‒podría traducirse como «frenar la marea»‒ y pone de manifiesto la insignificancia del hombre frente al poder de la naturaleza y la incapacidad de éste para domeñarla. Paradójicamente la misión del hombre desde que Dios le puso en la tierra ha sido precisamente la de dominarla, como claramente le ordenó ‒y así dejó grabado‒ en el Génesis: «Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven sobre la tierra». La obra de Goldworsthy plantea, sin embargo, todo lo contrario. El artista se asombra con la tierra, disfruta ante su espectáculo, se impregna de su materialidad, participa de su dinámica y establece un diálogo profundamente repetuoso con ella. En este sentido, el trabajo de Goldsworthy es libertario, irreverente, subvierte la idea occidental del hombre adueñándose del mundo para subyugarlo, y nos propone la gozosa tarea de participar de su pulso, de servirnos de sus mareas, de sus cauces y torrentes para utilizarlos en nuestro provecho, no yendo contra ellos, sino dejándonos fluir en ellos y permitiendo que su ritmo interno alimente la actividad creativa y sirva de motor a nuestra necesidad de resituarnos en el mundo. El artista, como un niño grande que se ha hecho finalmente consciente de la imposibilidad de poner barreras al latido del mundo en el que vive, nos ofrece la posibilidad de recuperar y redescubrir el placer de volver a construir castillos en la arena de la playa, sabiendo que la marea subirá y acabará por llevárselos; y, sobre todo, nos ayuda a recordar que lo efímero de esa huella que el hombre deja en su entorno, contra lo que que puedan pensar muchos, no es un hecho dramático, sino algo que puede llenarnos de júbilo, porque nos permite participar, de una manera adulta, consciente y activa, del milagro de una vida en constante transformación, del tránsito de las estaciónes y de los cambios de la meteorología.
Andy Goldsworthy parece querer decirnos que todo lo que nos rodea está destinado a desaparecer según la vida sigue su curso. Fugacidad, brevedad y metamorfosis se ponen de manifiesto en dos de sus últimos trabajos más importantes: Ephemeral Works: 2004-2014, un libro extraordinario que recoge cerca de doscientas obras que el artista ha realizado durante los últimos años; y la exposición de corte antológico que tuvo lugar en la Galería Lelong de Nueva York que llevaba por título «Andy Goldsworthy: Leaning into the wind» («Inclinándose en el viento»), dos acontecimientos que han revitalizado la presencia del escultor en el escenario artístico actual.
La última exposición que el artista ha mostrado en la galería Slowtrack de Madrid este año 2016 tenía el nombre de «Espera». Espera en el sentido de demora, de paciencia. Con este término, el autor se refiere a la expectación que exigen tanto la creación como la contemplación de la obra. La serenidad y el temple de ir colocando minuciosamente pequeñas hojas, palos o pétalos de flores, que una y otra vez se desmoronan antes de llegar a constituirse en obra, pues el camino de la belleza que el artista nos ofrece es pausado, tiene que ver con los fenómenos atmosféricos y sus tempos, con la soledad, la dilación, la resistencia personal y el aprendizaje que se extrae del fracaso. Hay algo en ello que recuerda al trabajo sigiloso de los monjes budistas realizando esos mandalas de arena que, tras un minuciosísimo trabajo de largos días, son destruidos como señal de la fragilidad del mundo y en recuerdo de lo efímero de las cosas; también hacen pensar en el silencio de la mística oriental y en la ineficacia de la palabra frente a la experiencia sensorial.
He dedicado toda mi vida a hablar sobre arte, pero creo que mi trabajo consiste, principalmente, en ayudar a mis alumnos a acercarse a él para ayudarles a olvidar lo leído y aprendido y ser capaces de enfrentarse a una experiencia silenciosa y gozosa donde sobran las palabras. No sé si tiene mucho sentido que nos sentemos aquí a hablar.
(Risas) Yo tengo muchas cosas que decir, no te preocupes. Creo que lo que dices es parecido a lo que ocurre con la fotografía en mis obras. Cuando hago una fotografía, normalmente es una abstracción del trabajo que he realizado y en la fotografía se atisba la manera de mirar ‒la mirada‒ hacia el trabajo que realizo. Dicho de otra manera: yo me fijo en el tipo de luz, en el momento y en la historia que hay en la obra que estoy realizando… es paradójico, porque hablo sobre escultura.
Es curioso, la fotografía, y últimamente el video, son una parte imprescindible de tu obra. Es lo que permanece de algo y que siempre está relacionado con un acción efímera en la naturaleza. Tu obra, hecha siempre sin público, dura apenas un instante y de ese instante solo permanece, o bien una fotografía en muchos casos única, o una pequeña serie o las breves tomas de video, como en algunos de los ejemplos que hemos visto expuestos en la sala. Testimonios que nunca están manipulados y que convierten el proceso performativo en nuevas obras en sí mismas.
Cuando hago una fotografía, el tipo de lenguaje utilizado en la obra está previsto para ese concepto de fotografía. Así que yo creo que lo que estoy diciendo, en definitiva, es que es interesante que la obra de arte pueda implicar ideas, sentimientos y también sostener un mundo de cosas diferentes. Pero esa no es la razón por la que hago mi obra. No la hago para poder ser fotografiada. Nunca hago mi trabajo para poder obtener un objeto final, sino por el proceso que implica. Sin embargo, me hace muy feliz que las fotografías tengan diferentes vidas a parte de la obra en sí, aunque el sentido de mi trabajo tenga que ver con ese contacto directo con el material.
El día 31 de marzo de 2016, cuando tuvimos esta conversación con el artista, elucubrábamos y hacíamos bromas sobre el tipo de personaje que íbamos a conocer. Viendo sus esculturas de piedras y las murallas de hielo que había sido capaz de levantar, nos imaginábamos a una especie de «abominable hombre de las nieves», un gigante forzudo capaz de mover montañas; pero, por otro lado, la sutileza de sus piezas con juncos, ramas, pétalos de flores o hielo nos hacía pensar en una persona frágil, en una especie de monje zen. De lo que sí estábamos convencidas era de que íbamos a ser un incordio para él, de que hablarle de arte, bombardearle a preguntas y tenerle sentado en una silla sin dejarle mirar el cielo durante un rato tenía necesariamente que ser para él una tortura. Al entrar en la sala de la galería donde nos esperaba, todas nuestras ideas preconcebidas se desmoronaron. Andy Goldworsthy estaba sentado tras una mesa llena de frutas y bizcochos que Marta Moriarty había preparado amablemente para nosotros. Inmediatamente, pensé en esos cuadros de Bonnard donde un perro colocado de frente al espectador se asoma con ojos traviesos a la mesa donde una colorida tarta hace las delicias de su olfato. Andy, sentado al otro lado de la mesa, nos atravesó con una mirada entre curiosa, divertida y fulminante que inmediatamente nos hizo desembarazarnos de las ideas que de él nos habíamos hecho. Pero, sobre todo, esa primera mirada nos trastocó otra idea preconcebida respecto a su figura como artista. Andy Goldworsthy, a punto de cumplir 60 años, tiene un aspecto enormemente jovial; sin duda sus caminatas, su trabajo en el campo de sol a sol, el duro ejercicio físico al que somete a su cuerpo, le mantiene en plena forma. De mediana estatura, su aspecto está a medio camino entre el Lord inglés y el leñador canadiense. Sus manos son las de un labriego, llenas de callos y cortes que evidencian el duro trabajo al que las somete desde que a los 13 años comenzara a ejercer como jornalero en las granjas británicas, pero, por otro lado, son también las del profesor universitario en el que de vez en cuando se transforma y se mueven de forma expresiva mientras habla, bailando de forma acompasada, al ritmo de sus palabras. Pero no son las manos su único instumento de trabajo, también lo son sus ojos. Andy Goldworsthy es un artista de la mirada, un observador del mundo, un prestidigitador dispuesto a utilizar lo que descubre para hacer luego un juego de magia con sus manos, alguien que conserva como un preciado tesoro la capacidad de seguir asombrándose.
En India dicen que el arte es un intento de hacer palpable lo que es intocable, de hacer visible lo invisible. Es posible que el arte tenga mucho que ver con la magia ¿qué opinas?
Si, sé exactamente a qué se refieren con eso. Yo siento lo mismo. La mirada debe ir más allá de la superficie, de la apariencia de las cosas para encontrar lo que realmente hay ahí, para hacer visible lo invisible y poner de manifiesto lo que está en la materia. La diferencia entre tocar y mirar es enorme.