«Cayó el mono capuchino», dijo un importante portal de noticias (Aristegui Noticias) varios días después de la irrupción simiesca en la vida nacional. Entonces, nos mostró la fotografía del pobre animal con los dientes fuera, camino de su prisión, mientras un gendarme lo conducía a conocer las ya famosas rejas de Chapultepec, el zoológico más prestigiado del país. En su mirada había una tristeza atónita; una luz de terror como azoro. Le deseo, de todo corazón, que logre pintar su barca, desaparezca de nuestra vista y vaya a un lugar mejor.

 

«L’AMOR CHE MOVE IL SOLE E L’ALTRE STELLE»
Aquel 10 de abril, junto al tuit de Illades apareció, voluntad del azar, uno del poeta Aurelio Asiain: «El canto xxii del “Paraíso” no sólo es la culminación de la Comedia: es también su cima y su suma. Las primeras estrofas de ese prodigioso canto final anudan la traba de los recursos del poema y de cada uno de sus versos iniciales podría desprenderse una poética. #Dante2018». Esta etiqueta ha sido la causa por la que, desde enero de este año, aún vuelva a abrir las puertas de Twitter. Ya es conocida la historia: el argentino Pablo Maurette creó la iniciativa desde Chicago y, sorprendentemente para muchos —entre ellos, yo misma—, pronto nos vimos leyendo los comentarios sobre la Comedia de Dante, las múltiples traducciones, viejos grabados por todos conocidos, nuevas ilustraciones y versiones. Seguí los cantos día a día. Cien cantos por cien días.

Al fin Twitter servía para algo más que el destazadero banal. Tan sólo en el primer mes, declaró Diego Cano —ilustrador en #Dante2018—, el volumen de menciones que pudieron identificar fue de 16 139. Todo un récord considerando que se trató de contenido cultural, de charlas y debates sobre una obra que se escribió hace siete siglos. Lentamente, fue bajando el ritmo de los comentarios y yo quise imaginar que el «Purgatorio» nos causaba un escalofrío mayor que el propio «Infierno», pero seguí. «Pablo Maurette nos ha puesto a leer rítmicamente a Dante, no con un reto como han entendido muchos periódicos, sino con entusiasmo contagioso que hay que agradecer», concluyó el propio Aurelio el artículo que le dedicó al suceso en Letras Libres de marzo.

«¿Cómo un autor y una obra compleja pueden animar una conversación masiva con participantes de distintas edades, condiciones y formaciones?», se preguntaba el poeta y crítico Armando González Torres en el número de abril de la revista Nexos. Su respuesta nos habla de la condición paradójica de los clásicos: «Por un lado, aparentemente inaccesibles, cubiertos de bronce, distorsionados por las ideologías y aplastados por una cantidad apabullante de literatura secundaria e industrias críticas y, por el otro, espontáneamente hospitalarios, elásticos y abiertos a nuevas interlocuciones».

Justo en abril se cumplirían los cien días de esa lectura compartida y ya empezaba a sentir nostalgia del ejercicio, antes incluso de llegar al glorioso final donde escuchamos lo que durante cien días quisimos saber: que el amor ardiente mueve al Sol y a las demás estrellas.

Entrando al «Paraíso», leí de nuevo la cuenta de Asiain —quien debería escribir un libro con sus anotaciones y comentarios—. Éstos correspondieron al canto xxix:

Dios crea los órdenes angélicos:

«Concreato fu ordine e costrutto

alle sustanzie; e quelle furon cima

nel mondo, in che puro atto fu produtto».

 

Cf.

«Between the idea

And the reality

Between the motion

And the act

Falls the Shadow».

Eliot, «The Hollow Men»

#Dante2018

 

Durante las semanas maravillosas en que #Dante2018 nos alegró la vida, en varias ocasiones apareció T. S. Eliot en los comentarios que los lectores compartían. No podía ser de otra forma, pensé al leer alguno de ellos, y yo misma quería comentar algo, aunque no me atreví, a pesar de haber leído a González Torres cuando nos animaba a participar, seguro de que «la capacidad de frecuentación de los clásicos implica, de entrada, sacudirse el miedo escénico y recuperar la confianza en el gusto y la apreciación personal». Sí era miedo escénico, debo confesarlo, pero otro asunto me detenía: un volumen que me apartó durante varios días de la frecuentación de la Comedia. Estaba con mi clásico personal, estaba en otro paraíso y era feliz.

 

CUANDO LA LUMBRE Y LA ROSA SEAN UNA
1965. Muere el 4 de enero. El obituario de The Times lo llama «el poeta inglés más influyente de su tiempo». Ezra Pound deja su confinamiento en Italia para asistir al homenaje fúnebre en la abadía de Westminster; hace a la prensa la última declaración de su vida: «Léanlo. Es la auténtica voz dantesca de nuestro tiempo». Sir Alec Guinness recita fragmentos de los Cuatro cuartetos y un coro canta el cuarto movimiento de «Little Gidding», puesto en música por Ígor Stravinski. Su cuerpo es cremado. En abril se entierra la urna que contiene sus cenizas en la iglesia de St. Michael en East Coker, de donde Andrew Eliot salió para Norteamérica en 1699. Se cumple así el verso de 1940: «En mi principio está mi fin».

Cierro el libro que tengo entre las manos con esa extraña tristeza que se apodera de nosotros sin razón aparente —una especie de melancolía que involucra una leve pero persistente opresión de los sentidos—. Se trata de ese estado afectivo que aparece porque sí o porque no sabemos explicar con palabras esa circunstancia que nos envuelve como una oleada de color impreciso, aunque definitivamente nostálgico: «La memoria puede, a voluntad de su poseedor, teñirse de nostalgia, y la nostalgia sólo por excepción produce monstruos. La nostalgia vive de las galas de un pasado confrontado a un presente carente de atractivos. Su figura ideal es el oxímoron: convoca incidentes contradictorios, los entrevera, llega a sumarlos, ordena desordenadamente el caos», escribe Sergio Pitol en El arte de la fuga. «Cosas que a cosas llegan», me repito, y sé que no tiene sentido la aparición inusitada de la frase del Quijote. Sin embargo, sigo con el libro abrazado a mí como si ese acto convocara una reconciliación con el mundo.

T. S. Eliot: mi poeta favorito entre todos; los Cuatro cuartetos: mi libro favorito entre los suyos, y la traducción de José Emilio Pacheco, que me hizo entender, de una manera no explicable por métodos racionales, el real poder de la poesía. Durante casi treinta años repetí los últimos versos de «Little Gidding»:

Y todo irá bien y toda clase de cosas saldrá bien

cuando las lenguas de la llama se enlacen

en el nudo de fuego coronado

y la lumbre y la rosa sean una.

 

Estas cuatro líneas se presentaban ante mí a la menor provocación o, más bien, cuando el mundo que me rodeaba adquiría proporciones monstruosas o ilegibles —que es lo mismo— y yo necesitaba una esperanza última: que la rosa y el fuego fueran uno.

Leí por primera vez los Cuatro cuartetos en 1989, en una colección del Fondo de Cultura Económica que se llamaba Cuadernos de La Gaceta. La versión era, como ya dije, de Pacheco. Durante los mismos años en que yo repetí los versos que tradujo, José Emilio Pacheco revisó su versión, anotó prácticamente cada línea —en forma obsesiva, me imagino—. La historia de aquella revisión era murmurada por todos los que, como yo, nos creíamos en posesión de un secreto que, a la vez, nos hacía formar parte de una secta de iniciados. Quizá una de los mayores placeres de la literatura consista en tener, alguna vez, ese tipo de sentimientos… Lo cierto es que no sabíamos si en algún momento conoceríamos aquel trabajo. A la muerte de Pacheco, ocurrida hace cuatro años, muchos supusimos que no, que ya nunca leeríamos aquella nueva versión.

«Aproximación, edición y notas», nos señala la portada de la edición bilingüe de los Cuatro cuartetos de Eliot que El Colegio Nacional y Era publicaron recientemente. Cuando en las primeras dos páginas conté los diecisiete cambios que Pacheco efectuó de la versión que yo conocía, pasé de manera angustiosa los folios y llegué casi sin aire al final. Siguen intactos los últimos cuatro versos: mi talismán para las horas oscuras. No deben tocarse los talismanes y agradecí a Pacheco que no lo hubiera hecho. Pero, en esa misma estrofa final, había cambios que me regocijaron porque hacían de ella un río que fluía sin algunos guijarros de la primera versión.

En las anotaciones a los Cuatro cuartetos, encuentro varios apuntes que me dan una idea del trabajo de Pacheco, su profundo deseo de compartirnos su lectura y su trabajo, y me hacen comprender la hondura de la palabra «Aproximación» en la portada del libro. No es una modestia falsa: es la convicción de que nunca podremos saber más que aproximadamente qué dijo el poeta, qué quiso decirnos. Así, y refiriéndose, por ejemplo, a los versos finales de «The Dry Salvages» —«We, content at the last, / If our temporal reversion nourish / (Not too far from the yew-tree) / The life of significant soil»—, Pacheco anota:

(«A no mucha distancia del ciprés»). Eliot escribe, por supuesto, yew-tree (tejo). En la cultura anglosajona el tejo es el árbol de los cementerios. En la cultura hispánica, el ciprés representa el árbol funerario por excelencia.

 

Las notas de Pacheco son extraordinarias. Por ellas me entero de la geografía física, moral, intelectual y sentimental que rodea la obra de Eliot. Leo también las interpretaciones que Pacheco comparte cuando nos dice que, en el último cuarteto, «La oscura paloma con su lengua de fuego» puede entenderse como una «extraña asociación penitencial de la paloma del Espíritu Santo con el bombardero nazi»; que «En mi principio está mi fin» se trata del lema En ma fin est mon commencement, adosado al trono de María Estuardo, y que, como todos los que amamos este libro sabemos, en el último verso de «East Coker», «lo devuelve a su forma original».

Estas notas —que resumen, compendian, eligen e intervienen las tantas otras notas que este poemario ha suscitado— me permiten sugerir que el «lema silencioso» del que se habla en «East Coker» sea, muy probablemente, el lema de la familia Eliot, Tace aut face, cuyas múltiples traducciones pueden ser desde «Actúa y calla» hasta «No lo digas, hazlo».

También recuerdo cosas olvidadas por la memoria esquiva: que en «Little Gidding» —una aldea cercana a Cambridge— el verso «En la hora incierta» da inicio al pasaje cuyo escenario es una calle de Kensington en Londres, después de un bombardeo nazi, y que éste, mi poema favorito de los cuatro, es «el gran poema de la ofensiva aérea nazi de 1940 y 1941 que costó la vida a más de cuarenta mil civiles ingleses». Eso nos informa Pacheco al narrar los sucesos históricos de aquel año de 1940, cuando los bombardeos en Londres fueron terribles y en una sola noche la ciudad «sufrió hasta cuarenta incursiones. La más atroz fue la del 15 de septiembre, que arrasó en llamas el centro de la ciudad, afectó el palacio de Buckingham y muchas iglesias. El combate a los incendios, en el que participó Eliot —y es uno de los temas de “Little Gidding”— fue admirable».

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