POR  JUAN CARLOS ABRIL

Las asociaciones lingüísticas y fonéticas de la poesía de la venezolana María Auxiliadora Álvarez, en unión con otros semas y sobre todo adjetivos, segmentos y sintagmas en contacto con otras estructuras sintácticas –sin desdeñar sugestivas particularidades métrico-musicales y ciertas aglutinaciones en torno a diversas significaciones–, redefinirán las palabras, las refrescarán de un determinado lastre social y se situarán en otra perspectiva. Para que esta operación se lleve a cabo, la poeta se despoja de encadenamientos lógicos o clichés, desautomatizando el lenguaje de combinaciones fosilizadas, lexicalizaciones y reminiscencias. No establece tópicos lazos, habituales conexiones entre los términos, sino que busca otras uniones, liberando de este modo al signo lingüístico tradicional de su lastre establecido o histórico, lavándolo –libre del peso de las adherencias rutinarias– y poniéndolo en una nueva, entiéndase otra, dirección semántica. La tradición, sin embargo, no deja de estar presente –en especial ciertas referencias constantes, a modo de indicadores, como san Juan de la Cruz, a quien dedicará no pocas páginas de estudios e investigaciones en un magnífico ensayo titulado Experiencia y expresión de lo inefable. La poesía de san Juan de la Cruz (Álvarez, 2013)– junto a la experimentación propia de la vanguardia, como ya señaló Elsa Cross (2015, p. 244). De entrada, se podría considerar como núcleo genético o motor de la poética de María Auxiliadora Álvarez una clara conciencia que nos sitúa ante una experiencia lingüística que se traduce en experiencia textual reflexionando sobre el propio texto, la palabra y la poesía de manera metalingüística, metatextual, metapoética y metaliteraria. Así, en el poema homónimo del libro «Piedra en :U:» –que no alude más nada más y nada menos que a la lengua– los sonidos y los significados, la forma y el contenido intrínsecamente indisolubles se reservan en la boca, en la lengua, se congelan y se petrifican a la espera del momento oportuno del decir. Ese momentum que puede llevar mil y un vericuetos, la pérdida de un fin de semana en la búsqueda heideggeriana de un adjetivo, la poeta como pastora del ser, pastora del lenguaje que no tiene domingos ni días de descanso hasta que encuentra, rescata, define o recupera esa palabra exacta, el nombre exacto de las cosas, que dijera Juan Ramón Jiménez apelando a la inteligencia poética: «Para que / un día / esa piedra / en :U: / de la lengua / congelada // pueda / alimentar / otra vez / tal vez / al parlante / sobreviviente». Esta piedra, como señala Ignacio Ballester Pardo (2020), «simboliza por un lado la incógnita, el obstáculo, la tapadera; y, por otro, la agresión, la naturaleza violenta en manos “humanas”: la lengua muerta». Esa espera debe observar –y asume– sus protocolos: «Lo mirado no espera ser mirado / entiende la pausa / la cólera / la muerte // y dice: no pasa nada / (gesticulando)».

En efecto, hablar es una suerte de supervivencia, y más todavía para una poeta que se asoma temerariamente a los abismos rilkianos. La poesía se concibe como resistencia, pero sin suponer estancamiento y atrincheramiento, sino re-existencia, método de depuración y análisis, valoración y meditación. Es un riesgo, una apuesta y un desafío. Podría decirse, en palabras de la propia María Auxiliadora Álvarez en una entrevista, que su poesía genera conciencia acerca del «riesgo de la inmanente inutilidad del lenguaje» (Zuccaro 2016), por lo que su obra se configura como un imperativo vital: «Que no digas que ese árbol / extendiéndose / sobre la puerta de mi casa / se parece a la muerte // que no lo digas // que no digas que ves mi silueta / debajo o detrás / tapiada por él / que no lo digas». No en vano Elsa Cross (2015, p. 245), refiriéndose a la venezolana, habla de «una decantación de la experiencia vital». Nuestra autora «canta a aquella frágil debilidad que nos sostiene del árbol y cuya voz se arriesga a anunciar e informar a los lectores que es esa precisamente la marca de la vida» (Almela, 2006, p. 11).

Su tensión terminológica, los campos semánticos que se ponen en juego en su lírica, nos abocan a una reconsideración del decir, el dictum y, por tanto, del propio poema, de la concepción que poseemos de la poesía, la cual se encuentra en lo oscuro. A veces incluso parece surgir su poesía del espesor del duermevela, de la lectura o interpretación de los sueños (Peyrou, 2020, pp. 186-187), y mucho tiene que ver con cierta fuerza o energía oracular que la guía. Una llama de amor viva. En cualquier caso, la poeta debe rescatar su voz de la oscuridad, pero esa labor nos pone frente a una experiencia textual única, no vivida antes en ningún lugar excepto en la composición misma, en el instante de la lectura. Porque la poesía no reproduce emociones sino que las inventa, y la obra de María Auxiliadora Álvarez garantiza una descarga única, singular e intransferible que nadie puede vivir por otro, ya que nadie la ha experimentado antes: no aludimos a emociones o experiencias trilladas, ya sabidas, sino a creación en el sentido más estricto y austero del término. Nuestra poeta es consciente del legado que recibe y comparte, ya que participó activamente en la renovación poética de la época:

Las poetas hispanoamericanas de la segunda mitad del siglo xx que abordaron el tema materno produjeron una fuerte detonación revitalizadora dentro de la cultura femenina del continente, presentando a viva voce el antiguo reducto de la maternidad como un nuevo acontecimiento incorporado a un individuo integrado, con su miríada de significados factuales y potenciales y desnudos de cosméticos y suavizantes. Las múltiples y variadas concomitancias que emergen de este tipo de texto en Hispanoamérica implican un estremecimiento de la subyugación biológica (hacia adentro) y de la subyugación histórica (hacia fuera), desde el fundamento de sus bases. Y, aunque muchas veces se rechazan los paradigmas de las convicciones individuales considerándose inoperantes dentro de mecanismos colectivos homogéneos, estas convicciones resultan indispensables en la concreción de cualquier autonomía (incluyendo la de la identidad femenina), pues una conciencia de oposición solo puede nacer de las propias convicciones y condiciones, incluyendo las biológicas, a fin de detonar desde dentro las bases del estatuto social que intenta (in)determinar la existencia (Álvarez, 2017, pp. 167-168).

Como vemos, la intensidad de su pensamiento discurre de modo paralelo a su poesía, poniéndonos delante de un territorio inexplorado. Si el mundo se concibe como posibilidad, como plantea Emilio Lledó, de igual manera la poesía es aquí posibilidad. Si la poesía es creación, la poeta es doblemente creadora porque tiene la capacidad de parir y concebir poesía. «Si el cuerpo se presenta desmembrado a través de los textos de María Auxiliadora Álvarez, especie de mirada angustiada en torno de lo que hay en el quirófano, la maternidad se experimenta a partir de un abandono, un vacío corporal reflejado en la mirada vaga», afirmaba Juan Guerrero (1986) a propósito de Cuerpo, el icónico título de nuestra autora; «Cuerpo abierto» (Crespo, 1983) pero también «cuerpo como escándalo» (Rojas Guardia, 1985), o sea, lecturas amplias y abiertas que se desgajan de la escritura y la lectura de poesía, siempre polisémica. Nada hay más místico que el cuerpo, nada más misterioso o espiritual: «Lo brusco es el punto ciego del espíritu / su necesidad de separarse» (de El eterno aprendiz), pues marca el tránsito de la vida a la muerte cuando abandona el cuerpo, aunque asimismo de la vida a la vida, una vida que fecunda otra vida, y más al desgajarse el neonato del vientre materno… –«doble procreación», escribió a propósito Santos López (1985, p. 3)–. Mucho y bien se ha escrito sobre la maternidad en la obra de nuestra autora, de la temática matricial de una parte de su poesía.[1] Reunir los fragmentos del mundo, fundir líneas de fuga, acrisolar la mirada, agavillar las experiencias y sensibilidades, descubrirnos un paisaje nunca antes visto, nunca antes visitado, es sin duda el cometido de todo buen poema. Pero el locus amoenus se ha convertido en un locus displicentis, un Páramo solo, un lugar emblemático habitado por el vacío, por la ausencia y, finalmente, por la muerte. Un lugar para el no ser, un lugar para el no. El personaje que escribe y el que lee –que acaban fundiéndose, como estamos viendo– son lo que son por su conciencia rebelde, su herencia romántica, su profundo pensamiento crítico que les aboca a decir no.

Más que una postura crítica o de una renuncia avalada por el no, como quería Camus (1982, p. 21), se trata de la existencia de una frontera en cuanto a la rebeldía de índole social, del individuo frente a la sociedad, que podríamos desarrollar no solo en cuanto a una ética estética sino sobre todo a una estética ética, una actitud ética ante la estética y no al revés, como tradicionalmente se suele presentar, dándole prioridad a la primera parte del sintagma. Habría que considerar en última instancia una insurrección solitaria, que diría Carlos Martínez Rivas. «El pensamiento quiere estar solo», afirma nuestra poeta al inicio de El silencio El lugar, porque la poesía necesita aislarse del ruido, la poesía necesita reflexión. La conciencia poética, en este caso, impulsa a la poeta a no estancarse, a buscar, a indagar, a no quedarse en la poesía fácil –en la «máquina de trovar» que comentara Juan de Mairena–, impulsándola a un tanteo incesante, con la incomodidad que encarna no dar nada por hecho, no aceptar muletillas ni sentimientos ya experimentados, ya vividos o transitados por otros. La poesía exige como estética no bajar la guardia, y esa es la ética de la poeta. De ahí la inversión del binomio, esa estética ética.

Total
2
Shares