POR CRISTIAN CRUSAT

Vita d’un uomo fue el título que eligió en 1969 para su poesía completa Giuseppe Ungaretti, convencido de que la mayor ambición de los poetas consistía en legar a sus congéneres, en la hora de la muerte, una hermosa biografía. Quien hoy en día cultive esta aspiración debería procurarse, como mínimo, una madre polaca, a ser posible de origen vagamente aristocrático. Las trayectorias vitales de Guillaume Apollinaire o Joseph Conrad, tan diversas, apasionantes e indisociables de las de Angelika Kostrowicka y Evelina Korzeniowska, serían dos razones suficientes para justificar este improvisado requerimiento.

La vida de Thomas De Quincey, sin embargo, representa una excepción a la hipótesis polaca, toda vez que su longeva madre, Elizabeth Penson (de condición social más elevada que la de su marido y responsable de la agregación de la postiza y ennoblecedora preposición en el apellido de los hijos), circunscribió, al parecer, su existencia a Mánchester, Bath, Chester y Somersetshire, tan lejos de los Sudetes y los Cárpatos. Pero, con todo, la vida de Thomas De Quincey, el único escritor romántico del que se llegó a tomar una fotografía, ha inspirado algunos de los textos biográficos más conmovedores y palpitantes que se conocen; relatos en los que el azar y la necesidad —cuya combinación produce aquello que el ser humano dio en llamar «destino»— son conducidos por una arrebatadora libertad. No en vano concurren en el relato de sus peripecias la desobediencia, el vértigo urbano, la pobreza, la desgracia temprana y también el éxito, la droga, el refugio de la naturaleza, el periodismo truculento, la filosofía trascendental o los sensuales espejismos del primer flâneur. Dos textos de Luis Loayza y Pietro Citati componen mi díptico predilecto: «De Quincey y la tela de araña» (incluido en Libros extraños) y «Retrato de Thomas De Quincey» (en El mal absoluto), respectivamente.

Nacido en Mánchester el 15 de agosto de 1785, Thomas De Quincey pasó los primeros años de su vida junto a su madre y sus hermanas, lo cual lo llevó a contraer, según Baudelaire, la delicadeza de epidermis, distinción de acento y androginia características de los genios superiores. A pesar de que la muerte fue truncando aquella suerte de gineceo en el que se modeló la sensibilidad del autor de Del asesinato considerado como una de las bellas artes, el gusto precoz del mundo femenino (mundi muliebris) le hizo preferir siempre la compañía femenina, empezando por la de sus hermanas.

Pero si la biografía de Thomas De Quincey se confunde con su producción literaria, ambas —vida y obra— quedaron marcadas tempranamente por la muerte de sus personas más cercanas. Fue el cuarto de los ocho hijos que tuvieron un próspero comerciante y una señorita de buena familia. El padre —que vivía en las Indias Occidentales con su primogénito William— murió de tuberculosis cuando Thomas tenía siete años. Dos años antes, en 1790, había fallecido su hermana Jane. Y, en 1791, murió Elizabeth, la predilecta, víctima de una hidrocefalia. Desde muy pronto, el joven y enfermizo Thomas aprendió que la muerte arraiga mejor en verano, cuando el sol late al violento compás del mediodía.

De Quincey, cuyo corazón a la edad de la muerte de Elizabeth era más profundo que las aguas del Danubio, supo muy pronto que la soledad es la única contraseña necesaria para ingresar en la vida y luego abandonarla. Lo comprendió al besar los friolentos párpados de su hermana: aquel cuerpecito yacía orientado hacia una ventana abierta, mientras al otro lado fermentaba el estío sin medida ni cálculo, a una milla de Mánchester. Thomas había entrado minutos antes, secretamente, en la habitación donde reposaba el cadáver de Elizabeth. Luego llegarían a la casa dos de los médicos más reputados de la ciudad a fin de proceder a la necropsia, lo cual representó una traumática abyección para el amoroso hermano. El santuario de su afecto había sido profanado. Y, al igual que sucedió con el templo de Jerusalén que arrasaron las legiones de Vespasiano, únicamente quedó en pie un trozo del edificio. Pero, a diferencia de los hebreos, De Quincey no necesitó regresar ocasionalmente a él, pues su imaginación había quedado encerrada entre sus laberínticas bóvedas y arquerías, semejantes a las tortuosas cárceles de Piranesi.

En Confesiones de un comedor de opio, De Quincey relata cómo huyó una mañana de Mánchester y llegó a Londres, el comienzo de su adicción al opio y sus estudios en el Worcester College de Oxford, que abandonó sin haberse licenciado. Sus primeros años los había pasado principalmente en dos casas de campo, llamadas The Farm y Greenhay: la segunda fue, en gran parte, obra de su madre, una lady architect entregada al diseño de interiores y a las reformas domésticas. La llegada al hogar de William, el hermano mayor, alteró las coordenadas familiares y representó una experiencia injuriante para Thomas. El primogénito encarnaba todos los atributos de los que él carecía: era masculino, bullicioso, obstinado, atlético y mandón. A su lado, el frágil, introvertido y afeminado Thomas aprendió a identificar las mudables representaciones del enemigo, a cuya «casuística atroz», como dice un verso de Rafael Cadenas, «sólo podía oponerle unos ojos inmóviles».

En 1797 su madre puso a la venta Greenhay. Se mudaron a la apergaminada ciudad de Bath, donde Thomas despertó la admiración de sus profesores y fue objeto de escarnio entre sus condiscípulos. Allí también leyó por primera vez a Wordsworth, cuyos versos fueron el principal acontecimiento de su vida espiritual. Tras un tour por Irlanda, De Quincey advirtió que la tierra está plagada de alusiones y de rúbricas. Regresó a Mánchester —la industrial Algodonópolis— para continuar sus estudios en la Grammar School. No obstante, su brújula interior señalaba hacia la región de los Lagos y, antes de cumplir los diecisiete, Thomas De Quincey se convirtió en el prófugo oficial de la literatura moderna. La decisión de arrancarse del adocenado marco social al que estaba predestinado la tomó nada más comenzar el mes de julio de 1802, cuando se inauguraba la más tétrica época del año. Su huida fue, sobre todo, un conjuro.

De su paso por las aulas guardaría siempre un gran interés por la lengua y la filosofía alemana. Allí había descubierto a Kant, al que puede considerarse uno de los pilares de su intelecto. Junto a las fantasías filosóficas que alimentó a diario en aquel tiempo, De Quincey también planeó emigrar a Canadá, pues acaso le pareció el lugar ideal para desarrollar la filosofía trascendental. Los proyectos que finalmente no emprendió De Quincey podrían rivalizar en tamaño con los concluidos, cuya recopilación por parte de Ticknor, Reed y Fields, sus editores en Boston, arrojaría el resultado de veinte volúmenes. Mientras tanto, De Quincey seguía revisando sus múltiples escritos al otro lado del océano.

Aquella inaugural fuga de Mánchester lo condujo hasta Londres, en cuya turbulenta barriada del Soho encontró un lujuriante acomodo. Soho Square fue su despiadada y cínica madrastra, un vórtice letal donde las voces de sus más reputados e infames vecinos se ensordecían mutuamente. De los miasmas de la ebriedad y los vagabundeos de Thomas De Quincey emergió la figura de Ann. Piojosa y salvífica, Ann es la genuina precursora de esa estirpe de ninfetas que atraviesa la literatura desde El libro de Monelle, de Marcel Schwob, a Días tranquilos en Clichy, de Henry Miller. Todo cuanto era memorable sucedía entre Soho Square, Greek Street y Oxford Street. También le dio tiempo a De Quincey a perfilar en aquellas calles la silueta del flâneur moderno (en su engolosinamiento con el vértigo y la velocidad, La diligencia inglesa es un obvio precursor de Crash, de J. G. Ballard: la velocidad reveló entonces el esplendor del movimiento, «sugiriendo, a la par, de modo encubierto, un peligro posible aunque indefinido, no del todo desagradable»). Esencialmente, De Quincey integró al improductivo paseante urbano en la dialéctica que Walter Benjamin articularía entre el hombre que se siente observado por todos —es decir, el sospechoso— y el hombre escondido o huidizo. Por esta razón, las últimas y cínicas encarnaciones del flâneur durante el siglo xix fueron los anarquistas y los magnicidas.

El casual encuentro con un antiguo amigo de su padre le proporcionó algunas guineas y, gracias a otras ayudas, Thomas pudo ocupar uno de los asientos de una diligencia que se dirigía a Brístol. Durante el trayecto, De Quincey durmió profundamente por primera vez en los últimos meses, motivo por el que despertó mucho después de que el coche hubiera parado donde él debía apearse. Acababa de traspasar, sin saberlo, la línea de sombra. Ese sueño puede considerarse el colofón del episodio central de la vida de Thomas De Quincey. Y, al mismo tiempo, el comienzo de un breve y accidentado periplo que lo devolverá a los brazos de su iracunda madre y tras el que reanudará viejas obligaciones, especialmente, la continuación de sus estudios en el Worcester College de Oxford.

Después de salir de Oxford —orgulloso y resentido—, se radicó en Grasmere, en la región de los Lagos, muy cerca del domicilio de William Wordsworth. De hecho, en la casita que alquiló se había alojado el matrimonio Wordsworth, el cual acababa de mudarse a otra más espaciosa. Según parece, Thomas no llegó a fraternizar con el poeta (al que retrató, obstinado y rústico, hundiendo un cuchillo lleno de mantequilla entre las páginas de un libro ajeno), aunque las mujeres de la casa le cobraron simpatía y, por supuesto, se convirtió en el favorito de los niños. Había conocido a Coleridge con veintiún años. A Wordsworth, con veintidós. Una gran parte de los recelos que se interpusieron entre los tres fueron a parar también a las biografías que sobre ellos compuso De Quincey. Si esto hubiera sucedido un siglo más tarde, los versos finales de un poema de Robert Creeley podrían resumir esta suspicacia à trois: «Te enviaré también una foto / si tú me envías una tuya».