IV

Después de la vigencia de Sánchez Peláez, sin duda que la poesía de Rafael Cadenas, nacido en 1930, es otra de las cumbres de la poesía venezolana. Y si bien su obra abarca múltiples intereses –la revelación del ser, la razón como prisión, el desdoblamiento, la otredad, la simulación–, hay otros que claramente la entroncan con una tradición reconocible. Cito a continuación su poema «Nombres»: «Te llamas hoja húmeda, noche de apartamento solo, vicisitud; campana, tersura y lascivia, ingenuidad, lisura de la piel, luna llena, crisis./ oh mi cueva, mi anillo de saturno, mi loto de mil pétalos, Éufrates y Tigris, erizo de mar, guirnalda, Jano, vasija, tórtola, S. y trébol./ ovípara, / uva, vellocino y petrificación; / podrás llamarte…/ pero tu nombre es / techo, lavamanos, dentífrico, café, primer cigarrillo, / luego sol de taxis, acacia, también te llamas acacia y six / pi em –em– o half past six o seven, cerveza y / Shakespeare / y vuelves a llamarte hoja húmeda, noche de / apartamento solo / días tras día, / sí, tienes tantos nombres / y no te puedo llamar, / todo tan absurdo como esas mañanas sin amor que el / espejo de los baños recoge y protege, / todo tan desoladamente inabordable, / todo tan causa perdida». Pues «Nombres» no habla de fijeza ni de identidad ni de perpetuidad. Asoma la idea de que todo es múltiple, reemplazable y hasta acomodaticio. La riqueza de opciones, de alguna manera, nos empobrece, porque le resta entidad a todo. También la literatura, en su apetito infinito, ha venido a confundirnos: «tienes tantos nombres y no te puedo llamar», dice uno de los versos.

Pero lo multifacético, la infinidad de opciones, deja de ser juego en un cierto momento para revelar la falta de origen. Si todo lo puedo disfrazar o alterar, ¿a quién o qué disfrazo? Porque también podemos estar hablando de que sólo tenemos máscara y no cara. De la cara, por cierto, nadie se acuerda, que es como decir de un mínimo principio de identidad. Y aquí es donde la falta de identidad nos lleva a pensar que no hay memoria, que no hay sujeto, que en el fondo sólo atisbamos el vacío. En sus extensas lecturas de filosofía oriental, sobre todo de budismo zen, a Cadenas le ha atraído la idea de que el ser es superior al yo, más abarcante o más pleno, pero este no es el despojamiento que vemos repetirse en la tradición poética venezolana de estos últimos tiempos, sino, literalmente, una vuelta a los despojos, una intuición de que tenemos una nadería flotando al fondo de lo que entendemos como sentido. Y la poesía se ha encargado de exponerla con una claridad sostenida. Nociones como el pasado, la memoria, el tronco común, las certidumbres colectivas, son permanente cuestionadas, puestas en duda, por la expresión poética contemporánea. Nuestro hablante, nuestro ser, nuestro testigo, son figuras incompletas, emiten contenidos incompletos y testimonian siempre sobre la falta de algo.

 

V

Un poeta de la misma generación de Cadenas ‒me refiero a Juan Calzadilla‒ ha convertido la ausencia de entidad en desdoblamientos, voces desconocidas o simplemente en alienación o locura. Leamos su poema «El suicida»: «Las voces son las formas / que del silencio adopta / una invisible / conspiración de gestos.// No hay aquí eslabones / para detener la sombra / fija en los pozos de la memoria / donde el fuego de los nombres / se torna imaginario.// Si el tacto no alcanza / a brindarme un cuello firme / para estrangular con mis manos / a un doble / ni una raíz para / arrancar de cuajo / ¿será porque / entre las voces y yo / se levanta un falso péndulo?// Voces que en las palabras / sin entenderse originan / el nudo corredizo / del miedo// Voces que en mí / son peleas concertadas a cuchillo». Se lee aquí una frase que paraliza: «la sombra fija en los pozos de la memoria», que obviamente da cuenta de una imposibilidad. Por un lado, la memoria no es una totalidad, sino fragmentos dispersos que el poeta llama pozos y, por el otro, toda ella no es sino una sombra fija. Calzadilla se permite avanzar en la medida en que ya da como un hecho la muerte de la memoria. Por lo tanto, sobre ese hecho fáctico, que no es sino un vacío, se permite abundar en una fabulación desbordada. Por su poesía desfilan los orates, los suicidas, los pordioseros, los «ciudadanos sin fin» o los «amantes sin domicilio fijo». Abundan los personajes que oyen su voz interior como si no fuera propia, como si estuvieran ocupados por otra consciencia.

Poeta nacido en la misma ciudad de Sánchez Peláez ‒Altagracia de Orituco‒, pero diez años después, Calzadilla militó en los movimientos de vanguardia de los años 60 y convirtió sus primerizos paisajes pastorales en ciudades enfermas y enajenantes. En su caso también los orígenes se borran, por insuficientes, para dar cuenta de un presente accidental, incluso cruel, donde las voluntades se borran y los personajes son siempre víctimas de algo. La idea de sujeto, que llega a ser reiterativa, remite a la idea de sujeción. Su libro Diario sin sujeto, por ejemplo, es estremecedor en la medida en que no se sabe quién escribe, quién se confiesa o quién habla. Si afinamos la imaginación, llegaríamos a sentir una consciencia, pero sin corporeidad.

 

VI

Nos adentramos ahora en una poeta nacida en los años 40, Margara Russotto, para seguir reconociendo la línea que acumula extravío y confusión. En un poema que lleva por título «Epígrafe jamás quevediano», se confiesa de esta manera: «Si alguna armonía / en esto / existe / alguna luminosa persistencia / todo es voz de la niña / trébol su mano / pura lengua // y si trabazón / hubiere / de aguas florescencia / cosa es / del joven volador / caña de azúcar ardiendo // a mí / sed justos / atribuidme tanteos / tribulaciones / digamos / toda opacidad de escritura / y confusión / de existencia». No aspira la declarante a trofeos distintos a los tanteos, las tribulaciones o, frase reveladora, a la opacidad de escritura. La armonía, si acaso, o la luminosa persistencia, están asociadas a una niña que juega con tréboles, porque la edad de la consciencia, de la adultez que no llega, es la duda sobre la expresión misma. Nuevamente hablamos de una entidad disminuida, nada voluntariosa, que se hace sentir por balbuceos, por tropiezos. Se confirma acá que la niñez es la edad de la inocencia, pero hasta allí, porque lo que viene después, si lo dijéramos en términos psicoterapéuticos, equivaldría a la incapacidad de arribar a un proceso de individuación. La poeta prefiere dar cuenta de esa incapacidad, que es casi estructural. Entonces el lenguaje se asume como esgrima, como tentativa infinita, como ensayo que se dilata en el tiempo. Lo irresoluto corona toda tentativa, como si también hubiera algo de regodeo en esa limitación. De allí que el lenguaje, que siempre se ha reconocido como aproximación al sentido, al ser, juegue a esa falla, a ese atisbo.

De ascendencia italiana, como lo delata su apellido, Russotto ha jugado también con la idea de que el salto entre culturas, entre idiomas, siempre deja un orificio, por no decir un precipicio. La noción de incompletud entre una lengua que se borra y otra que se aprende, que en su caso es una huella biográfica, construye una medianía que conspira contra la expresión: ni me quedo con el borrón ni con la revelación; me quedo más bien en el medio de algo, que huele tanto a pérdida como a ganancia. Nostalgia de la pérdida, por un lado, que es el rastro del recuerdo irrecuperable, y añoranza de un mundo nuevo, que no termino de ocupar del todo porque nunca he dejado de ser una sobrevenida.

 

VII

Nos aproximamos a los poetas nacidos en los años 50, cuya irrupción se da esencialmente en los años 80, revelando sobre todo a un grupo de escritoras que no tiene precedentes como apuesta generacional. Una de ellas, Edda Armas, en su vertiginosa secuencia «Al descampado», de su libro Armadura de piedra, nos dice en el apéndice XVII: «Los fantasmas se han sentado a la orilla del camino / apretados, uno al lado del otro, sin nombres, sin apuro.// Identificarlos por un rasgo, una marca, una huella / de lo que fueron, de lo que hacían antes del polvo.// Encenderles una lamparita en medio de la ventisca // retener la vida / la respiración». Esa visión fantasmal, por ejemplo, podría hacernos recordar los fantasmas de Barroeta, pero los de Armas son demasiado carnales como para echarlos en falta. La idea de que hubo un mundo antes del polvo me estremece, porque significa que después de la muerte queda todavía mucha carne andante y mucha osamenta ingrávida. La poeta quiere ordenar sus fantasmas, quiere ponerlos en fila, uno al lado del otro, sentaditos en una acera, obedientes, y adivinar rasgos y marcas, para desde allí intuir los orígenes. Pero no llegamos a los orígenes, sino a las puras cicatrices. Nuevamente el origen es un borrón que, en el caso de este poema, es más dramático, porque ya era muerte. Es decir, estos fantasmas no son supervivientes de la vida, de por sí improbable, sino de la muerte, y hay que encenderles una lamparita para retenerles el halo de inexistencia que les queda. Fantasmas, es bueno recordarlo, sin nombre, esto es, sin lengua, sin denominación posible.

La poesía de Armas se entronca en una línea de la tradición venezolana que no es central, pero sí muy sustantiva, muy esencial. Podría remontarse hasta Enriqueta Arvelo Larriva, tomar fuerza con Ida Gramcko o Elizabeth Schön, encontrar ecos cercanos en Alfredo Silva Estrada, pero no hay que olvidar que por estas venas expresivas corre el influjo de un gran narrador del siglo XX, único en su especie: me refiero al gran Alfredo Armas Alfonzo. Nadie se ha atrevido a buscar vasos comunicantes entre padre e hija, que de por sí deben ser muy inconscientes, pero me atrevería a decir, viendo la evolución de la poesía de Edda, que la espacialidad tan abstracta de sus comienzos ha comenzado a tocar tierra, y que la genealogía del maestro, cronista singular de un mundo extraviado, resucita en ciertos ejes temáticos, no tanto a nivel formal, porque la poesía se eleva hasta cotas inalcanzables, pero sí en los referentes que ya eran de su progenitor.