POR BLAS MATAMORO

A la memoria de Luis Jiménez de Asúa

 

En 1636 dio a estrenar Calderón de la Barca su «comedia famosa» El garrote más bien dado. Hoy la conocemos como El alcalde de Zalamea. Durante siglos ha sido muy bien leída y releída. Las páginas que siguen intentan hacerlo desde la filosofía jurídica y política. Ambigua como toda buena obra de arte, más aún tratándose de una autoría barroca, rica de sugestiones de diverso tipo, me ha parecido interesante averiguar lo que se refiere a los tres tipos de justicia que en ella aparecen. No lo hacen de modo explícito pues el texto no es doctrinal sino una ficción escénica pero el arte piensa y, si se trata de Calderón, de modo sustancioso. Lo ficcional del asunto afecta a los personajes históricos que en ella se muestran: Felipe II, Pedro Crespo y Lope de Figueroa. Al pasar a la escena, se tornan escénicos y como tales conviene considerarlos.

La sociedad que exhibe el texto es, en principio, una sociedad estamental, la también llamada sociedad de brazos. Hay allí hidalgos (nobles) y villanos (plebeyos). A los primeros pertenecen Lope de Figueroa, Álvaro de Ataide y don Mendo. A la segunda, Pedro Crespo, sus hijos (Isabel y Juan), su sobrina Inés, el criado Nuño y los cómicos Rebolledo y la Chispa. A Felipe II le doy lo que la gente de teatro suele denominar cartel francés, por su aparición tardía y decisiva según se verá. Hay también algunos soldados y un sargento, poco activos en la trama pero a los cuales, como quien no quiere la cosa, Calderón adjudica ciertas opiniones populares en voz baja sobre los dirigentes. A Lope, animoso y valiente, se lo considera desalmado, jurado, renegado del mundo (áspero, maldiciente) y favorecedor injusto de sus amigos. A Crespo, rico labrador: vano, pomposo, presumido como todo villano venido a más.

La figura hidalga más «correcta», es decir más ajustada a una ética estamental, es don Lope de Figueroa, el jefe militar del caso. Según Huizinga, frente al culto de la pasión y la devoción del sentimiento propios del plebeyo, el aristócrata es inexpresivo de sus afectos, frío, reservado y, en definitiva, estoico. Una impasible dureza es el fundamento de su fuerza y se traduce en una autoridad respetable. Si se quiere, es el tópico europeo del español renacentista, así como el explosivo rodomontista y matamoros lo será del español barroco. En esta dualidad es fácil leer la oposición entre Lope y Pedro Crespo.

Figueroa se considera apoderado por el rey para juzgar a los suyos y, viceversa, se cree pertenecer al mismo brazo nobiliario que el monarca. De ahí que piense siempre descuente el solidario favor regio respecto a sus actos. Luego se verá que el drama calderoniano desvía esta convicción en tanto su Felipe II no funciona como voz estamental sino estatal.

Álvaro de Ataide, al revés que este paradigma nobiliario, es el señorito que «se porta mal» pues, a pesar de sus prejuicios de casta, manifiesta sus sentimientos en público y se encapricha por una villana, gracias —conviene apuntarlo— a unas tiradas líricas que le acerca el mejor Calderón. Cree que las villanas se diferencian radicalmente de las damas y es en este punto donde se produce su excitación. La provoca la bella hija del alcalde, Isabel. Es despreciable por plebeya y le está prohibido al señorito requebrarla. Pero, justamente, es esta irregularidad lo estimulante de su capricho, según el clásico principio amoroso trovadoresco de que sólo es atractivo en el amor lo ilegítimo del vínculo. Otro paradigma del Barroco español, don Juan Tenorio, también seduce a unas campesinas a partir de su diferencia social. A los dos señoritos —el uno auténtico y el otro tal vez falso— los empuja su afán burlador: deshonrar a la mujer. En Álvaro se llega al colmo: secuestro y violación.

El seductor se sorprende cuando Isabel se le resiste como si fuera hidalga, poniendo en cuestión la eminencia social del supuesto noble. Lo mismo ocurre cuando se enfrenta con Juan, el hermano de Isabel y le pregunta «¿Qué opinión tiene un villano?» a lo que el otro contesta: «[…] la misma que vos; / que no hubiera un capitán / si no hubiera un labrador». Hay aquí un sutil rasgo de crítica social por parte del escritor. No basta la pertenencia al estamento y es así que un aristócrata puede ser innoble. Es lo que ocurre con Juan, fascinado en principio por Álvaro y motivado por tal para hacerse militar mas que, al enterarse de la violación de su hermana, quiere matar al culpable, obligando a su padre a detener su arrebato.

No parece gratuito, en la misma línea, el retrato de don Mendo, el típico hidalgo pobre, de palillos falsos, que anda mascando un palillo para fingir que acaba de comer cuando, en realidad, está pasando hambre. Sus vestimentas son elegantes pero están raídas y su siervo, Nuño, trata en vano de convencerlo para que se case con una villana rica, capaz de comprar sus títulos y sacarlo de la miseria. Don Mendo se opone con obstinación. Para él, la pureza de la casta es lo principal y si, como Álvaro, está prendado de Isabel, reprime su encanto al considerar una posible mésalliance. Isabel, desde luego, segura de sus atractivos, encuentra ridículo y desdeñable a este señorito sin fortuna, alimentado sólo por fantasmas y prejuicios. Desde un punto de vista plebeyo, en efecto, un titulado sin blanca es apenas una máscara.

Los primeros villanos que aparecen son Rebolledo y la Chispa, unos cómicos de la legua que vagabundean sin fijarse en ningún lugar, divierten a la soldadesca con jacarandas y serenatas y, lo principal del caso, se ponen fácilmente al servicio de las intrigas innobles del señorito. Son plebeyos de perfil lumpen. Calderón los extrae de la novela picaresca pues el pícaro, por su talante de homo viator, de errabundo, y su facilidad para el disfraz, encaja bien en una pieza barroca, donde aporta comicidad a una historia de almendra trágica, acentuando la bipolaridad tragicómica también propia del barroquismo. Vale observar la simetría calderoniana: don Mendo caricaturiza la hidalguía y Rebolledo con la Chispa, la villanía.

Pedro Crespo centra la parte plebeya de la historia. Gracias a su trabajo ha llegado a la riqueza pero no quiere comprar con ella ejecutorias nobiliarias, lo que él denomina «el honor postizo». Tiene honra, que no se compra ni se vende, y con ella le basta para identificarse, tanto ante los suyos como ante los otros. Esto convierte el desnivel social en equidistancia y así lo confirmará la final decisión del rey.

La honra en primer plano es obsesiva en Pedro y se fija en la honestidad de su hija, a la cual sabe hermosa y codiciada. En este punto se advierte que su noción de la honra no es personal sino tribal. Es el honor de la tribu el que está depositado en el sexo de su vástago mujer. De ser violada o consentida se producirá un crédito honorable, la culpa o deuda de sangre —ambas categorías se unen en la Blutschuld del antiguo derecho germánico— que podrá ser cobrado por cualquier individuo de la tribu, convenientemente habilitado.

Con todo, no deja de ser dramática por contradictoria esta honorabilidad plebeya. En efecto, una vez violada la hija por Álvaro, Pedro le ofrece toda su fortuna a cambio de que se case con la violada, limpie su mancha y tenga los nietos de reglamento. Se arrodilla y llora ante el señorito, que lo desprecia y se niega, diciendo que llorar es propio de seres inferiores como los niños, los viejos y las mujeres. Conste que Pedro no comparte este juicio respecto al sexo femenino, al cual enaltece porque todos somos hijos de alguna mujer.

La justicia tribal estalla en el tenso diálogo de estos personajes. El villano amenaza al hidalgo, que lo considera incompetente para juzgarlo y, ante su radical negativa, hace que el alcalde jure vengarse, invocando precisamente aquella justicia. Subrayo el hecho de que Álvaro perdona la vida de Crespo pues se considera con derecho de condenarlo a muerte en razón de su superioridad social.

Más evidente es la situación en el vínculo de Pedro y Lope. Tienen tres encuentros que, dada la cercanía del Barroco con la ópera que en él se origina, pueden compararse con el tripartito de un dúo operístico: recitativo dramático, cantable apacible y cabaletta marcial. Ambos personajes se encuentran y se tensan al pasar. El hidalgo considera testarudo al otro, que a su vez lo juzga caprichoso. Luego se amigan y conversan tranquilamente. Pedro consuela a Lope por los dolores que le produce la gota —enfermedad regia, dicho sea de paso— y lo convida a cenar aunque lo sigue viendo altanero y mandón, en tanto el otro lo observa ladino y prudente. Los dos se aproximan por el deber/derecho a la hospitalidad. Es un asunto que preocupa al alcalde, ya que rodea la casa de soldados y lo obliga a encerrar a su hija por las dudas.

El núcleo trágico de la pieza se da en el duelo verbal entre Pedro y Lope a causa de quién debe juzgar al violador. Es una escena francamente shakespeariana, lo cual hace pensar, de vuelta, cuánto de Calderón hay en Shakespeare. Influencia mutua directa, ciertamente ninguna. Convergencia barroca, toda.

Lo trágico se da por el conflicto de leyes en juego. Hegel define la tragedia, justamente, como el choque de dos legalidades igualmente legítimas, lo cual elude toda conciliación. Al respecto conviene observar que la tragedia cuenta con un contexto pagano y politeísta, donde cada dios o diosa tiene su propio código. Calderón, desde luego, trabaja en un contexto cristiano y monoteísta, donde el Dios único legitima la ley única. No hay tragedia sino drama, algo que es resuelto en la pieza por la intervención regia. Entre tanto, Lope quiere llevar a Álvaro ante un tribunal compuesto por sus iguales, enarbolando la ley de la casta. Pedro invoca la ley de la tribu: el alma es de Dios pero la honra es un valor tribal. Dígase al pasar que, en esta obra como en otras de Calderón, la Iglesia está ausente y los principios del cristianismo, aunque se puedan connotar, no se explicitan. Valga el apunte para sacar a Calderón, en esta zona de su catálogo —incluyo en ella nada menos que La vida es sueño— de los estrechos límites que le fija su calidad: un excluyente vocero de la Contrarreforma.

Total
2
Shares