Fraga Iribarne (2010, pág. 690).

 

Gil de Biedma comprende entonces que no es el franquismo lo que se agota, sino otra cuestión que le afecta de manera íntima como poeta y que, en un corto plazo, lo llevará al silencio: «Porque lo que está en trance de desaparecer son las condiciones que nos permiten identificar la opresión, el sentimiento de futilidad y el solitario desamparo que vivimos la mayoría de escritores españoles con la opresión, la penuria y la desamparada incertidumbre en que vivía la gran masa de nuestros compatriotas» (2010, pág. 690). El compromiso político de los escritores españoles se quedaba sin pies en el suelo en una sociedad transformada en los códigos del capitalismo avanzado y en los valores sentimentales del consumismo. ¿Desde dónde escribir?

Esa pregunta afectó a muchos escritores. Las implicaciones estéticas de este cambio forman el eje de El tragaluz, un drama de Antonio Buero Vallejo representado en 1967 en el Teatro Bellas Artes de Madrid. Un matrimonio anciano tiene dos hijos de distinto carácter y suerte social. Vicente es un triunfador, ha conseguido un buen trabajo en una editorial, disfruta de un coche nuevo, puede regalar electrodomésticos a sus padres y, además, goza de los favores sexuales de su secretaria. No le importa someter su conciencia a las órdenes de los jefes. Mario es un hombre amargado por su propia honestidad. Vive con sus padres en un sótano y no respeta la manera de ser y la alegría impudorosa con la que su hermano celebra el bienestar económico. La historia familiar esconde una herida abierta en los años de la Guerra Civil. Vicente traicionó a su familia y se subió él solo a un tren, dejando en la miseria al padre, la madre, a Mario y a una hermana pequeña que acabó muriendo de hambre. Desde el sótano, por un tragaluz, el padre ve pasar en la calle los zapatos de la vida.

Creo que la mejor interpretación de esta obra se la debemos a Emilio Romero, un periodista afín al régimen. En el artículo «Un sótano y el tren», publicado en el diario Pueblo, el 10 de octubre de 1967, escribió indignado:

La idea de la obra es, por lo que se ve, coger o no coger el tren; la moral que se predica en esta obra está en lo que la literatura política llama conciencia de resistencia. En la España del progreso, de los automóviles, de la revolución industrial, de la nueva legislación social, de la desaparición del analfabetismo, de la paz pública, de la renovación general de las cosas, del acogimiento a quince millones de extranjeros al año —sobre todos los defectos, y faltas, y errores e injusticias—, la moral del autor de El tragaluz se refugia en el sótano. ¡Pues no!

 

El escritor franquista se indigna ante la resistencia del dramaturgo republicano, condenado a muerte después de la guerra por los vencedores, que todavía en 1967 se niega a aplaudir la España del turismo, el desarrollo industrial y el progreso económico. Se trata de la España de los Veinticinco Años de Paz que Fraga Iribarne convirtió en una gran campaña publicitaria. El régimen intentaba lavarse la cara en esa época, iniciando una Transición desde sus propias entrañas. Hubo dos momentos políticos destacados en el proceso de institucionalización de la dictadura: la ley orgánica del Estado, aprobada en 1966 como disfraz legal, y la designación, el 23 de julio de 1969, de Juan Carlos de Borbón como sucesor de Franco a título de rey.

Ángel González escribe en Tratado de urbanismo sobre la nueva realidad del «Centro Comercial», que reduce la luz de la esperanza a la brillantes bombillas de la publicidad, y sobre la «Civilización de la opulencia», en la que los cantos de sirena llegan en forma de ofertas desde los escaparates, los mismos cantos tramposos «que tentaron a Ulises en el curso de su desesperante singladura» (2010, pág. 226). Muchos españoles envidiaban la lejanía de los países ricos, «un mundo diferente, / más profundo y mejor, / para mostrar su perfección de seres / colmados» (2004, pág. 226). Aunque se sienten todavía alejados de esa riqueza, poco a poco son invitados a pensar que el futuro no es un debate político, sino un desarrollo económico. El muro a derribar de la pobreza ya no se identifica de forma inmediata con el muro de la falta de libertad:

Así las cosas,

así las mercancías:

indiferentes, ciegos símbolos

de la felicidad, seguros

del otro lado del cristal manchado

con el aliento y la avidez de ese

tropel informe y presuroso

que vacila, se para, mira y sigue

buscando nuevas grietas en el muro (2004, pág. 226).