James Holland:
El auge de Alemania. La Segunda Guerra Mundial en Occidente, 1939-1941
Traducción de Emilio Muñiz Castro
Ático de los Libros, Barcelona, 2018
884 páginas, 39.90 €
James Holland se puso a escribir unas novelas sobre la Segunda Guerra Mundial y, desbordado por la ingente documentación acumulada, decidió que lo mejor sería hacer una historia de ella. Es ésta su primera entrega. El trasvase de género se debió, quizá principalmente, a la comprobación de una paradoja: no habría querido estar en esa guerra ninguno de sus participantes. El otro motivo primordial del trabajo fue una mirada crítica a la inmensa bibliografía producida en la materia, donde Holland halló más percepciones personales y mitologías que afincamiento fáctico. En parte, esto se da porque el paso de los años y la apertura de archivos han obligado a replanteos históricos, de modo que ésta ha resultado ser una suerte de guerra interminable. La situación, siempre en opinión de Holland, se debe, asimismo y en cierta medida, a la eficacia de la propaganda nazi, que infló la importancia de sus medios con el fin de crear pavor y dudas en una Europa acobardada ante un nuevo horror bélico como el de 1914.
La propuesta del autor se ha conseguido con amplitud. Su mirada es crítica y, aunque discutible como todo lo histórico, materia inestable, convincente en sí misma. Nada de lo dicho es infundado, ni siquiera por obra de su partidismo, que es evidentemente aliadófilo y, en especial, anglófilo. La lista de los errores aliados es abundante y Holland la aborda sin retaceos. Desde luego, la minucia armamentística excede la capacidad de un lego como quien suscribe, pero el libro está dirigido también a los legos, incluso a los lectores de buena literatura. La historia es uno de sus géneros y Holland pertenece a la familia de los historiadores con talento narrativo, que hacen fluir su relato, recortan viñetas, proponen retratos vivaces y consiguen interesar a pesar del asunto en juego, frecuentemente espantoso. A un lector civilizado logra inquietarlo sobre el alcance de la propia civilización y esta inquietud es parte de su bagaje crítico. Pero, en cualquier caso, la narración empuja y arrastra, tal si estuviéramos ante los eventos mismos. Holland se inscribe sin mengua en una tradición narrativa de la historia: Tácito, Saint-Simon, Schiller, Golo Mann. Además, entiende que la historia es algo que nos ocurre a todos y, así, hay sucesos objetivos, como los combates, incendios, masacres y bombardeos, junto a escenas con personajes memorables y apariciones de individuos del común.
Holland enumera algunas afirmaciones que considera meros lugares comunes. Alemania tiene mejores el Ejército y el armamento. Gran Bretaña, aislada y lenta, se limita a aguantar hasta que Estados Unidos entra en guerra y gana por su superioridad económica, no obstante la desprolija indisciplina de sus tropas. A ello contribuye el debilitamiento alemán por el frente oriental.
El autor cuestiona estos tópicos. La Marina inglesa era la mayor del mundo, andaba por todos los mares y se conectaba con todo un enorme imperio colonial. Algo similar se daba en las fuerzas armadas francesas. En cambio, la famosa flota submarina alemana era insuficiente, según consta en las desoídas solicitudes de su jefe, el almirante Dönitz. La tracción germana, en buena medida, estaba atrasada y se hacía con tiros de caballos. Es cierto que el Ejército inglés era pequeño, dada la escasa extensión de sus islas, pero estaba rearmado desde los tiempos de Chamberlain y era capaz de reclutar provisiones y tropas coloniales y de Estados de su órbita: Canadá, India, Nueva Zelanda, Australia. También estima Holland la superioridad británica en cuanto a servicios de inteligencia. Con todo, habría sido imposible la deriva inglesa en los comienzos de la contienda sin el liderato de Churchill, que logró imponer su decisión de resistir hasta el final, contra la iniciativa de Halifax de negociar con Hitler mediante Mussolini, lo cual habría hecho caer sobre Inglaterra el peso de todas las condiciones alemanas.
El libro cubre los dos primeros años de la guerra, los que muestran un constante despliegue alemán —no carente de obstáculos, casi exclusivamente británicos—, que llevará en 1942 a su mayor extensión, así como al comienzo de su repliegue. En este cruce de tensiones —el triunfo imparable de quien será el gran perdedor de la historia— se instala la tesis más fuerte de Holland: la derrota alemana era previsible, tanto como la guerra mundial anterior, descrita ya por Bismarck y el viejo Moltke: una larga guerra de desgaste que nadie ganará y perderá quien primero quede exhausto de medios. Por previsible, evitable. Y, por lo mismo, también realizable.
Esta convicción estuvo vigente, asimismo, en el inmediato entorno de Hitler. El general Walter Warlimont consideraba que el Führer había metido a los alemanes en una guerra prolongada que no estaban en condiciones de ganar. Había vivido en los países democráticos cuyo nivel de producción y reposición armamentístico era inalcanzable para Alemania. Por su parte, el almirante Carls avistaba que su país debería ir contra Inglaterra, Francia, Rusia y Estados Unidos, como finalmente ocurrió, es decir, contra los dos tercios del mundo. El propio Hitler descontaba que los ingleses no harían la guerra, en cuyo caso se daría el Finis Germaniae. No había, en 1939 y en la fantasía del dictador, una perspectiva de guerra tal como se dio, para la cual los alemanes carecían de preparación por falta de tiempo. La fecha ideal era 1942, el año en que Rommel fue derrotado en El Alamein y comenzó la decisiva batalla de Stalingrado.
El asunto admitía una tradición. Ya Federico el Grande de Prusia, en el siglo xviii —por mejor decir, su hermano el príncipe Enrique, su verdadero alter ego militar—, manifestó su preferencia por las guerras breves, pues las prolongadas desaniman a los soldados, se pierde la disciplina y se agotan los recursos. Ciertamente, a Hitler lo obnubiló la inesperada derrota de Francia, una catástrofe que costó a los franceses un millón doscientas mil víctimas y, luego, un millón más de prisioneros de guerra. No obstante, propició que los ingleses pudieran retirar sus tropas de Francia para facilitar un entendimiento. No contaba con Churchill ni con Estados Unidos. Retrotrayendo el relato: ¿por qué Europa, viendo el rearme alemán, no construyó un cerco higiénico en torno a él? Simplemente, porque Europa no existía. Se había entregado a una autodestrucción catastrófica en dos tiempos. Ahora empezaba el peor, el segundo.
La narración tiene un protagonista, lamentable pero indispensable: Adolf Hitler. Como dice Longerich en su reciente biografía del dictador, quienes lo admiran o lo detestan admiten su grandeza. Pocos personajes de la historia europea tuvieron un poder personal de semejante tamaño. Aquí sí el tamaño importa y para mal, porque existe. Holland se atreve a hacer un diagnóstico psiquiátrico, infundado, como todos los que se trazan en ausencia del paciente. Dice que no era un psicópata sino un esquizofrénico muy imaginativo, alimentado por mitos de cuento infantil y creencias mágicas de curandero suburbial. Así montó las dos acometidas mayores de la historia militar, las conducidas contra Gran Bretaña y la Unión Soviética.
Más objetivo resulta observar que tanto él como su adlátere volador Göring carecían de formación militar. Ignoraban cualquier geopolítica, apenas habían salido de Alemania, tenían una visión provinciana y continental de Europa, por no decir palurda, muy propia de la tradición ensimismada y tendiente al encierro y el aislamiento de cierta cultura alemana. El nacionalismo hace de su nación un universo e ignora la existencia del mundo, donde sólo le resulta visible el enemigo principal. Se parece al dios Wotan, personaje wagneriano muy del gusto de Hitler que, para salvar su mundo, incendia el universo quemando la encina universal.
En efecto, Alemania carecía de materias primas para abastecer sus necesidades logísticas y alimentarias. Dependía de importaciones que una guerra prolongada iba a bloquear, obligándola a una lucha de conquista muy primitiva para ocupar, sojuzgar y colonizar a los europeos hasta llevarlos a la ruina, con enormes gastos de implantación y control de las tierras invadidas. Todo ello, sumado a una dispersión de frentes —Gran Bretaña, Rusia, norte de África—, haría insostenible el esfuerzo bélico.
Rodeado de aduladores serviles, al comienzo de la contienda los errores de sus adversarios le crearon una fama de infalible, conforme a su propia creencia ególatra y providencialista. Dios, la historia, la naturaleza, la raza o cualquier otra entidad trascendente lo habían escogido para la magna tarea y él se creyó que la estaba cumpliendo. La prueba era la eficacia de la Blitzkrieg, una fórmula inventada por el periodismo occidental y que, en realidad, era la llamada guerra en movimiento: un golpe sorpresivo, la desorientación que debilita al enemigo y el disparo de gracia. Fue efectiva contra Ejércitos pequeños y débiles, incluida Francia, que tenía un dispositivo potente y muy bien pertrechado, pero que careció de dirección militar y política. Hitler invocaba a Bismarck, que triunfó sobre reducidos adversarios como Dinamarca, Sajonia, Baviera, la declinante Austria y la desarticulada Francia del Segundo Imperio, aunque nunca se metió contra los ingleses ni los rusos, teniendo en cuenta la experiencia napoleónica.
El Führer contaba con una voluntad acerada hasta la obsesión y el empecinamiento. Éste y la aristocracia militar alemana se detestaban mutuamente, si bien nadie se atrevió a discutir sus audacias. Los técnicos, como Warlimont y Thoma, avizoraban una guerra larga y fallida, que podría suavizarse con una paz negociada después de tres años de combate, en 1942, en tanto él apostaba por la breve y victoriosa. El todo o la nada. La única marginalidad permitida era la de unos oficiales como Rommel y Guderian, que hacían la guerra por su cuenta. Si les iba bien, el dictador los premiaba. De lo contrario, se los quitaba del medio. Las conspiraciones contra su vida fueron todas abortadas. A su lado, Göring siguió en pie, con el proyecto de acabar con la Real Fuerza Aérea Británica (RAF) en cuatro días.
Más que por azarosas hipótesis psiquiátricas, me inclino por una filosófica. Cito a Galeazzo Ciano, yerno y mano derecha de Mussolini, un señorito bon vivant y disipado que aborrecía la vulgaridad arrabalera de los nazis: «Los alemanes están poseídos por el demonio de la destrucción». En efecto, en la base de la ideología nacional-socialista hay un radical nihilismo. La destrucción es buena porque es absoluta, es la única potencia absoluta de la naturaleza. Es, además, bella: tiene la hermosura de la infinitud. Mientras pudo destruir a sus enemigos, Hitler la ejerció contra ellos. Cuando ya le resultó imposible, se concentró en aniquilar Alemania, un espacio colmado de alemanes.
Holland atribuye a las virtudes del capitalismo anglosajón la deriva de la guerra. En efecto, son economías dinámicas, productivas, capaces de innovar sobre la marcha y ganar una guerra moderna, hecha de técnica tanto militar como ideológica. Vencer es construir una fuerza vencedora, no aniquilar el mundo para apoderarse de sus escombros. Quizá sea un esquema hermenéutico para entender algo tan complejo como una guerra mundial, pero vale porque se propone, justamente, como esquemático.
Ha habido otros. Se ha dicho que el conflicto enfrentó a los dos hijos de la Ilustración, el capitalismo y el socialismo, contra una versión muy sobejana del Romanticismo, la razón contra la sinrazón, la reflexión contra el instinto. Arno Mayer, en un sugestivo texto, La supervivencia del Antiguo Régimen, propuso otra dicotomía para descifrar la Primera Guerra Mundial: la modernidad norteamericana contra el arcaísmo europeo, la democracia contra la aristocracia.
El libro de Holland acaba cuando Hitler invade la URSS. Hasta entonces, Stalin había sido su aliado. Ahora, inopinadamente, le abría una sangrienta trampa. Por obedecer al vocabulario hitleriano, el país de los conejos habría de vencer al país de los paladines. Pero ésa, siendo la misma, es otra historia.