POR EDUARDO RUIZ SOSA

© Lara Lanceta

La imagen es granulosa, como si la carne del recuerdo se resecara, concediéndole hondura al retrato: amasijos de metales, coches abandonados, lumbre que asciende un par de metros; y luego el humo, la columna negra como un cuerpo que se cierne sobre el puente, desde arriba, como si quisiera hundirlo con su peso imposible en las aguas del río que corre debajo.

La escena no es lejana: el 17 de octubre de 2019, en Culiacán, la ciudad en la que nací, los sicarios salieron a las calles, se adueñaron de cada resquicio, bloquearon caminos, incendiaron barricadas. 

Yo seguía los acontecimientos desde la madrugada de Barcelona: así aprendí a entender la distancia: a través del vidrio de la violencia, la muerte y el miedo. La imagen de una barricada en llamas en el puente ha sido, desde entonces, la fisura que da forma a una idea, un nuevo mito de origen, que ahora comienzo a entender.

Culiacán es una ciudad asentada un poco al norte del cruce entre el Trópico de Cáncer y la costa del Pacífico. Tres ríos atraviesan la ciudad, y más de una veintena de puentes los cruzan. Uno de mis primeros recuerdos es el de un cielo color rosa mientras volvíamos a casa porque un huracán se aproximaba a la costa. Siento que esa tonalidad ralentizaba todo, principalmente la memoria, a nuestro paso sobre uno de los puentes: el rosa brillante del cielo mezclado con el caudal turbio del Tamazula, la corriente alterada por las lluvias, la sensación, que puedo evocar todavía, de cruzar ese puente sin fin.

Mi relación con los puentes quizá comenzó ahí, y fue creciendo hasta que ese día de hace tres años se me reveló la dimensión de un lazo del que no había sido consciente. Sin embargo siempre estuvo ahí, tanto el símbolo como el objeto: a los 21 años me fui a Tijuana, una ciudad atravesada por dos tipos de puentes: los que cruzan el río seco, vieja prolongación del Colorado, y el puente aduanal, que cruza la frontera, otro río, aunque inmóvil, donde se han ahogado miles. Otra barricada en llamas. 

Un puente simbólico se me cristaliza ahora mientras escribo: la alargada carretera que atraviesa el desierto de Sonora, que une Tijuana y Culiacán, y que recorrí tantas veces.

Creo que siempre he escrito desde la idea de lo que un puente simboliza: el lado de aquí y el lado de allá; el intersticio que es el puente mismo, desde donde se puede mirar de otra manera; la naturaleza que subyace y de la que procura salvarnos; lo que une y separa y el lugar desde donde se salta al vacío. 

Barcelona no está atravesada por ríos, como Culiacán o Tijuana o Cerdanyola, las otras ciudades donde he vivido. A Barcelona le dibujan el perímetro el Llobregat y el Besós, la costa del Mediterráneo y la sierra de Collserola. Aquí no he percibido nunca la sensación que se tiene al cruzar un puente sobre un río con la cotidianidad con que lo hacía en Culiacán. No obstante, la esencia de los puentes pervive, no por memoria sino porque Barcelona es, para mí, lo ha sido siempre, un puente constante. Un puente sin orillas.

Escribo desde la mitad de un puente, desde una Barcelona que representa lo indeterminado del intersticio, donde todo puede encontrarse y donde todo puede mezclarse. La esencia del puente ya no es, para mí, la de llegar a ese otro lado, sino la de un espacio que se expande, abierto y enredado como los ríos o los sueños, desde donde puedo mirar el aluvión del mundo siempre presente, siempre ilimitado, múltiple y variable, conectado con todos los lugares más allá de cualquier orilla, más allá de cualquier distancia. 


Eduardo Ruiz Sosa. Nació en Culiacán, México, en 1983 y actualmente reside en Barcelona. Estudió Ingeniería Industrial, es doctor en Historia de la Ciencia y cursó estudios de doctorado en Filología Española. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Literatura Inés Arredondo con el libro La voluntad de marcharse (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2008). Textos suyos han aparecido en las antologías: A fin de cuentos, La letra en la mirada, Renovigo, Siete caminos de sangre y Emergencias, doce cuentos iberoamericanos (Candaya2013) y en revistas como Literal, TextoS, Pliego Suelto, La palabra y el hombre y La vaca multicolor. En 2012 fue ganador de la I Beca de Creación Literaria Han Nefkens, lo que le permitió estudiar el Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra y dedicarse durante un año a escribir Anatomía de la memoria (Candaya 2014). Ha publicado el libro de crónicas Primera silva de sombra (2018) y el libro de cuentos Cuántos de los tuyos han muerto (Candaya 2019). Actualmente es miembro del Sistema Nacional de Creadores de México.

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