Si en el primer ejemplo tenemos una identidad que es confundida involuntariamente con otra, en este último se trata de la ocultación de un yo al que se quiere que la sociedad dé por muerto y la creación de otro nuevo. ¿Cómo no acudir, después de leer estas noticias, a nuestra biblioteca y releer las páginas sobre la identidad del Tratado de la naturaleza humana de Hume, coger una vez más el libro de Taylor Fuentes del yo y hojear el librito de Rosset Lejos de mí?

 

LO DETECTIVESCO

Pongo en el centro de este artículo la categoría de lo detectivesco. Chesterton fantaseaba con la idea de que cualquier novela famosa, «sobre todo si es tranquila y doméstica», podría reescribirse como relato policíaco. Si se repara en los recortes que llevamos comentados, se verá cómo no cuesta nada sustituir «novela famosa» por «noticia de periódico», y aplicar a estas últimas esa reescritura. Como argumento a favor diré que el ámbito teatral en el que nos hemos detenido se ha incorporado con tal facilidad en la literatura de detectives que sugiero un estudio sobre su presencia. Nombraré a este respecto, por seguir con Chesterton, uno de sus cuentos del padre Brown: La vampiresa del pueblo. Del mismo modo, no es solo porque intervenga Scotland Yard por lo que la última noticia reseñada podría figurar sin esfuerzo en esta carpeta. Cualquier aficionado a la literatura policiaca sabe lo importante que es en ella el tema de la identidad. Por poner otro ejemplo, recuérdese Un caso de identidad, uno de los de Sherlock Holmes.

Selecciono en este apartado dos historias que coinciden en el protagonismo de un animal. En el diario Sur de un día de junio de 2016 pesqué la siguiente noticia. Un tal Martin Duram fue asesinado a balazos en presencia de su loro, de nombre Bud, que memorizó parte de la conversación entre asesino y víctima y la repetía como lo que era, como un loro. El muerto apareció junto al cuerpo de su mujer, que, aunque con un disparo en la cabeza, sobrevivió. «No dispares, joder», repetía Bud, y especialistas en aves creían que reproducía las palabras del marido. ¿Lo asesinó la mujer y luego intentó suicidarse? El fiscal estaba estudiando la posibilidad de utilizar al loro como testigo del crimen. La casualidad ha puesto en mis manos mientras preparaba este artículo la observación que sobre estos animales hace el ocurrente Gómez de la Serna: «Son cortos de frase, precisos, cortantes, insolentes y calumniosos». Había uno, cuenta, colgado a la puerta de una taberna, que gritaba a todo el que salía: «¿Has pagado?».

La inquietante imagen de un animal que presencia un crimen se repite en una noticia de Le Figaro del 10 de septiembre de 2008. Un perro llamado Théo fue llevado por un juez de instrucción de Nanterre al lugar donde había muerto su dueña, la viuda de un anticuario. Había sido encontrada colgada en su chalana y aunque al principio se pensó que era un suicidio, ahora había serias dudas al respecto. La madre y el hermano de la víctima pensaban en un asesinato. El juez decidió hacer una ronda de reconocimiento poniendo al dálmata, único testigo de la muerte, ante diferentes personas, entre ellas los dos sospechosos, el legatario universal de la fallecida y uno de sus amigos, con el fin de ver si el can mostraba alguna hostilidad hacia alguien.

 

AMOR (Y ALGO DE MUERTE)

Labores de detectives eran las que hacían cónsules y jueces a principios de este siglo para descubrir matrimonios de conveniencia, una práctica en auge entonces. Un domingo de octubre de 2006 El País publicaba un pequeño reportaje sobre el asunto informando de que el precio de un cónyuge español iba de 3000 a 10.000 euros. Un cónsul del norte de África contaba que había muchos casos de hombres que solo hablaban árabe y algo de francés y que solicitaban casarse con una chica que conocía exclusivamente el español. Cuando se les preguntaba por la comunicación solían decir que siempre había a mano un primo o un amigo que hacía de intérprete. Pero una chica fue más lejos y contestó a un canciller: «Nos comunicamos con la mirada y con el corazón». Eludían así, como filósofos analíticos, las trampas del lenguaje. En el libro Esgrafiados, de Jünger, tengo subrayada esta afirmación: «Los enamorados no necesitan diccionario».

El amor se mezcla con la obsesión y la muerte en la siguiente noticia, aparecida en El Imparcial un día de noviembre de 2009. Un vietnamita dormía como perro fiel sobre la tumba de su esposa hasta que, tras veinte meses, decidió cavar un túnel para seguir haciéndolo con mayor cercanía y protegido de las inclemencias del tiempo. Fue entonces cuando intervinieron sus hijos y le impidieron sus sueños extravagantes. Así que una noche desenterró los restos, moldeó la arcilla alrededor de ellos, vistió el resultado y se lo llevó a su cama, donde durante cinco años durmió con él. El hombre confesaba que no era como las personas normales, pero a mí me da que lo normal es precisamente no serlo. Se dice que la poetisa Carolina Colorado embalsamó el cadáver de su marido y lo tenía en una habitación de su palacete. Lo llamaba «el silencioso» y «el hombre de arriba» y hablaba con él contándole sus cuitas. Sin embargo (y sin que esto suponga desdecirme de mi afirmación sobre la normal anormalidad), he de decir que, sospechando de ese relato, he buscado su fuente y lo que he encontrado ha sido más bien un desmentido. Una pluma solvente, la de José Cascales Muñoz, cronista oficial de Extremadura, escribía en 1911 en la revista cultural La España Moderna acerca de ello y aclaraba que la poetisa, en previsión de llevar luego el cadáver a España, lo había hecho traer, embalsamado y en un sarcófago, desde el palacio de Bessone, donde había muerto, a la capilla del de la Mitra, donde ella residía. Esa capilla fue cerrada al culto y solo abierta al morir la viuda, que se reunió entonces con su marido para ser ambos trasladados a suelo español.

Esta breve indagación me ha recordado otro proyecto tan extraño y personal como el de Kafka, del que ha nacido este artículo. Hace tiempo pensé en escoger un periodo hace un siglo o siglo y medio y vivirlo día por día a través de la prensa. Si era el día 6 de junio de 2019 yo leería la prensa del 6 de junio de, pongamos, 1919. De haberlo hecho eligiendo los años cuarenta del siglo XIX, me hubiera topado con una noticia imposible y, mezclando el primer plan con este segundo, hubiera recortado unas líneas de El Castellano del 11 de enero de 1844. En ellas se recoge una carta que alguien de Badajoz había escrito al director de otra publicación en la que se decía que Carolina Coronado había muerto en un accidente. «Sensible es en efecto la prematura muerte de esta joven poetisa», corrobora el periódico ante la misiva. Días después, El Corresponsal decía: «De algún tiempo acá observamos que ora sea por broma, ora por necedad se inventan noticias absurdas, no ya políticas, que en estas la falsedad está a la orden del día […]». Y se menciona el fake de la muerte de Coronado, que le permitió el privilegio de leer sus propias y halagadoras necrológicas. Otro recorte, este de La Posdata (Periódico Jocoserio, se subtitula este diario), comenta junto al de la poetisa, en tono chusco, el caso similar de la soprano Catalani: «Todas las notabilidades se mueren tres o cuatro veces y resucitan otras tantas; y esto nos hace desear con vehemencia ser notabilidad». El articulito acaba así: «¿Qué es esto? ¿En qué tiempos estamos? ¿En qué país vivimos?». Si se hace este experimento, hay que tener cuidado, como se ve, en no mezclar los recortes de decenios atrás con los de hoy.

Ese desafío a la muerte por parte del amor con el que Quevedo escribió su inmortal poema («Cerrar podrá mis ojos…») se repite en una noticia anterior, del 26 de julio de 2008. El País informaba de que el pintor francés Jean-Louis Ronzier se casaba a título póstumo con su compañera fallecida cuatro años antes: «Ella hubiera hecho lo mismo en mi lugar. La quiero mucho –obsérvese el tiempo verbal– y las otras mujeres no me interesan».

Pero el recorte más conmovedor a este respecto es de abril de 1999. Un pescador halló en el estuario del Támesis una botella con un mensaje de amor escrito 85 años antes por un soldado que iba a Francia a luchar contra los alemanes en la Primera Guerra Mundial. Doce días después moriría en su primer día en las trincheras. Tenía 26 años y se llamaba Thomas Hughes. Su mujer, a la que iba destinado el mensaje, murió cuatro lustros antes del hallazgo del pescador, pero este envió la botella a la hija, que aunque solo tenía dos años recuerda cómo se despidió de ella su padre. Así que Quevedo: «Polvo serán, mas polvo enamorado».

 

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