«Enunciando la pregunta con sencillez: ¿Qué pasa cuando la literatura producida por escritores que hablan otros castellanos se genera desde dentro de la península, qué pasa cuando no actúa en paralelo, sino que, para existir, necesita integrarse? ¿Cómo se la recibe?»

POR  CLARA OBLIGADO

@ Miguel Lizana

“Soy un escritor norteamericano nacido en Rusia, educado en Inglaterra, donde estudié literatura francesa antes de pasar quince años en Alemania. Fui a Norteamérica en 1940 y decidí hacerme ciudadano norteamericano y hacer de Norteamérica mi patria”.

Estas palabras son de Vladimir Nabokov, y me gustaría enfatizar su decisión voluntariosa de convertirse en ciudadano norteamericano, la nacionalidad suele darse por nacimiento y cualquier anomalía en este hecho implica una circunstancia vital particular. Así, pues, Nabokov “decidió” ser norteamericano, pero el autor de Lolita, leído desde otra perspectiva, es decir, desde su novela breve Pnin, muestra una cara menos voluntarioso y complaciente de la extranjería y exhibe las dificultades de asimiliación de un ridículo profesor ruso. Quizá Pnin sea un trasunto del propio Nabokov, al que posiblemente le tocara vivir, como emigrante, situaciones similares a las de su personaje. 

Agota Kristof, la autora húngara exilada en Suiza, escribió: “Me dejé en Hungría mi diario de escritura secreta, y también mis primeros poemas. También dejé a mis hermanos, mis padres, sin avisarles, sin despedirme de ellos, sin decirles adiós. Pero sobre todo ese día, ese día de finales de noviembre de 1956 perdí definitivamente mi pertenencia a un pueblo”. Otra rusa residente en EE.UU, la gran Nina Berberova, tuvo que esperar a cumplir más de ochenta años para que su obra fuera publicada, por primera vez, en Francia.

Por poco que se analice la vida de los transterrados, no parece sencillo su acceso al sistema literario, que se convierte en un tejido en el que nada se da con naturalidad, de la misma manera que tampoco es sencilla la cotidianeidad en el país que eligieron o al que fueron lanzados. El primer problema que se plantea consiste en qué idioma escribir, si mantener el de origen, como hizo Cortázar, o aceptar ese traje siempre un poco incómodo de una lengua extranjera. 

Claro que no todos los que viven en otro país padecen o disfrutan de la misma situación. En la antigua Roma se definía el exilio como “destierro o entierro”, y también la emigración por otros motivos puede tener sus aristas cortantes. Pero aceptemos que cada viaje tiene su propia historia, aunque siempre genera un vuelco de la identidad que la literatura no ha estudiado con la profundidad suficiente. 

En cuanto al país que recibe a los emigrantes, y simplificando mucho, hay dos movimientos posibles: la apropiación o el rechazo, o, más bien, indiferencia. Nabokov se convertirá en norteamericano, Conrad en el gran maestro de la lengua inglesa y Gombrowicz será considerado parte de la literatura argentina. Viajemos ahora a España y miremos un caso particular, el de los latinoamericanos que se afincaron en el país. ¿Qué pasa cuando un autor debe traducirse del castellano al castellano? 

En Una casa lejos de casa, la escritura extranjera, he ahondado en este tema del que no se ha ocupado aún el sistema crítico español y he rastreado las huellas de quienes se afincaron en la península a partir de los años 70, cuando recrudeció la violencia en América Latina. ¿Qué sucedió con los autores que llegaron perseguidos por el horror? ¿Qué se encontraron? ¿Qué esperaba el sistema literario español, cuando los exilados desembarcaron?

El primer encuentro de la literatura de esos años, y tal vez de los anteriores, parece evidente: el boom, propiciado desde Barcelona por la poderosa agente Carmen Balcells, que convirtió en millonarios a una serie de escritores de primer orden y del otro lado del océano. Vistas desde hoy, las novelas del boom promueven una reflexión evidente: sin bien la calidad de los textos es innegable, los libros en cuestión se mueven en la península como exitosos satélites y no entran a competir o a integrarse con los producidos en la península, sino que actúan en paralelo. Hasta una mirada ligera detecta sus componentes exóticos, destinados a convertirse tanto en un reclamo como en una exigencia. Por otro lado, semejante apisonadora provocará no sólo el borramiento de magníficos escritores de la época sino también el de todas las escritoras de esa generación. Los autores del boom no ponen en cuestión, de ninguna manera, la literatura que se produce en España, ni se proponen fusionarse con la misma, pero es cierto que, a partir de ellos, la industria editorial tomará nota de que para escribir en otros castellanos hay que ser hombre y exótico. 

Poco se dice de lo que sucedió con ellos allende los mares, lo que generaron allí y lo que, desde ese lugar, aportaron al regresar

Tanto el exilio como las sucesivas emigraciones producidas por las crisis van a plantear un tema diferente. Hablamos ahora de escritores y escritoras que no vienen necesariamente precedidos por la fama, sino que se forjan mucho más modestamente en territorio español y que, a causa de la violencia que han vivido, no han tenido tiempo de gestionar grandes carreras literarias. Enunciando la pregunta con sencillez: ¿Qué pasa cuando la literatura producida por escritores que hablan otros castellanos se genera desde dentro de la península, qué pasa cuando no actúa en paralelo, sino que, para existir, necesita integrarse? ¿Cómo se la recibe?

Tenemos, pues, al poderoso boom férreamente instalado, y, a la vez, a una serie de escritores no pertenecientes al boom que llegan desde fuera para habitar, ellos mismos, de cuerpo presente, y no sólo sus libros, en territorio español. Muchos vienen rotos por la violencia, muchos no aluden a territorios exóticos, ni responden a lo real maravilloso, algunos son, es cierto, ya famosos en su tierra de origen, y no todos son hombres. ¿Qué pasa cuando desembarcan en España? ¿Cómo se los recibe? Pienso en la indiferencia con la que se acogió a Antonio di Benedetto, el autor de Zama, que vivió seis años en Madrid, después de hacer sido torturado por la dictadura militar, y de quien dijo Coetzee: “¿Es posible que la gran novela americana la haya gestado un argentino? Di Benedetto se convierte en un personaje de Roberto Bolaño y lo podríamos considerar, junto con María Luisa Bombal o Armonía Somers, como escritores del `antiboom´ latinoamericano”. Pienso también en Héctor Tizón, en Marcelo Cohen, en Daniel Moyano, que vivió en España desde 1976 y murió aquí, en 1992. Pienso en Susana Constante, muerta también en España, que alcanzó cierta notoriedad, pero que rápidamente fue ignorada. 

Mirada desde una perspectiva más objetiva, resulta que la `madre patria´ no es tan maternal como a sí misma se promocionaba. España ha sido, tradicionalmente, un país de expulsión: árabes, judíos, exilados por la violencia o el hambre, y atada históricamente a este destino es muchas veces ciega ante aquellos que hacen de esta casa su casa. Por decirlo con una bella palabra, actúa como un auténtico `olvidadero´. Mirado el fenómeno desde la otra orilla, también es cierto que, en los países de origen, suelen borrar el recuerdo de su permanencia en España, lo que aboca la obra de estos autores a un viaje sin duda azaroso. 

Un dato me resulta llamativo. También hay fronteras para los que se van. Es cierto que en este país se han escrito unos cuantos libros sobre el exilio y la emigración, pero estos análisis sólo incluyen a los españoles que partieron hacia el extranjero y, al estudiar su producción o su biografía, poco se dice de lo que sucedió con ellos allende los mares, lo que generaron allí y lo que, desde ese lugar, aportaron al regresar. Es decir, se estudia al emigrante en clave nacional o regional, nunca al inmigrante, que convive en este territorio común y que, revestido de una curiosa transparencia, está llamado a modificar las pautas tanto del día a día como del idioma. 

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