«Me gusta hacerme preguntas de ensayista y responderlas con la forma narrativa»POR JESÚS CANO REYES

Fotografía de Caro Pierri

Nacida en la ciudad de Trelew, en la Patagonia, María Sonia Cristoff lleva dos décadas construyendo pieza por pieza uno de los proyectos narrativos más singulares dentro y fuera de la literatura argentina. Sus libros, como artefactos que se recrean en el extrañamiento y en la encrucijada, que celebran la condición de extranjería en cualquiera de los géneros convencionales, participan al mismo tiempo de la narrativa, el ensayo y la conjunción de elementos dispares que enriquecen el relato al tiempo que lo sabotean, o que lo enriquecen precisamente porque lo sabotean. Su obra presenta la convicción de que no se puede seguir escribiendo en el siglo XXI como se hacía en el XIX, de que la literatura no debería descansar sobre lo ya hecho sino persistir siempre en la búsqueda de nuevos modos de contar. Con esos presupuestos, otros autores desembocarían en textos de experimentalismos solipsistas o alardes de originalidad, pero la literatura de Cristoff no es solo sorprendente sino legible, no titubea en la crítica incisiva y a la vez es verdaderamente disfrutable.

La idea de la literatura entendida como una forma de exploración y desplazamiento, como una herramienta de desestabilización, se traslada al contenido de sus obras. El viaje y el movimiento han estado en el centro de sus reflexiones, desde las antologías que ha editado (como Acento extranjero: dieciocho relatos de viajeros en la Argentina, de 2000, o Pasaje a Oriente. Narrativas de viajes de escritores argentinos, de 2009) y desde su primer libro, Falsa calma (2005), que es la crónica de un regreso a la Patagonia y de una serie de caminatas por sus pueblos olvidados. Ocurre lo mismo en su siguiente libro, Desubicados (2006), donde una mujer deambula por el zoológico de Buenos Aires y encuentra una complicidad con los animales cautivos, y por supuesto en Bajo influencia (2010), que narra la relación que van tejiendo durante sus paseos por la ciudad Tonia, una adicta al trabajo, y Cecilio, una suerte de artista paseante. Mara, la protagonista de Inclúyanme afuera (2014), también se fuga de su vida urbana para refugiarse en el silencio de un pueblo. Tampoco pueden dejar de caminar los personajes de Mal de época (2017): un hombre misterioso que regresa a su país y Albert Dadas, un obrero francés del XIX y un pionero de la manía deambulatoria. Y en su último libro hasta la fecha, Derroche (2022), Vita idea su plan contra la burguesía local durante sus caminatas nocturnas.

El impulso del tránsito no puede deslindarse de otras preocupaciones que atraviesan a su vez la obra de Cristoff, como son el tema del trabajo, la pregunta por la condición y la práctica del arte y las vidas de los animales. Todos estos asuntos son desgranados en el diálogo que se reproduce en estas páginas y que de algún modo es la continuación natural de dos conversaciones que mantuvimos –por supuesto, paseando– en 2023: la primera en el barrio madrileño de Malasaña y la segunda en el barrio bonaerense de San Telmo. En esta ocasión, la entrevista tiene lugar a la distancia, gracias a una videollamada que nos conecta de una ciudad a otra.


Fotografía de Gabriel Díaz

Es una lástima que esta no pueda ser una conversación peripatética porque a los dos nos gusta mucho caminar. La caminata es algo que recorre tu obra: aparece en Falsa calma, reaparece con el artista caminante de Bajo influencia y llega hasta tu última novela, Derroche, pero, sobre todo, es un asunto central en Mal de época, que está centrada en la manía deambulatoria de Albert Dadas. La deriva de los personajes, los paseos por la ciudad que instalan una nueva mirada y cuestionan las dinámicas del capitalismo… ¿De qué manera funciona esto en tu obra?

Creo que, en mi escritura, la idea de la caminata tiene más que ver con una manifestación de la neurosis contemporánea, del malestar de época, que con la mirada decimonónica y romántica del flâneur, que tal vez es la primera asociación que surge frente al término. Los dos libros míos en los que reconozco más claramente un abordaje del tema de la caminata son Mal de época y Falsa calma. En este último, en el que recorro pueblos fantasma de la Patagonia, pueblos aisladísimos que por eso mismo se vuelven tenebrosos, al borde de lo gótico, hay un capítulo armado como una serie de caminatas que ahí llamo «circulaciones», y que en realidad eran paseos que yo hacía durante esas estadías como para soportar el encierro, como para no enloquecer yo también; eso de llamarlas circulaciones era un modo de confesar que daba vueltas en círculos como un guiño a quien lee, como diciéndole que no estaba segura de lograr abstenerme de esa locura que zumbaba por ahí. Caminar entonces para intentar sacarme de encima el agobio que me daba circular por esos lugares, escuchar esas historias. Eso realmente me pasó estando ahí, viviendo en esos lugares aislados, y después pensé que, además, era una buena experiencia para armar la voz narradora de Falsa calma, para armar su personaje.

Pero volviendo a la locura, y sobre todo a la caminata, esos dos ejes vuelven a juntarse en Mal de época, el libro en el cual la caminata, me parece, está más específicamente tematizada a partir de la historia de Albert Dadas, un francés del siglo diecinueve a partir del cual se le dio nombre al desorden mental que se manifiesta como un deseo irrefrenable de salir a caminar y no parar, realmente no parar. Dromomanía se llama, o manía ambulatoria. Descubrí el caso en una nota al pie de Mad travelers, un ensayo de Ian Hacking que estaba leyendo mientras preparaba una novela mía anterior, Bajo influencia, donde también, ahora que lo pienso, la caminata es un eje central, porque ahí un personaje se propone hacer de sus caminatas ociosas una obra de arte fácilmente insertable en el mercado para evitar la conminación familiar a buscarse un trabajo de oficina. Caminar entonces, también ahí, como una forma de evitar el encierro, en ese caso oficinesco, al precio que fuera. Algo parecido, aunque en una clave menos cínica, o menos irónica, le pasaba a este Albert Dadas que descubrí en la nota al pie, y que inmediatamente me fascinó por ser alguien que venía con los inicios de la psiquiatría en el siglo XIX, y que sobre todo me fascinó porque no era un poeta ni nada parecido, no era un privilegiado de ningún tipo sino un trabajador de una empresa de gas en Bordeaux, alguien saturado por la rutina laboral, por las presiones familiares de dedicarse al mismo trabajo que había tenido su padre y que tenían sus hermanos, por la casa matrimonial con adornos en el living, en fin, todos esos clásicos de la cultura, alguien que por momentos se rayaba con todo eso y se iba caminando, desaparecía durante días o meses. Hasta Bélgica e incluso Rusia llegó en sus deambulares, siempre siguiendo un impulso que a mí me parece muy próximo al de los personajes centrales de muchos de mis libros, al de casi todos diría, seres que suelen estar a contrapelo de la situación que les toca, siempre buscando la manera de armar alguna huida o algún sabotaje. Por eso tomé para Mal de época esa historia como material documental, por ese rasgo de Dadas de ir a contrapelo de las imposiciones sociales y culturales, por eso de hacer de la caminata una especie de portazo, una declaración de que ya no se aguantan más ciertas cosas. La caminata como una forma de activismo, te diría.

La caminata desemboca en una resistencia frente al sistema, entonces, y ahí aparece otra de las preocupaciones de tu obra: la explotación laboral y la tiranía de la productividad. Es el tema central en Derroche, con la referencia a los textos anarquistas, la lista de accidentes laborales y el personaje de Vita, que habla de «la fantasía nociva del rendimiento»; y además en Bajo influencia, el personaje de Tonia está agobiada por el exceso de trabajo; y en Falsa calma la enajenación de esos personajes con los que la narradora se va encontrando está directamente ligada al desamparo laboral en el que los han dejado las privatizaciones petroleras de los años noventa en la Argentina. El trabajo es el mal de nuestro tiempo y parecería que la literatura no lo aborda con tanta frecuencia como debería…

A mí me pasa que no puedo concebir un personaje si no sé de qué trabaja, es decir cuáles son sus condiciones materiales de existencia, cuáles sus campos de acción y de batalla, cuáles sus desvelos y obsesiones. El trabajo es, además, la gran pasión contemporánea, lo que habla bastante mal de nuestras pasiones, por cierto, y sobre todo de nuestros tiempos; es algo de lo que nadie puede escapar y, si lo hace, habitualmente es de un modo falso, ilusorio o siniestro, en el sentido de explotador. Por eso armé así a Vita, personaje central en Derroche. Quería una heroína contemporánea, alguien que, sin ser rica, encontrara la manera de evitar el yugo laboral, y que la encontrara de un modo heroico, es decir, sin recurrir ni a las rentas ni a la timba financiera ni la destrucción del planeta, por ejemplo, es decir, sin volvérseme antipática porque si no se me desarmaba como heroína. Así fue que di con ese sistema inventado por ella de montar performances para satisfacer los deseos de los burgueses del pueblo de La Pampa en el que vive, para después pasar a extorsionarlos. No es una tía buena, claro, pero sí heroica, porque no solo logra evitar el sometimiento laboral sino que gana dinero montando números que subyacentemente son una crítica a las taras burguesas. La adoro. En Derroche me di dos gustos, te confieso: por un lado armar un par de personajes así, porque ese legado de Vita lo recoge luego el chancho jabalí al que ella crio desde pequeñito, y por el otro lado escribir una novela que terminara bien. Con Mal de época, la novela previa, había ido tan al fondo de la negrura, que en esta, aun con todo el contenido crítico que tiene, quería una historia que terminara bien. Y que manejara un tono satírico, de guiño cómplice, esperanzador, una especie de llamado a la insurrección colectiva.

Porque sin duda en paralelo a los trabajos alienantes están los trabajos que amamos, los generadores de identidad, de comunidad y también de modos de la insurrección. David Graeber habla de ellos en un libro que me fascina, Trabajos de mierda, donde distingue bien aquellos trabajos que son generadores de sometimiento, tanto de la especie humana como de otras, esos trabajos que en Derroche aparecen como artífices del extractivismo vital contemporáneo, de aquellos que son todo lo contrario, y donde señala la paradoja de que los primeros están bien pagos mientras los segundos no. Entre esta segunda serie, la de los trabajos que queremos, digamos, Graeber ubica a los enfermeros, los maestros, y los escritores de canciones de rock. De literatura en general, agregaría yo, aun sabiendo que es un sintagma como para discutir un buen rato. Y bienvenida la discusión. Hoy ya nadie discute, todo el mundo vocifera.

Ahora que mencionas esos extractivismos que arrasan el planeta, es imposible no pensar en el papel que ocupa en tu obra la reflexión sobre los animales y sobre el pacto de convivencia que establecemos con ellos. Están los animales del zoo en Desubicados, con quienes la protagonista reconoce una suerte de empatía, además de las historias de animales rebeldes contra el sistema que ella misma invoca como consuelo; están los caballos embalsamados en Inclúyanme afuera; está el guaicurú Frito en Mal de época y está Bardo, el maravilloso jabalí en Derroche, que precisamente compone canciones de rock. En estas dos últimas novelas al menos los animales son los héroes y hay algo luminoso y vitalista asociado a ellos.

Mirá, yo nací en Trelew, una ciudad de la Patagonia, pero mi abuelo, un campesino búlgaro que emigró ahí entre las dos guerras, escapando del hambre, con el tiempo logró tener una chacra, y yo me crie entre esos mundos. Hablo de eso en el principio de Falsa calma. Por un lado, estaba la ciudad y, por otro lado, estaba el campo, esa Pequeña Bulgaria, con otro idioma, con los telares de mi abuela, con los olores distintos de la comida, las frutas sacadas directamente de los árboles, etcétera. Otra escenografía completamente diferente, con algún dejo de utopía. Yo de niña adoraba ir a jugar a un camino larguísimo flanqueado por álamos a ambos lados, y esconder por ahí muñecos que al día siguiente iba a rescatar como una exploradora en terra incógnita. Tenía muchísimos otros juegos: era también un terreno muy proclive al crecimiento de la imaginación, te diría. Obviamente ahí había muchísimos animales: el caballo, los perros, las gallinas, un puñado de ovejas: yo circulaba con y entre ellos, eran parte de mi vida, sus vidas y sus muertes me afectaban, me conmovían. Al no ser una granja de gran producción, los animales no entraban en esa zona de cosificación extrema típica de esos lugares y hasta tenían sus nombres. El tema de pensar las vidas humanas muy próximas a los animales, entonces, es para mí algo muy incorporado, forma parte de mi cosmovisión, incluso a pesar de la cantidad de años de vida urbana que tengo al día de hoy. El abordaje que hago en Desubicados (un ensayo narrativo en el cual una narradora agobiada pasa veinticuatro horas de tormento en un zoológico en el que siente que en ese sistema opresivo, que a su vez remite a tantos otros, los animales son sus cómplices) es para mí entonces una idea muy intuitiva, que surge antes siquiera de ponerme a pensarla, una idea muy ligada a ese yacimiento tan potente como desconocido a partir del cual escribimos quienes escribimos.

Tal vez porque ocupa ese lugar en mi experiencia y en mi sensibilidad y en mi escritura (porque hay experiencias que, aunque atravesadas, no nos marcan en absoluto a la hora de escribir, eso lo explicó maravillosamente bien Henry James en «El arte de la ficción»), celebro que en los últimos años el tema se haya convertido en uno de los ejes de discusión del presente. Que no es lo mismo que ser un tema de agenda, aunque se los suele confundir. Las discusiones del presente se convierten en temas de agenda cuando quien escribe solo reproduce las máximas de época, los imperativos de la moda: la diferencia entre una cosa y otra para mí está en el abordaje. De las agendas hay que huir, claro está. Pero no de las discusiones sobre el presente: de hecho, es una de las razones por las que escribo, me interesa discutir con el presente sin por eso dejar que el presente me imponga su doxa. Por eso últimamente me molesta que, en paralelo a estas bienvenidas discusiones sobre lo animal, sobre la convivencia interespecie, surja también una especie de «animalómetro», como una policía que llega para imponer una nueva doxa, para certificar cuánto y cómo de bien conociste a los animales, cómo debés aproximarte a ellos y cómo no, etcétera. A ver, a ver. Me interesa la discusión, insisto, por eso no me gusta la policía literaria. Y, además, mal que nos pese, estos nuevos requisitos del programa para hablar de lo animal y de otras especies, simplifiquémoslo así, son también tremendamente antropocéntricos: quienes hacen lecturas policíacas deberían saberlo. Entonces, me parece perfecto que la literatura aborde estas cuestiones, pero también me parece crucial dejar que ahí se armen los entramados y asociaciones libres y eclosiones y contradicciones que justamente hacen de la literatura un discurso que expande sentidos, que nos enfrenta a lo ambivalente, lo insoportable, que cuestiona de modos diversos: la literatura no puede ser un discurso ejemplar, que reproduzca la moral de la doxa, aun de la progresista. Qué aburrimiento, qué tirria. Al menos en mi caso, que escribo para olvidarme de la doxa, del lugar común y, fundamentalmente, para no aburrirme.

Creo que sí, que es cierto lo que decís, la mala versión de los paratextos conduce a un aumento de la mala autoficción, pero no por eso creo que toda autoficción sea mala. En esa línea, de hecho, hay textos extraordinarios como los de Annie Ernaux, entre los cuales para mí Memoria de chica es insuperable, o como Autobiografía del algodón, de Cristina Rivera Garza, o El vestido blanco, de Nathalie Léger, o El corazón del daño de María Negroni, o El trabajo de los ojos de Mercedes Halfon, o Nueve noches de Bernardo Carvalho, y tantos otros

Ahora que mencionas eso, ¿cómo te relacionas con ese ser social en el que te conviertes, cuando no estás escribiendo, durante las interacciones con el campo literario?

A veces el oficio (o el trabajo, buen tema de discusión) me enfrenta a una pertenencia un poco compleja. Cuando me veo demasiado cerca de la parafernalia de los festivales y las fotos, me pongo un poco arisca, me digo que el arte tendría que ser otra cosa, pero no por eso estoy postulando ni apoyando las versiones contemporáneas de las torres de marfil, para nada. El tema es que ahora a quienes escribimos se nos empuja a participar del espectáculo permanentemente: en ferias, sí, pero si lográs quedarte en tu casa también en el videíto, en el posteo, en la cosita. En fin, estamos obligados a una generación constante de performances y de paratextos, a eso voy. Y como por lo general quienes escribimos no somos dramaturgos ni nada parecido, generalmente nos convertimos en personajes previsibles y aburridísimos. Cuanto más «originales» nos creamos, peor. En fin. Y los paratextos asociados: todo un tema. Creo que, tan entrado ya el siglo XXI, tan extendido el uso de redes, tan naturalizado el espectáculo, quienes escribimos deberíamos tener más en cuenta el hecho de que ciertos paratextos, ciertos discursos nuestros (en charlas, en entrevistas, en videítos, en lecturas y etcéteras) se adosan a nuestras novelas, nuestros ensayos, nuestra poesía, nuestra obra, digamos, y entonces prestar un poco más de atención al asunto. Muchas veces descarto leer a determinados autores precisamente por lo que leo en esos paratextos, por lo que veo en esas performances. Hay como una cosa muy actual de plegarse a mucho de todo eso, pero a la vez muy anacrónica, muy del siglo XX, muy de pensar esas performances y paratextos separados de la obra, porque de otro modo no se entiende que le hagan tan mal a sus escritos. En fin. Que hay que barrer con la falsa espontaneidad en la literatura lo sabemos ya hace rato, Calvino lo dijo tan bien, ahora lo que hay que hacer es barrer la espontaneidad con estas otras formas asociadas a la escritura también: guardarse más, pensarlo más. Eso es lo que propongo. Porque resulta que esos espacios paratextuales pueden ser muy buenas plataformas para discutir la práctica literaria, para ver cuáles son sus rumbos, sus batallas, para plantearse algún que otro sabotaje al sistema en vez de plegarse alegremente a los imperativos del sistema, de la industria, en vez de hacerles el juego permanentemente. Insisto: no por eso estoy defendiendo el ostracismo elitista, ni mucho menos cayendo en la inocencia de pensar que se puede pertenecer al mundo literario sin estar inmerso en el mercado; lo que propongo es que circulemos ahí, claro que sí, pero sin perder el sentido crítico, sin abandonar la lucidez de la sospecha, sin ejercer formas de la pertenencia a contrapelo, sin subirnos acríticamente a todos los trenes. Usar esos lugares de enunciación para ejercer algunas de las microrresistencias de las que habla De Certeau, inventarnos tácticas de desacato, cuanto más sutiles mejor.

Esos paratextos de los que hablas orbitan con frecuencia en torno al yo de los escritores. ¿Crees que todo eso retroalimenta en cierto modo la hipertrofia que ha experimentado la literatura del yo en estos últimos años, generando textos sin voluntad de estilo en detrimento de la literatura de la imaginación?

Creo que sí, que es cierto lo que decís, la mala versión de los paratextos conduce a un aumento de la mala autoficción, pero no por eso creo que toda autoficción sea mala. En esa línea, de hecho, hay textos extraordinarios como los de Annie Ernaux, entre los cuales para mí Memoria de chica es insuperable, o como Autobiografía del algodón, de Cristina Rivera Garza, o El vestido blanco, de Nathalie Léger, o El corazón del daño de María Negroni, o El trabajo de los ojos de Mercedes Halfon, o Nueve noches de Bernardo Carvalho, y tantos otros. Textos que hacen de la experiencia personal un puntapié para después cobrar una dimensión narrativa o ensayística tremendamente potente, riquísima, textos que además salen de la órbita de lo privado para abrirse a lo colectivo. Para eso es necesario algo que en todos esos textos se ve, que es un trabajo profundo con la forma, es decir con la distancia, es decir con la dicha de crear un artefacto que vaya más allá de nosotros, que nos sorprenda, que no nos haga caso, que sea un libro que no dominamos del todo, que nos haga entrar en capas insospechadas. Además de ser necesario un gran trabajo con el psicoanalista, claro, como para no tratar de resolver en un libro lo que debe ser resuelto en otro lado. Gran parte de esa distancia para mí necesaria para que haya literatura tiene que ver con el abordaje que hagamos de la experiencia propia: en el seminario de no ficción que imparto a alumnos de Maestría, les digo siempre que cuiden de que la experiencia personal no funcione como un alud, una especie de memoria intrusiva que nos va dictando al oído qué decir: a esa mala versión de la experiencia hay que contrarrestarla trabajando la forma por un lado y, por el otro, entregándose a indagaciones que vayan más allá de la experiencia empobrecedora de papá-mamá y demás cercos burgueses.

Entonces es una cuestión de reflexionar sobre la forma y de someter a ella la posible experiencia biográfica. En ese sentido, tu obra piensa mucho la forma y a partir de eso has enarbolado esa poética híbrida (la «narrativa mula», como la llamaste en un artículo publicado en esta revista en julio de 2024). Un libro tuyo como Desubicados, por ejemplo, está a medio camino del ensayo y de la novela. En general, toda tu obra tiene algo de collage de materiales heterogéneos, de trabajo entre la ficción y el material documental. ¿Cómo llegaste, en tu evolución como escritora, a la poética que defiendes ahora?

He llegado hasta aquí pensando mucho la «forma novela», te diría. Mirá, yo estudié en la Facultad de Letras en Buenos Aires, que siempre tuvo una orientación de lo más experimental, donde leíamos todo el tiempo los textos más raros del siglo XX, que todos sabemos que fueron muchos y divinos, pero después ocurría que yo me ponía a escribir y me encontraba con que me salía la estructura tradicional, el personaje, el nudo, el desenlace. Cómo puede ser, me preguntaba, ¿acaso eso de la forma tradicional de la novela nos viene con la leche materna? Tengo tres novelas escritas antes de Falsa calma, todas sin publicar porque en el fondo me parecía que respondían a ese esquema. Busqué mucho tiempo una alternativa, y en ese punto para mí dejar entrar lo documental fue una revelación. Además, yo tuve un encuentro con lo documental muy literario, porque en un momento dado, harta de que las novelas me salieran así, de tener que trabajar de profesora en colegios secundarios y muchas otras cosas que me resultaban agobiantes, decidí que no valía la pena y rompí con todo. Tenía treinta años recién cumplidos, me fui al sur más sur de la Argentina, al medio de la Tierra del Fuego, y comencé a trabajar de traductora con los diarios manuscritos de un viajero inglés que había vivido allí. En paralelo, me puse a leer relatos de viajeros que había en esa biblioteca medio vetusta de la estancia en la que vivía y trabajaba, y ese encuentro con esos materiales documentales, con ese archivo, fue una experiencia extraordinaria, que me deparó más de uno de esos momentos «satori» de iluminación. Entonces pensé que, teniendo en cuenta el hecho de que siempre leí muchísimo para escribir mis libros, materiales concretos que giran alrededor de los temas o personajes o tópicos sobre los que voy escribiendo, lo que iba a hacer era incorporar algo de ese material documental a la escritura, como revelando las bambalinas, como abriéndola a voces de otros, como interrumpiendo la trama cerradita que tanto reclama el mercado y las instituciones legitimadoras, como sacando a la literatura del pedestal de los terrenos idealizados de la imaginación pura y el misterio, y entonces se fue armando una poética a partir de ahí, una línea que va tomando entonaciones y combinaciones distintas en cada uno de mis libros, pero que en el fondo siempre tiene algo de persecución de alguna pregunta o serie de preguntas, de componente ensayístico. Me gusta hacerme preguntas de ensayista y responderlas con la forma narrativa, eso es lo cierto. Narrar y pensar son dos cosas que para mí van unidas.

Fotografía de Caro Pierri

¿Cómo haces entonces durante el proceso de escritura para encontrar el equilibrio entre el archivo y la invención? Porque el archivo es infinito y con tu pasión podrías no terminar nunca de documentarte. Hay un punto en el que tienes que cerrar ese proceso y permitir a la imaginación rellenar los huecos.

¡Ese es el gran tema! ¿Cuándo parar? ¿Cómo hacer para que el documento no termine provocando también un alud como el que mencionaba antes? Porque ocurre que un caso particular te va llevando a otro y a otro. A mí me pasa que me seduce mucho una historia no ficcional y me meto en ella por completo, y me voy enganchando con muchas de sus derivas, pero después tengo que tomar distancia y preguntarme qué función cumple cada elemento que voy encontrando en ese constructo llamado novela que estoy armando. En realidad, la propia forma del libro me va diciendo lo que necesita, lo que cumple y lo que no cumple ninguna función: el artefacto mismo que voy creando empieza a tomar decisiones y a imponer sus reglas, esa es una de las bellezas de escribir. Puede haber un personaje secundario que encontré en el proceso de documentación y que me vuelve loca, que me encanta, pero después, cuando intento introducirlo, el artefacto me lo escupe. Eso es lo bueno de crear un texto, recordar que es algo con vida propia y no un simple apéndice de una misma.

Frente a las novelas acomodadas y a los lectores acomodados, y sobre todo frente a una industria acomodada, los textos que experimentan, que buscan y se arriesgan, quedan con frecuencia arrinconados en los cajones de sastre, catalogados como perversiones para raros. No en vano se habla ahora de la novela literaria, y lo que hasta hace poco hubiera sido un pleonasmo parece en buena medida un oxímoron, viendo la mayoría de textos que son sancionados como interesantes. Yo no sé si esto pasa igual en otros ámbitos artísticos fuera de la literatura…

Me parece un fenómeno ligado a la cara más antipática de las redes, que es la que pone a la cantidad como valor supremo. No es raro que hoy alguien elogie a otro alguien usando como argumento el número de seguidores que tiene, y esto hablando dentro del terreno literario. No solo elogie: elija para su catálogo, selecciones para el festival, para la mesa redonda, para el premio, etcétera. Está claro que las poéticas que van por el lado de la búsqueda, de la experimentación, y las autoras y autores con menos ganas de plegarse al espectáculo, claramente quedan relegadas cuando ese criterio se impone. Así fue siempre, de hecho, solo que la cantidad no tenía el mismo prestigio, es más, no tenía ninguno, era precisamente lo que había que evitar, y entonces algunas figuras legitimadoras dentro del ámbito iban contra eso, tenían más argumentos para apostar a otra cosa (sin dejar de pensar que en algún momento esa otra cosa podía ser un boom, claro, no estoy idealizando ninguna situación, solamente apoyando algunas apuestas). Tengo la impresión de que muchas de esas figuras están hoy un poco anonadadas por la presión de época, por el imperativo del rédito económico inmediato, un poco debilitadas por esta última coartada del mercado para imponer otro de sus momentos triunfales. Por suerte no son todas, por suerte sigue habiendo quienes toman sus riesgos, quienes batallan contra el aplanamiento y la banalidad en la literatura.

Para terminar nuestra conversación de regreso a la literatura, quisiera preguntarte qué andas leyendo por placer y qué libros te han acompañado como lectora a lo largo de tu vida, esa balda de los libros más queridos, independientemente de que sean o no los más afines a tu poética.

Por puro placer últimamente no leo nada, la verdad, porque antes de llegar a eso se me imponen las pilas de cosas por leer ligadas a las clases que doy, los jurados en los que estoy, los textos a pedido que prometo, etcétera, lo cual para nada quiere decir que no encuentre placer entre esas lecturas. No es lo habitual, pero a veces me pasa. Y además, no sé si una escritora puede leer ya por puro placer, porque si no está haciendo esas cosas está leyendo por su proyecto: el placer aparece por esos pasadizos mientras una hace esas tantas cosas.

Y entre los libros más queridos, uy, son tantos, puedo nombrar algunos mientras seguramente me olvido de tantos otros, libros que para mí ya entran en categoría de clásicos, como Eisejuaz de Sara Gallardo, Pubis angelical de Manuel Puig, A contrapelo de J.K. Huysmans, Esto no es una novela de David Markson, Los anillos de Saturno de Sebald, Muerte en Persia de Annemarie Schwarzenbach, Cárcel de mujeres de María Carolina Geel, Un retrato para Dickens de Armonía Somers, Agua viva de Clarice Lispector, El zorro de arriba y el zorro de abajo de José María Arguedas.

Fotografía de Caro Pierri
Total
191
Shares