POR ALBERTO GARCÍA FERRER
Llevaba todavía en los ojos el rojo intenso de la boca del diablo, una de las siete puertas del infierno: la fumarola del volcán Masaya, cuando recibí los saludos de Manuel Antín.
Destellos de la memoria: final de la primavera de 1983. Manuel Antín baja desde la última planta del edificio del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales. Acaba de asumir la gestión del cine argentino. Debe asistir a un acto en la Casa Rosada. En la acera de la calle Lima 319, descubre que lo espera su coche oficial. La silueta del Ford Falcon ocupó su mirada. No recuerda su color. Modelo y marca llevaban impresa, en su contorno, la señal del terror, adquirida por su uso durante autodenominado «proceso de reconstrucción nacional». La recién caída dictadura había entregado, el día 10 de diciembre, con pesadumbre y vergüenza, los atributos del poder al presidente, democráticamente elegido, Raúl Alfonsín. La ironía, en la tercera acepción del diccionario de la Real Academia de la lengua, se define como figura retórica que quiere significar lo contrario de lo que se dice. Antín miró a quien sería su chófer, que acababa de abrirle la puerta de atrás del falcon y le pregunta: «¿En el asiento de atrás, o directamente me meto en el baúl?».
¿Dónde y cuándo me contó esto? ¿En la sala Lugones del Teatro Municipal General San Martín, cuando pasó a ver cómo funcionaba un programa de cine científico que habíamos organizado desde Madrid? ¿En el apartamento de la entonces agregada cultural, la escritora Beatriz Guido, frente a la glorieta de Rubén Darío, en el barrio de Chamberí? ¿O en La Habana, durante el Festival de Cine Latinoamericano de 1987, cuando triunfaba, con la democracia recientemente recuperada, el «segundo nuevo cine argentino»? La memoria recupera rápidamente los destellos, como flashbacks que organiza y edita. El «film interno del hombre», parafraseando a Verdone.
Portador del saludo de Manuel Antín: un e-mail del amigo neoyorquino Jerry Carlson, enviado desde el número 330 del Pasaje Giuffra, en Buenos Aires, 5.976 kilómetros al sur. Lo leo mientras comparto nacatamales en «El Viejo Ranchito», con un grupo de centroamericanos, guionistas de televisión.
«La televisión es una mala copia del cine. Y el cine sólo lo veo en los cines», me dice Manuel Antín, mientras compartimos mesa en un restaurante de San Telmo, meses después.
No tengo piedad con la televisión ni con el video, no veo cine a solas ni en pantalla chica. El cine es espectáculo y el espectáculo es comunión. Una antigua anécdota cuenta que Luis de Baviera, se quejaba a los sabios de la Corte que las obras que entretenían a su pueblo, él, no comprendía por qué. Es que usted ve las obras sólo y el espectáculo es comunión le respondían.
De niño y adolescente en el barrio de Caballito, Manuel Antín iba a las matinés del cine Lezica de la calle Rivadavia 4629, «a pocos metros de la calle donde yo vivía, que entonces se llamaba Biblioteca y ahora República de Indonesia». Pertenece a una generación, a la que el escritor y crítico literario Gerald Martin, define como «la primera que aprendió a ver cine antes que a leer».
Empecé a trabajar escribiendo cuentos e historietas para las revistas Miterix y Cinemisterio de la Editorial Abril. Entre 1948 y 1950 cumplía un horario de ocho horas al día.
Su jefe directo, el sociólogo Gino Germani, lo despide por haber reaccionado mal a una crítica («excederse en la creatividad») de César Civita, dueño de la editorial.
En mi primera visita a su Fundación Universidad del Cine, que convirtió el Pasaje Giuffra del barrio de San Telmo en el «pasaje del cine», recorrimos aulas, plató, salas de grabación, montaje, proyección. Al final del recorrido por todo lo que una escuela de cine debe tener y lucir, me advierte: «Ahora te llevaré al sitio más importante de todos». Atravesamos pasillos, un patio interior y llegamos a la cafetería: «Aquí nacen, se concretan y circulan las buenas ideas», me dijo con una sonrisa.
Steven Johnson reconoció su fracaso cuando rastreaba el origen de «las buenas ideas», en un centro de investigación científica. Descubrió que cierta épica se imponía sobre la realidad cuando entrevistaba a los científicos en sus laboratorios, rodeados del imponente silencio de microscopios e instrumental. Decidió cambiar escenario y entorno: se instaló en la cafetería de la institución para compartir el café y, sobre todo, las conversaciones de «sus científicos». Y descubrió allí el origen de las «buenas ideas».[1]
Manuel Antín contestó a mi pregunta, sin dudar un segundo: «Mi película favorita es Fresas salvajes» (Ingmar Bergman, 1957).[2] La memoria me llevó hacia una mañana de otoño en el salón de actos de la Facultad de Bellas Artes, en La Plata. Teníamos reservadas las mañanas de los sábados para ver las películas que el crítico y profesor de Historia del Cine, Rolando Fustiñana, nos traía en el tren, desde Buenos Aires, en una maleta. Cuatro latas que contenían las películas, en 16 milímetros, de cada sábado. Ahora «reviso» Fresas salvajes (utilizo la expresión de mi, entonces, profesor de Teoría de la Imagen), y la redescubro.
No hay latas, no hay pantalla, ni oscuridad, ni butaca, ni otra comunión, que aquella a la que te conducen, para el disfrute, la memoria y los relatos no lineales. Varios clics y accedo a la película por Internet.
En sus memorias Ingmar Bergman evoca y reflexiona sobre su trabajo en Fresas salvajes.[3] Recojo dos reflexiones y una escena. En las que puedo (¿quiero?) leer las búsquedas y preocupaciones de Manuel Antín, que lo acercan a la sensibilidad y a la mirada del director nórdico:
[…] me muevo sin esfuerzo con bastante naturalidad entre diferentes planos —tiempo, espacio, sueño, realidad—.
[…] Me retrataba a mí mismo en la figura de mi padre y buscaba explicaciones…
Escena final de Fresas salvajes… un claro del bosque iluminado por el sol. Desde allí (el personaje: Isak Gorg / Víctor Sjöstrom) puede ver a sus padres que están en la otra orilla del estrecho. Le hacen señas con la mano. «Buscaba a mi padre y a mi madre y no podía encontrarlos», escribe Ingmar Bergman. Durante el pasado siglo, las personas eran las películas que recordaban. Los cineastas continúan siendo las películas que aman.
Un testimonio: Liv Ullmann cuenta a Margarethe von Trotta, que «Bergman era más sensible a su prestigio como escritor-dramaturgo, que como cineasta».[4] ¿Todo es literatura?
TODO ES LITERATURA
El tucumano Julio Ardiles Gray, escritor y crítico de cine y teatro solía reiterar, en la década de los sesenta, que el cine era «literatura filmada».
Manuel Antín me escribe: «No sólo el cine, a mi entender, todo es literatura. Nuestra vida es literatura, con mayúscula o con minúscula, según el caso». El escritor y editor italiano Roberto Calasso, al recibir el Premio Formentor 2016, propone que «Todo es literatura, no sólo lo que está tipificado, según los cánones, como las bellas letras. Literatura es hasta la guía telefónica» (¡aunque el mundo digital haya terminado con ellas!).
«Todas mis películas tienen un origen literario». Textos de Guillermo Enrique Hudson, Beatriz Guido, José María Rosa o el paraguayo Augusto Roa Bastos están en el origen de la obra cinematográfica de Manuel Antín. Léase bien «origen»: principio, nacimiento, raíz y causa de algo, según el diccionario de la RAE.
El origen literario también lo condujo al frustrado intento de llevar al cine la novela de Leopoldo Marechal, Adan Buenosayres. Las autoridades militares del Instituto de Cine Argentino consideraron que la novela no expresaba los sentimientos de los argentinos y violaba «principios morales, públicos, políticos y sindicales», recogidos en diversos artículos de los estatutos del autodenominado «Proceso de Reconstrucción Nacional» de 1976.
Su exitosa versión del clásico argentino de Ricardo Güiraldes, se origina, literalmente, en una pregunta: «Esmeralda Almonacid me preguntó si no me gustaría rodar Don Segundo Sombra». Le dije que me encantaría pero que seguramente sería muy complicado por los derechos. Esmeralda me dijo «no te preocupes, de eso me encargo yo. Ella es la verdadera responsable».
¿Y el guion?: «Repartí, a todo el equipo, el libro de Guiraldes, editado por Losada. Sólo taché momentos del libro que no iba a filmar, porque no los incluiría en mi película».
Retorno al guion porque, a veces, da la impresión que Antín, que siempre manifestó que, en realidad, lo que quería era ser escritor, piensa en el guion como un requisito, una exigencia poco más que organizativa/administrativa, para que la producción de una película se ponga en marcha.
El guion me parece indispensable. Es el modo en que uno llega a la comprensión de quienes colaboran en la producción, actores y equipo. Una guía, un programa de acción.