POR JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

En una carta que Kafka escribe en noviembre de 1912, en plena redacción de La metamorfosis, el escritor explica a Felice un plan que abriga desde hace tiempo pero que la pereza le ha impedido ejecutar. Se trata de recopilar noticias de periódicos que «por algún motivo me parezcan sorprendentes, que me afecten y resulten a la larga importantes para mí personalmente»: noticias destinadas literalmente a él solo, «sin que quien juzga desde fuera pueda descubrir el motivo del interés particular». Kafka reconoce carecer de la perseverancia necesaria para montar una colección de ese tipo solamente para su recreo, pero lo haría con gusto si fuera para Felice, y le propone hacer lo propio e intercambiarse esas colecciones de informaciones tan personales, regalándose así el uno al otro un pequeño e íntimo tesoro.

Estoy seguro de que el lector de estas líneas ha sentido como yo el interés de Kafka, y probablemente también su pereza para esa recolección. Suelen ser noticias singulares, más o menos divertidas, más o menos extrañas, más o menos chocantes, que otros pasarán por alto pero que nosotros (y ese nosotros es un yo personal) hemos detectado antes ya de que nuestro ojo consciente llegue a ellas. Mi compilación es escasa, imperfecta y fragmentaria, pero sostenida en el tiempo durante unos treinta años. Se compone de viejos recortes de periódico acumulados en polvorientas carpetas y de los más asépticos registros virtuales a los que se llega concéntricamente pulsando varias veces el botón izquierdo del ratón de mi ordenador. Me gustaría dar cuenta en esta revista de una selección y clasificación de estas noticias, convencido de que mi inclinación hacia esta o aquella información, aun siendo particular, es compartida. Invito, pues, al lector a que engrose su propia colección con algunas de ellas.

 

REALIDAD Y FICCIÓN

Una de mis categorías más pobladas es la que explora la permeable frontera entre la realidad y la ficción. Este asunto, lejos de haber sido descubierto por la metaficción, lo encontramos desde el origen de la literatura modulado en cada época de acuerdo con su propia sensibilidad (tres gráciles y amplios saltos nos llevan hacia atrás al Unamuno de Niebla, al Quijote y a Homero). Pero estas noticias de colección se caracterizan, además de por cierta extravagancia, por su ligereza, lo que no está reñido con la índole infausta de algunas de ellas. Como las anécdotas, entre las cuales podemos contarlas, señalan algún tema de interés teórico (justo el que me ha permitido clasificarlas), pero se abstienen de introducirse en él. Tampoco lo haremos nosotros.

La primera subcarpeta de esta categoría recoge artículos que hablan de personas incorporadas a obras de ficción. El 21 de junio de 2007 El País hablaba de un juicio en Cantal (Francia) por intento de asesinato. El escritor Pierre Jourde había aireado en su novela Tierra perdida los secretos de Lussaud, un pueblo del centro de Francia del que era natural y al que acudía en verano. En el de 2005, cuando llegó, algunos vecinos apostados en la entrada le atacaron. El escritor, dice el artículo, demandó «a sus personajes». La sustancia de la noticia dispara un buen número de preguntas. ¿Puede un novelista decir cualquier cosa, mentiras incluidas, sobre alguien real? ¿Basta cambiarle el nombre para eximirse de toda responsabilidad? ¿Cuál es la diferencia entre inspirarse en la realidad y retratarla o difamarla? ¿Es lo mismo elegir una persona viva o muerta? ¿Distinguiríamos entre un muerto reciente y un muerto de hace un milenio, como si este ya no fuera digno de miramiento alguno, como si tuviera ya, por lejano, la textura misma de un personaje? Hay quien subraya que no se debe construir una ficción infame a partir de alguien vivo y reconocible, pero es fácil dar la vuelta al argumento: es el muerto precisamente quien no se puede defender. Derecho al honor, a la intimidad, a la información, a la libertad de expresión, todo ello se baraja jurídicamente en los casos en que estas historias llegan a los tribunales. Tampoco es fácil de desatar el nudo que establece en algunos de estos casos el encuentro entre la estética y la ética. Acabaré este párrafo con un apunte literario. César Aira incluyó a Carlos Fuentes como un personaje en su novela El congreso de literatura; en ella era clonado. Tiempo después, el mexicano, como castigo, le hizo ganar al nada ceremonioso Aira el Premio Nobel en La silla del águila.

La segunda subcarpeta de esta categoría incluye las noticias en las que la realidad se confunde con la ficción. El 12 de diciembre de 2008 El País publicaba que el actor de teatro Daniel Hoevels se había provocado un grave corte en el cuello al interpretar el suicidio de Mortimer en María Estuardo de Schiller. Cuando, tras tambalearse, cayó al suelo, el público del Burgtheater de Viena aplaudió complacido. Afortunadamente, el actor sobrevivió. Imposible no pensar al leer esto en aquel famoso texto de Kierkegaard: «En un teatro se declaró un incendio en los bastidores. Salió el payaso a dar la noticia al público. Pero este, creyendo que se trataba de un chiste, aplaudió. Repitió el payaso la noticia y el público aplaudió más aún. Así pienso que perecerá el mundo, bajo el júbilo general de cabezas alegres que creerán que se trata de un chiste».

Tercera subcarpeta. Si en la segunda la realidad se tiene por ficción, ahora la ficción se toma como realidad. Un titular en El Imparcial del 4 de febrero de 2013 rezaba: «Paralizado un rodaje al detener un ciudadano a un ladrón ficticio en Ceuta». El transeúnte vio cómo unos policías locales perseguían sin éxito a un hombre y se lanzó sobre el actor tirándolo al suelo. Uno piensa que, del mismo modo, los minutos más famosos de la historia de la radio, aquellos en los que Welles (Orson) adaptaba a Wells (H. G.), hicieron que la gente, confundiendo la ficción de La guerra de los mundos con una situación real, abandonara sus casas y colapsara carreteras. No fueron pocos los que llamaron al teléfono de emergencias para notificar que habían visto a los extraterrestes.

El error de las clasificaciones no está tanto en incluir en un grupo algo indebido como en conformarse con un solo conjunto para un elemento. Muchas de mis noticias están en varias carpetas. La cuarta y última subcarpeta de esta serie pertenece también a otra categoría mayor, titulada «Arte». Están allí los casos en que costosas obras de arte son confundidas con cosas cotidianas. El ABC notificaba en agosto de 2004 que una señora de la limpieza de la Tate Britain había echado al contenedor parte de una obra de arte que consistía en una bolsa de basura. La composición completa pretendía mostrar la finitud del arte, destinado a destruirse. En ese sentido, la limpiadora podría haber reclamado su papel decisivo y culminador de la parte de la obra de la que se hizo cargo, y exigir que su nombre constara junto al del artista alemán (Gustav Metzger). ¿No era un objetivo vanguardista disolver el arte en la vida? He sostenido que estas noticias, pese a su apariencia, apuntan alto. Uno se da cuenta de ello cuando lee lo que dijo un portavoz de la Tate Britain respecto al desliz de la empleada: «¿Cómo iba a saber lo que se suponía que era?». El lector de la información se sentirá impelido a abrir el ensayo El puño invisible, de Carlos Granés o, si uno prefiere la literatura, Kassel no invita a la lógica, de Vila-Matas.

 

IDENTIDAD

Abramos una nueva carpeta. En un recorte de El País fechado el 17 de mayo de 2006, se cuenta una rocambolesca historia. Guy Goma, un congoleño que llevaba cuatro años en Inglaterra y todavía no dominaba a la perfección el inglés, había ido a la BBC a pedir trabajo. Un productor de la casa fue a recoger a un invitado experto en la difusión de música por internet para llevarlo a un programa que se emitía en directo. Se equivocó de habitación y preguntó al hombre que allí estaba, precisamente Guy Goma, si era Guy Kewney. La coincidencia del nombre de pila, los nervios por la entrevista de trabajo a la que acudía y el manejo deficiente del idioma le llevaron a contestar afirmativamente, con lo que acabó en el estudio, presentado como un experto en internet. No obstante, tras un instante de pánico, dijo «buenos días» y contestó como pudo a las preguntas de la presentadora, interesada en la sentencia judicial a favor de Apple Computers en su litigio con Apple Records. Ser confundido con otra persona y no desmentirlo, ser tratado como otro, ¿no nos lleva directamente al asunto de la identidad?

En otro recorte del mismo diario de febrero de 2000 se lee el siguiente título: «El muerto que nunca lo fue». Un técnico informático británico, al ver las imágenes del accidente de trenes ocurrido en la estación londinense de Paddington, pensó que era la oportunidad de desembarazarse de su antiguo yo. Vivía con un nombre falso y llamó a Scotland Yard para decir que temía que en el vagón H (calcinado con todos sus ocupantes dentro) viajara Karl Hackett (este era su verdadero nombre, con el que había sido condenado a un año de cárcel). La jugada pareció haberle salido bien. La meticulosidad de los agentes, sin embargo, que percibieron que algo no encajaba, sacó a la luz el pasado del que el protagonista quería escapar.

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