El poema «Preámbulo a un silencio» muestra una situación parecida a la que Jaime Gil de Biedma señaló en el citado artículo de 1965. El poeta, si quiere ser honesto, no pueda hablar ya como intelectual comprometido en nombre de un nosotros social generalizado. Así que sus palabras, si siguen respondiendo sólo a los esquemas de una situación anterior, empiezan a ser inútiles. Ese desaliento domina los versos del poema:

Porque se tiene conciencia de la inutilidad de tantas cosas

a veces uno se sienta tranquilamente a la sombra de un árbol —en verano—

y se calla.

 

(¿Dije tranquilamente?: falso, falso:

uno se sienta inquieto haciendo extraños gestos,

pisoteando las hojas abatidas

por la furia de un otoño sombrío,

destrozando con los dedos el cartón inocente de una caja de fósforos,

mordiendo injustamente las uñas de esos dedos,

escupiendo en los charcos invernales,

golpeando con el puño cerrado la piel rugosa de las casas que permanecen indiferentes al paso de la primavera,

una primavera urbana que asoma con timidez los flecos de sus cabellos verdes allá arriba,

detrás del zinc oscuro de los canalones,

levemente arraigada a la materia efímera de las tejas a punto de ser polvo.)

 

Eso es cierto, tan cierto

como que tengo un nombre con alas celestiales,

arcangélico nombre que a nada corresponde:

Ángel,

me dicen,

y yo me levanto

disciplinado y recto

con las alas mordidas

—quiero decir: las uñas—

y sonrío y me callo porque, en último extremo,

uno tiene conciencia

de la inutilidad de todas las palabras (2010, págs. 229-230).

 

El poema empieza por declarar la inutilidad de las cosas. Ese cuestionamiento del mundo lleva a una renuncia. Es mejor tomárselo con tranquilidad, sentarse a la sombra de un árbol, disfrutar del verano y callarse. Pero el verdadero estado de ánimo abre un paréntesis enseguida para pasar a otro nivel de honestidad, una realidad interior y distinta donde esa renuncia tranquila es falsa. Lo demuestra un vocabulario marcado por palabras como inquietud, pisoteando, furia, destrozado, mordiendo, escupiendo, golpeando… También ayuda a fijar un estado de ánimo poco tranquilo, el vértigo en el que la plenitud del verano es sustituida por el otoño, el invierno y una primavera que no llega al suelo, a la calle, y que sólo asoma con timidez en la altura musgosa de los tejados. Más que las hojas verdes del olmo machadiano, aquí brotan flecos detrás de zinc oscuro de los canalones.

Detrás del paréntesis habrá que asumir que sólo es cierto el silencio del protagonista invitado a callarse. La inutilidad de las cosas lleva aparejada la inutilidad de las palabras con las que se nombra el mundo. Conviene anotar la significación del nombre en la poética de Ángel González. Si la lengua se ha formado a través de los siglos y la experiencia humana, se trata de un patrimonio consolidado palabra a palabra, de generación en generación. Recordemos que el nombre condensa también un largo fluido en el que la vida ha coincidido con la historia:

Para que yo me llame Ángel González,

para que mi ser pese sobre el suelo,

fue necesario un ancho espacio

y un largo tiempo:

hombres de todo mar y toda tierra,

fértiles vientres de mujer, y cuerpos

y más cuerpos, fundiéndose incesantes

en otro cuerpo nuevo (2004, pág. 15).

 

Que el nombre no corresponda con la realidad es una ironía sobre la existencia celestial, pero también una grieta íntima que separa el paso de la vida y la historia. La esperanza se queda sin sentido cuando el discurrir del tiempo sólo cae en un vacío sin rumbo histórico ni transformación posible. La rozadura del silencio afecta así a la confianza en la poesía, como el propio Ángel reconoció al hacer memoria de su poesía:

El poema «Preámbulo a un silencio» viene a ser la negación de mi intermitente, pero hasta entonces sólida ilusión en la capacidad activa de la palabra poética. En aquellos años personalmente —y objetivamente— difíciles, cuando la esperanza de un cambio durante mucho tiempo deseado se había convertido en impaciencia y luego en decepción, nada se presentaba más inútil y más ajeno a los actos que las palabras. Mediaba la década de los sesenta, la inmutabilidad (más aparente que real, contempladas las cosas desde hoy) de una situación a la que yo no veía salida, me hacía desconfiar de cualquier intento, por modestos que fueses sus alcances, de incidir verbalmente en la realidad (2005, pág. 412).

 

Antonio Jiménez Millán estudió la profundidad de una crisis que afectó a la mayoría de los poetas, de mayor o menor calidad estética, que se habían comprometido con el realismo:

No debe inducir a engaño que el propio Ángel González se mostrase partidario del compromiso de los escritores en el texto que aporta a la antología de Leopoldo de Luis Poesía social (Madrid, 1965). Paradójicamente, este libro supone la carta de defunción de la mencionada tendencia, pues la mayoría de los poetas incluidos en él cuestionan la validez del término o su eficacia real a tono con las declaraciones citadas anteriormente (2006, págs. 26-27).

 

De esto trataba la «Carta de España (o todo era Nochevieja en nuestra literatura al comenzar 1965)», en la que Jaime Gil de Biedma señaló la transformación económica de España, la estrategia del régimen y sus consecuencias en la literatura española. La soledad de la conciencia disidente ya no se dolía de la indiferencia de un país atemorizado, sometido o desinteresado por asuntos políticos, sino de una divergencia profunda a la hora de pensar en el futuro: el cambio político era sustituido por el desarrollismo económico, del mismo modo que el realismo iba a ser sustituido pronto, y en paralelo, por el experimentalismo y el neobarroco.

Así que no se trataba sólo de la falta de personas que dieran el paso a la lucha política y se arriesgasen de una forma personal. En el poema «Un día de difuntos», incluido en Moralidades (1966), hay una clara conciencia de que el grupo de intelectuales comprometidos no es representativo de la multitud. Escrito en marzo de 1961, los versos intentan reconstruir una visita al cementerio civil de Madrid realizada el 2 de noviembre de 1959: «Domingo por la mañana, expedición en grupo al cementerio civil de Madrid, a visitar las tumbas de Baroja y Pablo Iglesias, esta última cubierta de flores y rodeada de gentes —hombres y mujeres del pueblo, alguno con sus hijos—. Emocionante» (2015, pág. 366). Pero el poeta sabe que pertenece a un grupo reducido:

Éramos unos cuantos

intelectuales, compañeros jóvenes,

los que aquella mañana lentamente avanzábamos

entre la multitud, camino de los cementerios,

pasada ya la hilera de los cobrizos álamos

y los desmontes suavizados

por el continuo régimen de lluvias,

hacia el lugar en que la carretera

recta apuntaba al corazón del campo.

 

Donde nos detuvimos,

junto a las grandes verjas historiadas,

a mirar el gran río de la gente

por la avenida al sol, que se arremolinaba

para luego perderse en los rincones

de la Sacramental, entre cipreses.

Aunque nosotros íbamos más lejos (2010, pág. 191).

 

El grupo de intelectuales iba más lejos y se quedaba reducido a un número modesto al compararse con la multitud, el gran río de gente que se arremolinaba para luego perderse en los rincones de la Sacramental. Pero resultaba posible construir un relato de ilusión entre la historia, la vida del país, la gente y ese grupo de intelectuales:

Porque no éramos muchos, es verdad,

en el campos sin cruces, donde unos españoles

duermen aparte el sueño,

encomendados sólo a la esperanza humana,

a la memoria y las generaciones,

pero algo había uniéndonos a todos.

algo vivo y humilde después de tantos años,

como aquellas cadenas de claveles rojos

dejadas por el pueblo

al pie del monumento a Pablo Iglesias,

como aquellas palabras:

«te acuerdas, María, cuántas banderas…»,

dichas en voz muy baja por una voz de hombre.

Y era la afirmación de aquel pasado,

la configuración de un porvenir

distinto y más hermoso (2010, pág. 192).

 

La vida, la historia y la palabra parecían unidas en un sentido de la realidad. Y será esa unidad en la configuración de un porvenir hermoso la que se rompa y haga inútiles las palabras de la poesía social cuando el desarrollo económico separe la lucha contra la dictadura y el deseo de bienestar social. Ángel González buscará nuevos caminos poéticos en la ironía. Su marcha a los Estados Unidos como profesor, además, le hará dedicarse profesionalmente al estudio de la literatura. Esa hoguera de las horas de trabajo, encaminadas con frecuencia al análisis de los valores estéticos, no sólo coyunturales, de la poesía social, calentará su soledad y le hará recuperar su confianza en el lenguaje, permitiéndole sostener durante años su creatividad poética. La rozadura del silencio no se hizo herida mortal.

Jaime Gil de Biedma, sin embargo, vio rota de manera más grave una de las vigas de su mundo poético y de la configuración de su personaje, hijo rebelde de una alta familia burguesa, conciencia capaz de revisar y ordenar la historia con una mirada disidente, una ética dispuesta a enternecerse con la dignidad del dolor ajeno y a unirse a los destinos del pueblo. Rota esta viga, le quedará por un tiempo la indagación en su erotismo, su deseo de plenitud y de placer frente a las represiones y la culpa. Pero esa viga también se hará más distante y quebradiza conforme pasen los años y los recuerdos de la adolescencia y las realidades de la juventud vayan siendo sustituidas por la madurez. La pérdida de la juventud se enredará así en la anterior pérdida de la ilusión política.

En la nota que escribió para la contracubierta de Colección particular (1969), Gil de Biedma confesó lo siguiente: «Me quedé calvo en 1962: la pérdida me fastidia pero no me obsesiona —dicen que tengo una línea de cabeza muy buena—. Gano bastante dinero. No ahorro. He sido de izquierdas y es muy probable que lo siga siendo, pero hace ya algún tiempo que no ejerzo» (2010, pág. 81).

Más calvo y alejado de las ilusiones políticas, en 1982, escribirá un añadido a esta nota de presentación en el que tendrá que explicarse los motivos del abandono de la escritura, la realidad del silencio. Las dos vigas se habían roto definitivamente. Bueno es recordarlo a la hora de pensar en la España de 1965, de 1978 y de 2018.

 

BIBLIOGRAFÍA

· Gil de Biedma, Jaime (2010), Obras. Poesía y prosa, Barcelona, Galaxia-Gutenberg-Círculo de Lectores. Introducción James Valender. Edición de Nicanor Vélez.

· Gil de Biedma, Jaime (2015), Diarios. 1956-1985, Barcelona, Lumen.

· González, Ángel (2004), Palabra sobre palabra, Barcelona, Seix-Barral.

· González, Ángel (2005), La poesía y sus circunstancias, Barcelona, Seix Barral. Edición de José Luis García Martín.

· Jiménez Millán, Antonio (2006), Poesía hispánica peninsular (1980-2005), Sevilla, Renacimiento.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]