Una digresión antes de continuar. Merece consideración aparte el rol de la mujer en la obra. Isabel es violada, es decir que no consiente al acceso sexual. No obstante, un par de circunstancias la perturban. Acaso en el primer encuentro con Álvaro, en que él fingió protegerla de un intruso, ella se manifestó deudora y, yendo más lejos, quizás se interesó demasiado en el burlador y en su novelesca aparición. En otro orden, ya no personal sino gregario, su deshonra individual afecta la honra de la tribu, depositada en sus órganos sexuales. Ella es, entonces, objetivamente culpable y así lo entenderá su padre, siempre tan aficionado a encerrarla, cuando la mande ingresar en un convento.

En esto estábamos cuando apareció Felipe II, camino de Portugal y de paso por Zalamea. Siempre tan equilibrado, apacible y prudente, el rey se encuentra con el hecho consumado: hay un hidalgo sentado en la silla del garrote, condenado y ejecutado por un villano. En principio, parece inclinarse del lado de Lope: el violador debió ser juzgado por un consejo de guerra, es decir, por sus pares. Al menos, ser degollado pero no agarrotado, aunque la modestia del lugar sólo permite mantener a un verdugo que no es hábil en decapitaciones. Pero claro está que este razonamiento no revive al muerto. Menos aún cuando los tres personajes están de acuerdo en que hubo violación y merece o mereció tal castigo. Es el punto en que el alcalde de Zalamea convence al rey de la justicia de sus acciones con esta argumentación: «Toda la justicia vuestra / es sólo un cuerpo nomás / si éste tiene muchas manos / decid ¿qué más se me da / matar con aquesta un hombre / que este otro habría de matar?».

El lector ha visto que Pedro actuó ejerciendo la justicia tribal pero su argucia consiste en persuadir al rey de que actuó en su nombre. Enseguida intentaré razonar esto de actuar en nombre del rey sin contar con su apoderamiento explícito. Lo cierto es que don Felipe, acaso coincidiendo en astucia con su alcalde, le da la razón y lo designa — con efecto retroactivo, conviene subrayar— alcalde perpetuo de Zalamea. Discurre por la suyas: «Don Lope, aquesto ya es hecho / bien dada la muerte está / no importa errar lo de menos / quien acierta lo demás». Desde luego, don Lope de Figueroa, con toda su hidalguía a cuestas, también es convencido por el inopinado dúo del ejemplo.

La decisión regia da para mucho. No deja de ser un enaltecimiento del villano, puesto a la altura del hidalgo. Tampoco queda lejos de la noción pactista y popular de la monarquía: el rey fue investido en un tiempo mítico por la comunidad del pueblo y sus pareceres deben coincidir con los de aquélla. Hay una suerte de honrado instinto plebeyo de justicia que guarda vasos comunicantes con la Corona. Pedro y don Felipe convergen no por los arrestos tribales del uno y los sentimientos justicieros del otro, sino por algo que es superior a ambos: el Estado. Sin saberlo conscientemente, el alcalde ha actuado como un personero estatal, es decir: lo mismo que el rey, que lo es en grado sumo. Intento sustentarlo como sigue. Doy por supuesto que el Felipe II del caso no es el histórico, sino un invento de Calderón al servicio de una idea de la monarquía acorde no con el siglo del Renacimiento, sino con la era del Barroco.

Es un tiempo inicial para el Estado moderno. La antigua polis de los griegos (el orden en la ciudad) y el status de los romanos (el orden en el imperio), unidos a la noción medieval de pueblo (población y territorio fijos bajo una misma autoridad) desaguan en el Estado como comunidad política. El lazo de unión no es una confesión religiosa ni un dominio patrimonial del señor, sino una abstracción llamada poder. Esta potestad ya no es una cualidad del monarca sino que éste, aunque absoluto, actúa como su vehículo.

En 1589 el italiano Botero pone en circulación la fórmula de la razón de Estado: el conjunto de los medios convenientes para fundar, conservar y engrandecer los dominios del reino o la república. Diego Saavedra Fajardo, el más notorio escritor español de la materia en la época, usa a menudo esta expresión en su ensayo sobre Fernando el Católico y en su texto más conocido, el de las «empresas» contenidas en Idea de un príncipe cristiano político. Se trata del orden racional que ha de observar el gobernante, un arte que exige despersonalización, acaso como un actor del teatro barroco. El Estado tiene una razón propia que no se confunde con las razones personales de quien gobierna, ni con sus pasiones o preferencias.

La razón de Estado casa bien con la doctrina de Maquiavelo, a veces simplificada por el apotegma de que el fin justifica los medios, lo cual hace de la política una actividad amoral. Ciertamente, Maquiavelo no desvincula la moral de la política, sino a ésta de la religión. El príncipe maquiavélico no persigue cualesquiera fines sino el bienestar y la felicidad del pueblo, el triunfo en la guerra defensiva y la obediencia que es la base del orden social pacífico.

El maquiavelismo tiene variable fortuna en la España de la época. Saavedra Fajardo lo cuestiona porque lo ve fundado sobre la maldad general del género humano, mientras que historiadores como Altamira y Marañón advierten rasgos maquiavélicos en la política de Felipe II. Me parece que Calderón rubricaría estas observaciones, al menos respecto a su personaje.

Ortega y Gasset describe la formación de aquella idea como intuición del capitán Contreras en sus memorias. Por su parte, los autores del siglo xvii abundan en el carácter absoluto del príncipe, entendido como un poder no sujeto a ningún otro poder. Así, Ascham, Grotius, Filmer, John Selden y —en especial— Hobbes, siguiendo la noción de soberanía de Bodin. El Estado es una suerte de divinidad mortal que gobierna el mundo en ausencia de Cristo. Su misión es proteger a sus sujetos y evitar la guerra, propia del desorden trágico natural.

La Europa en la cual surgen estas teorías se ha visto devastada por las guerras de religión, que han movido a sus Estados a instaurar un orden como tales. Culminará en el tratado de Paz de Westfalia (1648), en cuyas preliminares de Münster, Saavedra Fajardo representó a España. Se establece un sistema de Estados soberanos que se respetan mutuamente como tales, cada cual con su territorio, sin intervenir en sus asuntos internos. Para ello, se ha evitado fijar un principio moral o religioso común sino lograr el objetivo jurídico y práctico de evitar la guerra continua. A modo de esbozo, se empezó a considerar normal la paz y eventual la guerra, trazando las bases para un derecho internacional que, por lo visto, sigue esbozado hasta hoy. De otro modo, comenta Saavedra Fajardo: «Con la religión disfraza sus designios, con el juramento los acredita y con sus mentiras los oculta».

No es que las confesiones desaparezcan de la vida estatal sino que se las soslaya en las relaciones internacionales. Así es que caben alianzas entre Estados de distintas religiones: Francia es aliada de la musulmana Turquía y de la protestante Suecia. España reconoce el régimen del regicida inglés Cromwell, y la infanta María estará a punto de casarse en 1623 con el príncipe de Gales, boda frustrada por influencia de Olivares —según opiniones de Marañón y Danvila— con desastrosas consecuencias para España. En rigor, la libertad de cultos sólo se difunde, no sin conflictos, por tierras de Alemania.

Se ha visto que las decisiones regias en la pieza de Calderón carecen de apoyatura religiosa y si Saavedra Fajardo ve conveniente que haya una sola creencia, es por motivos de cohesión y paz social, porque las disputas en la materia conducen a disturbios y caos. Además, es frecuente que se confundan con supersticiones o sirvan para enmascararse en una razón de Estado falsamente natural o religiosa.

En España, la barroquización del Estado se concilia con cierta herencia escolástica, la de Vitoria, Suárez y Hernando de Soto, entre otros. La unidad del cuerpo político se funda en la caridad, una virtud teologal de gran eficacia porque consiste en el amor caritativo que cada individuo vierte en los otros a la vez que lo recibe de ellos. Se logra así unir la sociedad, la «multitud ordenada» de Tomás de Aquino, y vivir en paz. Saavedra Fajardo traslada a la naturaleza y a su luz natural, la razón, esta tarea. La sitúa en la ciudad que concentra y no en el campo que dispersa. Y es ciudadano el escenario donde transcurre normalmente el teatro barroco, la ciudad como obra maestra del artificio al que llega la naturaleza humana gracias a una paradoja de la historia.

El hombre barroco es un ser inconstante que busca, sin hallarla, la manera estable de convivir. Es la única especie que hace la guerra contra sí misma y estima como un profesional al guerrero. Finalmente, El alcalde de Zalamea enfrenta a un sector de la casta noble, el militar, con un tribuno de la plebe. Tribuno: representante de la tribu. El rey que falla el pleito es por antonomasia prudente y la prudencia es la más alta virtud en la escala moral. Aúna el bien con la inteligencia, llenando el vacío que distancia la doctrina del caso. Administra una potestad que no es suya sino del Estado, que le plantea el respeto a las leyes de las Cortes y a los fueros tradicionales. Es perspicaz, sabe disimular cuando hace falta y guarda secretos a los que nadie tendrá acceso. De tal modo, juega con la distancia y la cercanía. Si emplea la fuerza, da razón de su empleo. Sabe que cualquier infracción a sus deberes puede convertirlo en un tirano. La comunidad es capaz de romper el pacto inmemorial que lo ha investido, derrocarlo y aún practicar el magnicidio.

Calderón, desde luego, obedece al paradigma barroco de la monarquía, no a su historia. Era un poeta que inventaba criaturas ficticias, tan reales como la vida misma. Emblemas barrocos, empresas y símbolos, jeroglíficos que, como toda obra de arte, nunca acabamos de descifrar.

 

BIBLIOGRAFÍA

· Francisco Ayala: El pensamiento vivo de Saavedra Fajardo. Losada, Buenos Aires, 1941.

· Pedro Calderón de la Barca: El alcalde de Zalamea. Edición de Ángel Valbuena Briones. Cátedra, Madrid, 1978.

· Johann Huizinga: El concepto de la historia y otros ensayos. Traducción de Wenceslao Roces. FCE, México, 1946. Cap. «Problemas de historia de la cultura».

· Georg Jellinek: Teoría general del Estado. Traducción de Fernando de los Ríos. Albatros, Buenos Aires, 1970.

· Henry Kamen: Una sociedad conflictiva. España 1474-1714. Traducción de Fernando Santos Fontela. Alianza, Madrid, 1984.

· Henry Kissinger: Orden mundial. Reflexiones sobre el carácter de las naciones y el curso de la historia. Traducción de Teresa Arijón. Debate, Madrid, 2015.

· José Antonio Maravall: La cultura del Barroco. Ariel, Madrid, 1975.

· José Antonio Maravall: Teoría española del Estado en el siglo xvii. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1997.

· Francisco Murillo Ferrol: Saavedra Fajardo y la política del barroco. Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1957.

· José Ortega y Gasset: «Prólogo» a: Alonso de Contreras: Discurso de mi vida. Universidad Autónoma de Madrid, 2007.

 

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