VIII

Otra poeta esencial de los nacidos en los años 50, Yolanda Pantin, parece extremar la pulsión del borrón y pensar llanamente en desdoblamientos o falsificaciones de identidad. En el poema «Divagación XIV» nos dice: «Esa mujer me pertenece / porque yo conozco su mayor secreto / es mía en todo sentido / y está en mí de dos maneras / aunque ella lo niegue / y confíe en su fuerza / inútilmente / la poseo / aunque no sospeche / que estoy entrando en ella / incandescencia / donde el cuello tiembla / diminuta serpiente / porque no me reconozco / dócil como estoy / atento a ella / a esa mujer que es mía / en la misma medida / que fuerza y gira / su cabeza balcánica / medusa / para que yo / de alguna forma / muera». De entrada, una frase enigmática: estar en mí de dos maneras, como si hubiera un ocupante y un ocupado. Pero también intuir que lo que se quiere ocupar es un espacio desalojado. En algún momento allí hubo un hablante: ese vacío que, inútilmente, se quiere retomar. Si no, ¿cómo se explica que el que aspira a ocupar un espacio ya conozca todos sus secretos? El esfuerzo de desdoblamiento se convierte en maraña y, a partir de un momento, ya no se piensa en que alguna vez hubo un origen, digamos un rostro inicial, sino que todo es secuela de secuelas: juego laberíntico de borrones que se suceden hasta el infinito. Otra línea complementaria de interpretación nos devela que cuando yo ocupo algo también muero, porque quizás el otro no me da cabida o porque lo otro es terreno yerto. Y una última señal sería pensar que aquí, en verdad, no hay duplicidades, sino un solo ser que pasa de amante a amado, de serpiente a medusa, jugando a diferentes roles y exacerbando las posibilidades literarias de ser otro sin dejar de ser el mismo.

En la porosa evolución de su obra, hace ya tiempo que Pantin se olvidó de historias colectivas o personales ‒aunque su libro País ensaye una genealogía de los suyos como una memoria infranqueable‒, de orígenes o troncos comunes. La historia común la ve como una desgracia y la suya propia como una fractura. De allí que su obsesión sean los hablantes, que en Barroeta pudieron ser fantasmas, pero que en su obra se convierten en impostaciones. El concepto de sujeto pasa a ser esencial, pero no a la manera de Calzadilla ‒seres enajenados‒, sino como seres vacíos, huecos, cuya armadura se puede vestir o desvestir interminablemente. En definitiva, es una mirada de la desolación, donde las voces han quedado huérfanas, porque no se sabe quién las pronuncia. Ese sentido de la pérdida, rastreable en buena parte de la poesía venezolana contemporánea, se hace aquí más insondable, como si la regeneración fuera una dimensión inexistente y asistiéramos permanentemente a una caída que no cesa.

 

IX

En una primera impresión, la poesía de Igor Barreto, otro de los importantes poetas nacidos en los 50, remitiría a un paisaje perdido y se escudaría en la añoranza permanente, pero este efecto es otro de los artificios que esta obra propone: jugar a la reminiscencia cuando lo que está en juego es desnudar poses y posturas. Veamos, por ejemplo, lo que esta «Elegía» postula: «En el campo yace / en lugar oculto // bajo helechos / arborescentes // hay una mancha / sobre las hojas // junto a huellas / de pasos extraños.// De lejos llega / el olor // de su cabeza de caballo enterrado:// las hilachas / de su cola esparcidas // y unos huesos finamente blanqueados.// En la granja vivió / como otros potros // en la corraleja, al este de la casa.// A contemplarlo fui / tantas veces:// sus orejas / de zorro // el viento bronco / de sus narices hinchadas // la estela del salto / sobre la barda // y aquel galope / inmortal y grácil». Pertenecen estas imágenes al libro El duelo, que parte de un hecho documentado en los llanos venezolanos: la matanza ocasional de caballos para aliviar el hambre de gente desesperada e inconsciente. De entrada tenemos una tensión que recorre todos los textos: la humanidad ausente de los humanos versus la humanidad creciente de los animales: anomia contra belleza, desgracia contra elegancia, matanza contra promesa de vida. Un esquema que, llevado más allá, nos conduce a debates esenciales: ¿significación o disrupción?, ¿trascendencia o muerte en vida?

La poesía de Barreto también habla de un descentramiento, sin que esto signifique añoranza de un orden perdido. Las evocaciones de un mundo que pudo haberse vivenciado son postales congeladas en el tiempo: no nos interesa la vieja crónica de fieras, embarcaciones, vegetación o personajes; no nos interesa su evocación. Lo importante es el vacío que se genera frente a lo que, al menos, postula una narrativa, un devenir. Esa épica mínima, al decir de Russotto, contrasta con la nadería de estos tiempos, paralizados por la ausencia de todo: pensamientos, creencias, sentimientos, verdades, apuestas, aventuras. Equivocados o no, sugestivos o no, Barreto nos postula modos de vida inscritos en sus propias leyes, con personajes imbuidos en sus venturas o desventuras. Y, ciertamente, la muerte acecha en todas esas escenas, para llevarse todo al sinsentido, pero dejando atrás algo de significación, de dinámica compartida. Barreto opera por defecto, porque si bien no se distancia de los tópicos desalmados que hoy nos condicionan, al menos recrea una humanidad menos descreída, con reglas y pausas.

 

X

Eugenio Montejo tuvo una devoción muy especial por la poesía de Juan Sánchez Peláez. No sólo por considerarlo un maestro en toda la extensión de la palabra, sino también por reconocer su singular magisterio estético, hecho de revelaciones y sonoridades. Y, quizás, precisamente de Sánchez Peláez haya tomado Montejo ese sentido de la revelación poética, que no es otra cosa que el salto sorpresivo que nos eleva la comprensión y nos desnuda el misterioso milagro de la vida. Hemos asociado la poesía de Montejo a la luminosidad, a la armonía, a la naturaleza, a la creación y, sin embargo, la visión del poeta se dolía por los males del siglo XX y por la pérdida gradual de un mínimo sentido de religiosidad. Ese Montejo riguroso, reclamante, es el que quizás asoma en un poema como «Orfeo»: «: feo»a en un poema como «ed.Ese  salto soepresivomque nos elevan la comprensius venturas o desventuras. Y ciertamente la muerteOrfeo, lo que de él queda (si queda),/ lo que aún puede cantar en la tierra,/ ¿a qué piedra, a cuál animal enternece? / Orfeo en la noche, en esta noche / (su lira, su grabador, su cassette),/ ¿para quién mira, ausculta las estrellas? / Orfeo, lo que en él sueña (si sueña),/ la palabra de tanto destino,/ ¿quién la recibe ahora de rodillas? // Solo, con su perfil en mármol, pasa / por entre siglos tronchado y derruido / bajo la estatua rota de una fábula./ Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta,/ a todas las puertas. Aquí se queda,/ aquí planta su casa y paga su condena / porque nosotros somos el Infierno». Se diría que el afán del poeta radicaba en la necesidad de crear sentido de vida en medio de la paulatina destrucción de hechos, conceptos, valores, certezas. Un mundo derruido, desequilibrado, que ha perdido sentido de espiritualidad y acelera raudo su marcha hacia el reino de Narciso, donde todos se quieren ver y hacerse ver.

 

CODA

Cuando se repasa la vida de los poetas venezolanos del siglo XX, nos encontramos con enfermos, lisiados, presos políticos, alcoholizados, dementes, pobres, insomnes, suicidas. La vida fue en gran medida una desesperanza, pero la obra queda incólume y habla por ellos de la mejor manera posible. Diríase, en muchos casos, que por única apuesta tuvieron su obra, porque la vida no pasaba de acumular desdichas. Ello quizás explique el abismo existente entre el reconocimiento público, que pocos tuvieron, y lo que nos terminaron legando, que fue inmenso para la comprensión de nuestra cosmovisión de mundo, si es que acaso la tenemos, como diría Montejo. Pero por otro lado no deja de asombrar la fraternidad secreta que esta tribu ha ido tejiendo a lo largo de los tiempos. Los poemas que hemos podido leer, todos correspondientes a la segunda mitad del siglo XX, desde autores nacidos en los 20 hasta autores nacidos en los 50, dan cuenta de una similitud, de una cercanía, sorprendentes. Todos procesan los referentes colectivos –historia, cultura, paisaje, costumbres– en claves íntimas, personales, que al final revelan profundos parentescos. Por eso me gusta pensar en voces contiguas, porque están cerca unas de otras, o se siguen, o se replican. Hablamos, finalmente, de una tradición poética muy sólida, a la vanguardia del continente verbal, que muchas veces habla más y mejor que el país que la contiene. La poesía al menos nos ha servido para entender que en el plano público o cívico, como diría Sánchez Peláez, el traje nos sobra por la solapa y también nos falta sopa. De esto se han dado cuenta los poetas venezolanos, para recordárselo insistentemente a los orates que manejan el dominio público como si de dioses caprichosos se tratara.