Hay un poema del gran Juan Sánchez Peláez al que siempre vuelvo. Se titula «Preámbulo» y dice así: «Prueba la taza sin sopa / ya no hay sopa / solloza hermano / prueba el traje / bien hecho a tu medida / te cuelga / te sobra por la solapa / nos falta sopa». La primera intriga viene dada por el propio título: Preámbulo, como si estas líneas pudieran antecederlo todo, como si debieran leerse siempre como un pórtico o una advertencia. Luego está la pista de la hermandad, el hecho cierto de decirle solloza hermano a quien tengo sentado al lado de la mesa. Más adelante, puede pensarse en dos acciones básicas: comer y vestir, porque por un lado estoy probando sopa, pero, por el otro, probándome un traje. Sólo que ambas acciones, si bien se anuncian, terminan por no realizarse: no pruebo la sopa porque ya no hay sopa, ni tampoco me pruebo el traje porque me sobra por la solapa. En síntesis, anunciar algo que voy a hacer para, al final, no hacerlo. El arte de decir y desdecirse, o la imposibilidad de realizar las cosas porque me basta con el enunciado. La frase nos falta sopa como cierre siempre me ha parecido devastadora, porque da cuenta de una imposibilidad humana, cultural y hasta política: no podemos constituirnos en república porque, a falta de alimento, el traje nos queda grande.
Nacido en 1921 en un pequeño poblado de los llanos centrales llamado Altagracia de Orituco, Sánchez Peláez emigró muy joven a Caracas y luego a horizontes tan disímiles como Santiago de Chile, Nueva York o París. Se afirma que a Santiago llegó con 17 años y que allí fue el benjamín del grupo Mandrágora, donde ya militaban poetas como Gonzalo Rojas o Braulio Arenas. Con la precocidad que lo caracterizaba, esa alianza ha debido abrirle la primera puerta de un universo insaciable: el surrealismo, que luego en París mutaría hasta convertirse en su propia piel. Pero nadie más lejano de catedrales o sacerdotes: el surrealismo en Sánchez Peláez debe entenderse como libertad asociativa del lenguaje, como redención verbal, como impulso para llevar la expresión al punto máximo de sus capacidades. Valga decir que en la tradición venezolana ya teníamos renovación del lenguaje en Ramos Sucre y, sin duda, también en los poetas del 18, con Fernando Paz Castillo a la cabeza, pero la ruptura que produce Sánchez Peláez es tan honda que casi parte el siglo en dos mitades. Dicho en pocas palabras: la poesía venezolana cambia a partir del autor de Un día sea y todos los que lo siguen, hacia la segunda mitad de centuria, lo tienen como el mayor de los renovadores.
Si en el plano formal fue único, no se crea por ello que el fondo es un horizonte inexistente. En otras líneas prodigiosas a las que también siempre vuelvo: «A fondo, memoria mía, para que no extravíes en la estación final ni un átomo en las cuentas de la angustiosa cosecha», sin duda que Sánchez Peláez hace de la recuperación memoriosa una de sus obsesiones. ¿Cómo entender eso de que no nos podemos permitir ningún extravío, de que hasta el mínimo átomo cuenta, de que la estación final es como un reservorio donde todo debe ser depositado? Y luego esa revelación cumbre de la escritura como angustiosa cosecha, porque ciertamente es cosecha, es reunión de sentido y de frutos, pero nunca placentera, armoniosa, sino sufriente: dejamos allí pellejo, heridas, sangre, al tratar de devanarnos el alma, que por muy metafísica que sea siempre debe convertirse en palabras cuando está bajo el protectorado de la operación poética. Pues el tema de la memoria era medular en la poesía de Sánchez Peláez, y lo era porque no hay seres más desvalidos que los desmemoriados, si entendemos la cultura como acumulación de sentido, visiones o sentimientos. La alarma sobre una inconsistencia –no poder ser– o sobre una fatalidad –no poder recordar– se me antojan como los señuelos mayores de esta poesía sustancial, hondamente preocupada por el sentido de la incompletud.
II
El poema «Una rusa», de José Barroeta, fue como un talismán generacional: «Tania Voroschilov / es la rusa a quien hablo soñando./ El oso de sus pies me seduce y vuélvese nieve / todo el amor./ Todo ha sido soñar y recorrer con ella / la estepa, / todo ha sido echarme en las flautas / de su cabeza./ Todo el cuerpo de Tania Voroshilov lo he conseguido / soñando./ Al apagar la luz de mi cuarto ya la tengo, / cerca de mí, en Leningrado. Y en las aceras de la ciudad / que lleva el nombre del gran jefe, / Tania Voroshilov baila desnuda. Me entrega su iluminado sexo / en forma de alcohol./ Tania Voroshilov es como el nombre de mis lecturas / de los quince años. Allá en la mesa de la aldea que humedece / la lluvia, / la foto del camarada Lenin se confundió entre libros / y yo esquié sobre su helada y calva cabeza, siempre tomado / de la mano de Tania Voroshilov». Escrito en los años 60 y más allá de los íconos políticos o las lecturas de época, se trata de un poema que esboza como cumbre del espíritu el sentido de la alteridad, mientras más remota mejor. Nada nos hace más felices que imaginarnos en las antípodas, teniendo nieve en vez de sol, trineos en vez de carros o estepas de vez de playas. «Esto es aquello», que sería el sentido de la analogía que Octavio Paz defiende como elemento medular de la poesía moderna en Los hijos del limo. Y las antípodas, al menos literariamente, se traen al plano real en función del sueño o la imaginación. Este soñador que, en clave autobiográfica, Barroeta imagina en una aldea andina, con sus lecturas adolescentes y sus ídolos de juventud, se desvive por una rusa de nombre Tania que concentra la belleza, las ansias y el deseo en un perfecto imposible. Sólo la operación poética pone a ras de tierra lo que el sentimiento eleva a las nubes.
Lector de Sánchez Peláez, de cuyo imaginario surrealista bebió como todos los de su generación, Barroeta viene a heredar la tradición romántica por los imposibles, que en la poesía venezolana se rastrea desde el siglo XIX, a partir de autores como Pérez Bonalde. Pero en paralelo a la revelación de la ausencia –el amor imposible, por ejemplo–, hay otra ausencia que no es menos determinante en la poesía de Barroeta, y es la que tiene que ver con los seres desaparecidos o, sencillamente, con la muerte. Su gran libro Todos han muerto repite una escena: la de un visitante o la de quien retorna a su pueblo natal para encontrar muertos vivientes. Los recuerdos, las vivencias, reencarnan en seres fantasmales que actúan como si estuvieran vivos o que calzan en el recuerdo que el visitante necesita recrear. He allí la comprobación de que la relación con nuestro pasado es conflictiva, ya sea porque no lo recordamos ‒que es la alarma de Sánchez Peláez‒ o ya sea porque todo recuerdo está muerto, que es lo que intenta decirnos Barroeta. ¿Es el pasado una dimensión que queremos abolir? ¿Preferimos borrar nuestros orígenes? ¿Intuimos alguna especie de trauma que nos aparta de cualquier otra consideración?
III
Uno de los poemas de Historias de Giovanna, de Miyó Vestrini, dice así:
«No te hablé bien de mi insomnio, ni de las latas de cerveza sobre la mesa redonda, donde te escribo ahora. En el croquis, invertí el orden del balcón, de la cocina, sala de baño y comedor, para que todo lo recuerdes mal, para que me veas en la sala cuando en realidad estoy en el cuarto, para que eches al olvido la memoria que crees guardar, para que en invierno no sepas cómo tengo ganas de ti».
De la misma generación de Barroeta, la breve pero intensa obra poética de Vestrini responde más a una filiación urbana. Lejos de los contextos naturales, de las remembranzas o de un tronco común, sus referentes tienen que ver con las relaciones humanas, pero en un código de desaliento, de desconfianza, de pesar. No queda bien parada la estirpe que se jacta de tener conciencia, pues aquí se le retrata como una especie alicaída, calculadora. Los hablantes de esta poesía echan en falta lo que parece sobrar en otras: amor, confraternidad, reconocimiento. Por el contrario, abundan los gestos desalmados, la desdicha, el ciego interés. Poesía de la pérdida, del hartazgo o más bien de la decepción. Y, sin embargo, si bien en lo temático tiene pocos parentescos, hay una frase del poema citado que la remite a una tradición: «para que eches al olvido la memoria que crees guardar». Primero, un acto voluntarioso, casi imperativo ‒echar al olvido‒, que si antes era una deriva natural, inconsciente, ahora es una orden, una imposición. Se entiende entonces que salvaguardar la vida, en este ámbito, pasa por un borrón. Pero si acaso hubiere algún temerario que la quisiese preservar, el hablante le advierte: la memoria no es la memoria; la memoria es lo que crees guardar. Es decir, se trata de una memoria hecha a tu antojo, sin base firme ni mucho menos compartida. A lo sumo, colcha de retazos, fragmentos que mantienes vivos para creerte existente. Una postura, si se quiere, más radical que la de Sánchez Pelaéz o la de Barroeta, más escéptica. Seguimos en la relación conflictiva con el pasado y, por lo tanto, en la incapacidad para crear memoria. O en la necesidad de negarla.