La concesión del Premio Nobel a Gide en 1947 dio pie a Ricardo Molina para dedicarle un nuevo artículo en el número 2 de la primera época (1947) de la revista, en el que le reprochaba haber transmitido «el más seductor e inaceptable de los mensajes sobre la vida, el amor, la felicidad» en Les nourritures terrestres, libro «inadmisible como breviario de felicidad», por su significado de «puro hedonismo», «indecisión espiritual», «erótico merodeo» y «voluntaria ceguera a la profundidad trascendente del amor». Tales reservas pudieran ser sinceras —Ricardo Molina fue una persona de gran inquietud, contradicción íntima y vivencia angustiosa de la religión y la moral— o bien debidas a la precaución.

La historiografía literaria española habla de «rehumanización» y «tremendismo» a propósito de la orientación existencialista de la poesía española de los años cuarenta. En «Obsesión de la muerte en la poesía actual», también en el número 2, Ricardo Molina lamenta que esa tendencia se haya convertido en dominante y haya dado lugar a «una aspiración (con demasiada frecuencia detenida en el tópico vago y vulgar) hacia una pretendida profundidad filosófica», carente de la motivación que procede de la experiencia y del pensamiento guiado por la emoción. En la misma línea argumental y en el mismo número 2, «El Romanticismo, estilo cómico» censura la herencia del Romanticismo utilizando el término cómico en sus dos acepciones de «teatral» y «risible» para poner sobre aviso a los poetas sentimentales:

El Romanticismo hace gestos desmedidos; emplea para conseguir sus efectos contrastes violentos de luz y de sombra, con técnica de escenógrafo…

 

Frente a la desmesura y la retórica, al «romántico aquelarre» y la «ficción esproncediana», «Realidad y magia», en el número 3 de la primera época (1948), propone el «Realismo mágico», partiendo del recuerdo incompleto de un cuadro de 1897 del aduanero Rousseau, La gitana dormida, que Ricardo describe como «un tañedor de arpa adormecido que yace en la atmósfera lunar del desierto a la sombra heroica de un león». En realidad, no es tañedor sino tañedora, y no de arpa sino de laúd o bandurria. Nuevo puyazo, pues, al Romanticismo, como el de «Los poetas ingleses metafísicos» en el número 4 de la primera época (1948), que ensalza (a propósito de la aparición de los volúmenes 44 y 45 de la colección Adonáis) la actualidad del Barroco con preferencia al Romanticismo.

En la segunda época, número 4 (1954), «A good love poem… is prose», comentando una cita de Eliot, unida a la advertencia de Rilke en Cartas a un joven poeta acerca del peligro de abandonarse a la facilidad de la verborrea sentimental, nos da a entender que las emociones deben ser elaboradas y filtradas por el pensamiento, para no convertirse en la peor de las mediocridades de la tradición neorromántica. En el número 6 de la segunda época (1955), «Autenticidad y humanidad» reprueba el impudor de los poetas dados a «ostentar su biografía sentimental», desde el apriorismo de que la vida consiste sólo en tragedia y llanto, dándose el caso de que «se ha hecho de la angustia piedra de toque de la autenticidad, creándose así una angustia retórica, una tragedia convencional, un tono de voz tan desaforado que linda con el grito, o tan apagado y alicaído que suena a responso hipócrita».

En el número 6 de la primera época (1948), «La poesía de Rafael Laffón» comienza por sistematizar las observaciones que han ido configurando la poética de Ricardo Molina hasta ese momento y su censura de los excesos retóricos y la falta de autenticidad del tremendismo. Merece la pena citar con cierta extensión este texto fundamental:

Ahora que la humanización de la poesía infunde calor y vida nuevos al poema, numerosos valores fundamentales quedaron relegados, por contraposición, a un segundo término penumbroso, viviendo en precario, arrinconados por la ofensiva del Romanticismo imperante. A la poesía anterior, preocupada constantemente desde el modernismo por su esplendor formal, ha sucedido una poesía opaca, impermeable a los problemas del arte, rebosante de pretensiones filosóficas, obsesionada por el tema del hombre, atenta a los latidos de la interioridad individual, como si lo único que definiera a la poesía fuera la conciencia torturante de la humana inquietud. Porque la misma esfera de lo humano diríase en ella limitada a un solo aspecto: el trágico. Poesía trágico-humana, opresora, patética, que nos sumerge en golfos de angustia o despliega a nuestra contemplación sombríos horizontes, a veces teatrales, que recuerdan los convencionalismos románticos. Pero la poesía es, y siempre fue, algo más que un testimonio psicológico o un documento de la vida interior o la constatación de las impresiones del mundo externo en el espíritu; es, ante todo, arte, encantamiento, sensible delicia, «splendor».

El criterio imperante mueve al crítico, viciado por el ambiente, a buscar en el poema algo tan imponderable como la autenticidad, la angustia, la humanidad, sin que pesen apenas en el juicio estimativo la belleza, el lenguaje, la música…

 

Hemos visto hasta la saciedad que Ricardo Molina rechazaba las actitudes «humanizadoras» de la posguerra, por fomentar una retórica basada en el engolamiento existencial y la impostación trágica. Para él, la poesía debía ser siempre y ante todo atención al lenguaje. Como caso ejemplar destacó la musicalidad de la palabra gongorina («Perfección», número 7 de la primera época, 1948) y la capacidad de Juan Ramón para destilar su rica sensibilidad al margen del lenguaje lexicalizado, dejando siempre un nódulo de misterio al que sólo la intuición puede acceder («Juan Ramón Jiménez», número 8 de la primera época, 1949).

El otro gran tema que Cántico tenía que afrontar era la poesía llamada social. En el número 3 de la segunda época (1954), «La poesía comprometida» distingue entre poesía comprometida propiamente dicha y poesía-mensaje. La primera se caracteriza por ser un vehículo de expresión ideológica, corre el riesgo de convertir al poeta en un propagandista y, sobre todo, carece de poeticidad, pues consiste en mensajes producidos de manera racional, sin la imbricación de pensamiento y emoción que es consustancial a la poesía. La segunda es aquella que, si bien tiene un origen ideológico, lo asume de manera no programática, sin reducir el poema al proselitismo: es la de los grandes y eficaces poetas comprometidos, como Victor Hugo o Pablo Neruda.

El compromiso literario siguió preocupando a Ricardo Molina, y volvió a él en un texto del número 6 de la segunda época (1955), «La poesía social como épica contemporánea». Si el poeta, sin más propósito que expresar sus emociones, libre del autoencargo, supiera conectar instintivamente con la comunidad de que forma parte, escribiría:

Una auténtica poesía social, esto es, una poesía que mantuviera su dignidad y libertad poéticas sobre todo y frente a todo, pero que a la vez fuera fiel portavoz de los problemas, ansias, inquietudes, miserias y grandezas de la colectividad. No una poesía de partido, no una poesía encauzada por programa político alguno.

 

Y en el número 8 de esta segunda época (1955), en «Sobre la comunión entre escritor y pueblo», afrontó Ricardo Molina el principal de los problemas inherentes al arte comprometido: cómo entrar en contacto con un público amplio, carente de educación, sin caer en la fabricación de un seudodiscurso degradado, sin más objetivo que la inmediatez propagandística.

Este recorrido por las páginas de Cántico ha puesto ante nosotros la formulación de Ricardo Molina, a lo largo de los años, de la poética del grupo, en su adquisición de autodefinición e identidad. Más de una vez la he resumido en estos cinco puntos:

1.º. Asunción de una poeticidad fundada en la imaginación y en el rechazo de la reducción de la palabra a vehículo para la comunicación conscientemente premeditada.

2.º. Voluntad de enlace con la tradición, en especial, con los Siglos de Oro y el Barroco, y con la poesía contemporánea que representan Eliot, Rilke, Juan Ramón y el 27.

3.º. Rechazo del Romanticismo, por su discurso confesional y visceral primario y en bruto, declamatorio y exhibicionista; del purismo, por su asepsia frente a lo emocional y existencial; del surrealismo, por su autismo irracional y su consiguiente incapacidad para la comunicación.

4.º. Rechazo, en lo estrictamente contemporáneo español, del garcilasismo, del tremendismo, de la poesía social y de toda autocensura que excluya lo no común, lo no cotidiano y lo no contemporáneo en nombre de la comunicación mayoritaria.

5.º. Asentimiento a un humanismo integral, vitalista, espontáneo y auténtico; a los referentes culturales y al realismo mágico; a una poesía de alcance colectivo e ideológico, siempre que proceda del pensamiento y la emoción individual.

No puedo cerrar estas consideraciones sin una mínima referencia al volumen titulado Función social de la poesía, publicado de forma póstuma en 1971, y resultado de una beca concedida a Ricardo Molina por la Fundación Juan March. Es una obra de acarreo, que revela curiosidad y un estimable esfuerzo de documentación, e intenta sobrevolar milenios desde el origen del habla entre los homínidos hasta nuestros días. De tan vasto y superficial recorrido nos conciernen sólo sus últimas catorce páginas, tituladas «El poeta actual», de las cuales nueve están dedicadas a Pablo Neruda. La admiración que por él sintió Ricardo Molina no es nueva en esa etapa final de su vida, pues lo consideraba un ejemplo de esa poesía-mensaje que para él encarnaba la única manifestación legítima, poéticamente hablando, del compromiso. Escribió a este respecto como resumen: