POR  ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA

Para Juan Malpartida

Dos sabios consejos: «El que sabe no habla, el que habla no sabe», según Lao-Tsé; para Wittgenstein, «de lo que no se puede hablar, mejor es callarse».

Pero ¿cuándo sabemos que de algo no puede hablarse? Y, cuando de algo puede hablarse, ¿es mejor hablar que callar? No acaban ahí mis preguntas porque, bien mirado, ¿cuándo hablar, cuándo callar? O, dicho de otra manera, ¿de qué cosas hablar, de qué cosas es mejor callarse?

El abate Dinouart publicó en 1771 El arte de callarse (L’Art de se taire). Estudió el arte de callar… hablando.

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Emil Cioran hizo de la desesperación todo un estilo. ¡Y qué estilo! Ya que no siempre podemos sumarnos a su desesperación –para la que, por otra parte, a ninguno de nosotros nos faltan motivos más de una vez en la vida–, es difícil no adherirse al ritmo de su frase, a esa prosodia mágica. Contradictoriamente, comme il faut, quien habla del amor como de «esa gimnasia que acaba con un gemido» es, al mismo tiempo, un escritor de una sensualidad sintáctica única.

De sobra lo sabía el propio Cioran. Llamó a eso «la voluptuosidad de la palabra». Una gran virtud que fue en él, al mismo tiempo, una gran debilidad. Cuánto amamos las dos sus lectores.

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En relación con las lecturas de la obra de Kierkegaard que Clara Westhoff y R. M. Rilke realizaban en el París de comienzos del siglo XX, no he podido menos que recordar que, exactamente por las mismas fechas, Unamuno se «chapuzaba» (es la palabra que usa en una carta a Clarín) en los escritos de su «hermano Kierkegaard» y su dialéctica existencial. Es del todo coherente que Heidegger –considerado un «existencialista»– se haya interesado por este asunto en su diálogo con Westhoff, puesto que Kierkegaard es tenido por un preexistencialista.

Lo mismo que Unamuno, por lo demás. No entraré aquí con una opinión propia (no la tengo) sobre el influjo del teólogo danés sobre el escritor español. Se ha dicho que Unamuno «altera» a su conveniencia el pensamiento de Kierkegaard. Tal vez. En el plano de la escritura, me interesa aquí tan solo subrayar el hecho de que uno y otro necesitaran en algún momento el formato del diario para expresar el doloroso debate del acceso plenario a la interioridad. También lo hizo, por cierto, Dostoievski, considerado el «doble» literario del autor de Temor y temblor. ¿No se acepta ya por todos que el Diario de un escritor de Dostoievski es un verdadero compendio de su pensamiento?

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Estoy dando un paseo, una caminata sin rumbo por el campo. Aire y árboles, piedras y pájaros. Pienso que son pocas las cosas que sé, y muchas, incontables, las que no sé. El aire en los árboles cautiva mis ojos y mi espíritu. Es una escritura. Mis ojos la leen sin entenderla, pero la experimentan, la gozan hondamente. En My Philosophical Development, Bertrand Russell afirma: «La lógica y las matemáticas… son el alfabeto del libro de la naturaleza, no el libro mismo». Alan Wood, por su parte, nos recuerda otro principio russelliano: «Ciencia es lo que sabemos; filosofía, lo que no sabemos» (History of Western Philosophy). La vieja metáfora del libro del mundo, del liber mundi, no ha necesitado en quienes la han vivido desde antiguo ningún requisito «alfabético», y menos aún premisas lógicas. No cabe negar la utilidad, la necesidad de la lógica y de las matemáticas para la comprensión del mundo. Lo que niego es que sea una condición para experimentarlo. ¿Soy un «filósofo», así pues? Algo menos: un caminante, unos ojos que ven, unos oídos que oyen.

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«A mí me aprovechaba también ver campo, o agua, flores;… digo que me recogían y me servían de libro» (Teresa de Ávila).

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¿Hay algo como una «memoria genealógica»? Ya desde mi primer viaje a la isla de Fuerteventura, a mediados del decenio de 1970, y en los demás que le siguieron a lo largo de los años, mi identificación con las tierras de esa isla, sobre todo las de su zona norte, ha tenido siempre para mí un misterio único, difícilmente descifrable. Con el fin de aprehender un enigma o un secreto que yo necesitaba trasponer y… expresar, me vi casi obligado a servirme de unas palabras de Virgilio en las Geórgicas, «signos que respiran…», al frente de unos versos míos, «Luz de Fuerteventura», en los que quise hablar de ese secreto, unos versos por los que siento hoy una debilidad especial.

El caso es que cada viaje a Fuerteventura ha representado para mí el reencuentro con algo… que no sé. Y ese «no sé qué» sigue ahí, como si me interpelara sin tregua en un raro desafío sensible. Esas tierras secas y sedientas, esa unidad deslumbrante de arena, cielo y mar, son para mí un extraño conjunto de signos de interrogación, de preguntas sin respuesta. Mi poema «Luz de Fuerteventura» daba cuenta del poder de seducción que esas tierras secas ejercen sobre mí. Pero de ningún modo era una respuesta al interrogante. No podía serlo. Al principio me decía a mí mismo que era la seducción propia de un tipo de paisaje agostado y desnudo, de intenso dramatismo espiritual, que me llevaba hacia mi infancia y mi adolescencia, especialmente a las tierras del sur de la isla de Gran Canaria, que tanto me fascinaban (y que hoy, con la hipertrofia turística, no son sino un desvaído reflejo de lo que un día fueron, un triste resto de su pureza, esa pureza que solo he vuelto a encontrar años después en ciertas islas griegas poco visitadas). Al fin y al cabo, hay una evidente continuidad paisajística entre Fuerteventura y el sur de Gran Canaria, proveniente desde luego de su común geología.

Pero hay algo más. Sé bien poco de mis ascendientes familiares. Mis datos no van allá de dos o tres bisabuelos, todos ellos, hasta donde sé, nacidos en Canarias. Sabía, como mucho, que mi apellido materno es de origen portugués, según me dijo un día, en el Instituto de Estudios Canarios, un viejo genealogista al poco de ingresar yo en ese centro y sin que mediara ninguna pregunta por mi parte sobre ello. Me gustó saberlo, por muchos motivos.

Un libro dedicado a la historia de algunos apellidos locales me informa hoy, sin embargo, de ciertos detalles sobre el asunto. Según parece, ese apellido lusitano entró en Canarias en el siglo XVII, inicialmente escrito con y (la grafía con i, usada a menudo en mi familia, fue posterior), y de allí pasó al resto del archipiélago, desde donde se extendió luego por Hispanoamérica y los Estados Unidos (he tenido ocasión de comprobar su arraigo en los listines telefónicos de Buenos Aires y Montevideo). Ignoro, en cambio, cuál ha sido su pervivencia en el mismo Portugal y en Brasil.

Pero lo que más llama mi atención es que el apellido aparece documentado sobre todo en el norte de Fuerteventura, exactamente en lo que hoy son los municipios de Pájara y La Oliva. Es allí donde se registran los primeros portugueses con ese nombre. ¿Debo suponer que es una pura casualidad la coincidencia de ese dato con el hecho de que las playas de El Cotillo o los arenales de Corralejo, por ejemplo, hayan despertado en mí desde un principio una especie de déjà vu, la sensación de un extraño reconocimiento? ¿Cómo entender esa rara integración de materia y espíritu?

Puesto que se trata de algo muy difícil de definir (se haría interminable entrar ahora en el viejo tópico del «no sé qué»), es inútil intentar siquiera una interpretación mínimamente justificable desde cualquier punto de vista. Podría decir tan solo: de algún modo estuve allí en otro tiempo, viviendo, amando y sufriendo con los de aquel lugar. Esa tierra está en mi memoria genealógica, en la sangre que he recibido de mis antepasados. Algo de ellos ha quedado en mí para que yo pueda ahora reconocer esos arenales, esas rocas, la luz herida de Fuerteventura.

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En relación aún con Fuerteventura: «Tierra seca: el alma más sabia y la mejor», dice el conocido aforismo de Heráclito. Cómo ignorar esa otra raíz, ese origen de todo.

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Mi «jardín suprematista»: así lo llamo cuando los amigos que vienen a casa ven por primera vez –al principio a través de la gran cristalera, y luego recorriéndolo paso a paso– el jardín que me dio por diseñar tiempo atrás y que al fin pude realizar hace algo más de un año. Los comentarios de extrañeza que hacen los amigos resultan inevitables. Lo que ven no resulta nada del otro mundo –se trata de un jardín muy simple–, pero es precisamente esa simplicidad, me parece, lo que causa sorpresa.

Ya M. y yo habíamos decidido cambiar, antes o después, el espacio ajardinado que encontramos al comprar la casa, un espacio en el que solamente se había plantado un césped común que exigía mucho mantenimiento y una exagerada cantidad de agua de riego. Emprendimos sucesivas modificaciones de ese espacio (y muchas más en la casa), pero se hacía cada vez más necesaria una completa reforma. La renovación se ha hecho esperar, desde luego. Lo justifico diciéndome a mí mismo que no era cosa fácil, aunque ya sé que como justificación mi argumento vale bien poco. Lo que más me entristece es que M. ya no ha podido verlo. A veces, en las noches más infaustas o menos soportables, me parece que ella me susurra su aprobación, y sonríe.

El esquema venía ya sugerido, en cierto modo, por el adoquinado que rodea toda la casa, obra que hicimos en su momento y que tanto nos gustaba. Era cuestión de dar una cierta continuidad a ambos espacios, es decir, el entorno inmediato de la casa y el ámbito del jardín. Fue solo después de ensayar varias fórmulas que no acababan de convencerme –por una u otra razón, todas ellas resultaban de una complejidad visual innecesaria– cuando caí en la cuenta, por una operación de reducciones sucesivas, de que mis esbozos y dibujos se parecían mucho a las formas simples y elementales propuestas en su día por Malévich y sus amigos del suprematismo, es decir, la «supremacía de la sensibilidad pura», para decirlo con palabras del propio artista ruso.

Como en la Cruz negra (1923) de Malévich, una hilera de adoquines dividiría el espacio en distintos cuadrados –distintos rectángulos en este caso, porque era preciso adaptarse a las medidas reales del espacio–, pero la cruz negra sería en realidad un camino de marmolina blanca, y los cuatro cuadrados blancos quedarían ocupados por un césped dentro del cual estarían plantados un manzano, un mango (uno y otro ya existentes) y un limonero; el cuarto cuadrado (rectángulo) quedaría vacío. Este último cuadrado-rectángulo vacío alude no solo a las asimetrías intencionales de algunas obras suprematistas, sino que sería también una especie de homenaje al intento de Malévich de representar o hacer visible la nada, la «supremacía» de la nada. Este aspecto enlazaba, además, con algunas características del jardín zen (sobre todo el yohaku no bi, la belleza del vacío) que tanto me han interesado siempre.

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