Este libro que ni es novela ni es ensayo sirve como documento histórico de cómo el sueño de la República se vio dinamitado por la guerra. Y recorre interesantes pasajes de los viajes que la autora hizo a la URSS a comienzos de los años 30, su participación en las actividades de la Alianza de Intelectuales Antifascistas durante la guerra y algo que debería constarle a cualquiera, que esta mujer participó decisivamente en la evacuación de algunos de los cuadros del Museo del Prado cuando fue bombardeado por los golpistas. Era noviembre de 1936 cuando los aviones alemanes tiraron nueve bombas sobre el Prado. El Gobierno de la República ordenó la evacuación del edificio. María Teresa León, que era entonces secretaria de la Alianza de Escritores Antifascistas, recibió la orden firmada por Francisco Largo Caballero de proteger y enviar los cuadros a Valencia. León ya había participado en el salvamento de las obras del monasterio de El Escorial. Así se pusieron a salvo Las meninas y El lobo de Coria, de Diego Velázquez, o el retrato de Carlos V pintado por Tiziano. Iluminados por una linterna, entran una noche en el museo y acceden al sótano donde se apilan las obras que sacan con la ayuda del Quinto Regimiento y la Motorizada. 

Comienzan entonces los días más largos. “Calle a calle, sobre un montón de casas rotas, se paseó la muerte. Abrieron el vientre de mi calle las bombas, la oigo llorar aún con sus cientos de ventanas golpeándose en sus quicios durante toda la noche”. María Teresa, a la que el inicio de la guerra encuentra en Ibiza, donde se refugia con su marido en unas cuevas, encuentra a su regreso a la capital su casa de Madrid destruida. Y mira el hambre de la gente y no se olvida de las tristes realidades del retraso, de la opresión de las clases que “dan forma a una vida nacional”. 

Emocionante son también los pasajes que recuerdan las muertes de Machado, Lorca y Miguel Hernández. Cuenta que Lorca era un hombre que llegaba siempre tarde, que improvisaba sobre su vida, con el que se reía mucho, siempre rodeado de amigos. Un hombre que sabía escuchar cuando se le hablaba seriamente y que se sentaba sin miedo junto a los escritores políticamente comprometidos. Poco a poco, cuando empezaron a llegar las malas noticias, relata que se fueron acostumbrando a que Federico había sido asesinado. Después del crimen cuenta León que se vieron con Rafael Rodríguez Rapún, quien dicen que fue el último amante de Lorca. Que nadie como aquel muchacho debió sufrir con la muerte del poeta. Que Rapún se marchó al frente del Norte y dice León que está segura de que después de disparar su fusil rabiosamente se dejó matar. Que aquella fue su manera de recuperar a Federico. 

Cuando yo no recuerde, recordad vosotros las veces que me levanté de la silla, el café que os hice, la indulgencia que tuve al veros devorar mi trabajo sin decirme nada. Recordad nuestra pequeña alegría común, nuestra risa y las lágrimas que dolían o quemaban cuando nos sentimos desamparados y solos

“Nuestra literatura de combate expiraba. Federico muerto al comenzar la agonía; Antonio Machado al terminarla. Dos poetas. Ninguna guerra había conocido jamás esa gloria”. Todavía moriría en 1942, en una cárcel de Alicante, Miguel Hernández, abandonado en una celda con tuberculosis. 

María Teresa León partió de España en 1939 y vivió expatriada en Orán, Argentina, Francia e Italia. En Buenos Aires nació Aitana, su tercera hija. Sus hijos mayores se quedaron bajo la potestad del padre cuando conoció a Rafael Alberti. Pasó fuera de nuestro país desde 1936 hasta 1977. Cuando regresó, fue internada en una residencia, donde fue olvidando poco a poco quién era y quiénes fueron los suyos. “Cuando yo no recuerde, recordad vosotros las veces que me levanté de la silla, el café que os hice, la indulgencia que tuve al veros devorar mi trabajo sin decirme nada. Recordad nuestra pequeña alegría común, nuestra risa y las lágrimas que dolían o quemaban cuando nos sentimos desamparados y solos”. 

Si la memoria no permitió que María Teresa León fuera consciente de que, por fin, regresaba a su patria, ayudemos los lectores a devolver la justa relevancia a estas páginas que ella nos dejó escritas y que, por fin, podemos leer. Apresemos la rebeldía de su mensaje contra lo injusto, contra el fascismo, esa lucha incansable a través de la literatura y el arte, “la incurable enfermedad de la escritura”, y devolvamos a las palabras grandes su máximo contenido y respeto en estos tiempos de empeño en su vacío. 

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