POR BLAS MATAMORO

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Es una antigua costumbre humana la de acotar épocas históricas. Son todas convencionales y, por lo mismo, alterables. Un ejemplo: nadie pensaba considerar el Barroco como edad hasta que Benedetto Croce, Américo Castro y Eugenio d’Ors decidieron hacerlo. El símil más corriente es medir el paso del tiempo histórico por siglos, siempre subdivisibles en décadas. Lo primordial es dejar a un lado cualquier naturalidad de estos calendarios. Son propuestas sobre hechos consumados y modos de entender el pretérito. En fin, herramientas para narrar la historia. El tiempo huye. No se lo puede detener, pero sí examinar sus huellas y convertirlas en un camino: afirmado de piedra o alquitrán, mojones y postes miliarios.

La década que empieza en 1920 y está cumpliendo su primer centenario, puede servir de ejemplo a lo anterior. Ya ha merecido rótulos: años locos, años vagabundos, años interbélicos. Se la puede limitar entre dos catástrofes: la gripe española que irrumpió en 1918 y el crac de la bolsa norteamericana que abre la Gran Depresión en 1929. Lo de interbélico viene a cuento. En efecto, en 1920 se pacta entre los Aliados y Alemania las indemnizaciones de la primera guerra mundial a cargo de los derrotados. El tratado de Versalles, que acabó formalmente la guerra, fue visto con desconfianza. Esto no es la paz, sino un alto el fuego dijo el mariscal Foch. Hemos firmado la paz, preparémonos para la guerra, juzgó el diplomático inglés Nicolson.

La primera conflagración mundial tuvo una segunda parte. La paz duró poco, si vemos lo que ocurrió en la flamante Unión Soviética y, en la década posterior, en Etiopía, Manchuria y España hasta el decisivo año 1939. Algunos historiadores prefieren acotar por sucesos bélicos. Haré lo contrario. Veré en los años veinte un ejercicio de pacificación. Hay parecidos estructurales entre aquéllos y los nuestros. También podríamos diseñar como una década que va de la crisis bancaria de 2008/2010 a la crisis sanitaria de 2020. Parece que los sucesos traumáticos ayudan a capitular la historia. Nos ordenan sus lecciones. Con frecuencia no las aprendemos.

 

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Los Estados Unidos entraron tarde en la primera guerra mundial. Decidieron la victoria de los Aliados y se convirtieron en los grandes acreedores del continente. No sólo en lo económico, sino también en lo simbólico. Hubo una suerte de moda americana en Europa. Lo prestigioso dejó de ser la Antigüedad, ruinosa o reconstruida, que cedió lugar a la gran empresa industrial en serie, el rascacielos, el desenfado en los modales, el cigarrillo de tabaco rubio y cierta manera en el manejo del cuerpo. El jazz impregnó los bailes y las verbenas. En París hubo un cabaret dedicado a él, Le boeuf sur le toit. Hasta el tango argentino tuvo su cuota con orquestas estables parisinas como las de Ramón Mendizábal y Rafael Canaro. Carlos Gardel impuso su canto más allá de que se entendieran sus palabras. Una de las principales estrellas de variedades fue la negra americana Joséphine Baker, que siempre conservó un deje exótico cantando en francés. Con su semidesnudez efébica, sus contorsiones gimnásticas y su picardía ingenua tanto podía pasar por hija de Nueva Orléans, Vietnam o Tahiti.

América era la fascinación por lo ulltramoderno pero, a la vez, por lo que no contaba con un pasado secular como Europa. En ese sentido, estaba más cerca de lo flamante, lo originario, lo primitivo. La guerra había significado, entre tantas otras cosas, la quiebra de la civilización, lo heredado, lo cual prestigiaba todo lo contrario, lo naciente, lo inédito. El arte del siglo xx lo había anunciado en cierta medida. La consagración de la primavera de Stravinski evocó danzas y ceremonias prehistóricas. Darius Milhaud resuelve La creación del mundo con recursos de jazz. En el art déco de los años veinte aparecen dibujos incaicos. A lo prístino también se une lo remoto, otra manera de huir de un presente ruinoso y desvencijado. En 1922, el arqueólogo Howard Carter, sustentado por el dinero de lord Carnarvon, descubre la tumba de Tut-an-Kamen (el popularizado Tutancamón). Pronto, el diseño de interiores, aderezos femeninos, utensilios domésticos y muebles, dedica un buen espacio a una suerte de art déco egipcíaco, enseguida codificado por la exposición de artes decorativas de París (1925) que da nombre a la tendencia. El faraón acaba apareciendo en cuplés y números de revistas.

La moda americana tiene su contraviaje, el de los que vienen a París desde los Estados Unidos. Son como los conquistadores que han ganado la guerra en el continente y abren su espacio propio en la vieja ciudad de las luces. Hay toda una generación de escritores norteamericanos para los cuales París en invierno y los veranos de la Costa Azul son una etapa necesaria de su educación sentimental: Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, Dorothy Parker, Julien Green. Algunos quedaron arraigados al medio francés, otros llevaron su cuota en la deriva del típico escritor viajero de su país, para quien el mundo está siempre a su disposición. Todos tuvieron un magistral antecesor en Henry James y un espacio americano en el altivo mundo letrado francés: la novela negra.

Un interesante aporte americano a la sociabilidad europea es el bar, un emblema visual de los años locos. No es el café europeo, con sus mesas donde se reúnen grupos literarios o políticos, familias burguesas o soledades bohemias. A la barra se concurre de pie y se mezclan el pasajero, el habitual y el concitado. Estar de pie es estar siempre a punto de irse, así como sentarse a una mesa es el gesto de quedarse. El personaje del bar, a menudo apenas arraigado a su alcohol y a la música del pianista, se apronta a desaparecer como llegó. Representa a la muchedumbre solitaria de la gran ciudad, donde todo estamos separadamente juntos. Es frecuente que la relación más personal la tenga el cliente con el barman, que es el elemento axial del bar, la única persona personal, si cabe el eco.

 

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La multitud solitaria es lo que podría denominarse elemento facial de la sociedad de masas que eclosiona en esta década. Un par de otros permiten explorarla. Uno es la urbanización, la formación de grandes ciudades donde hay zonas industriales y un conglomerado masivo de servicios y empleos terciarios. Esto provee de individuos a las clases medias que tienen sus propios lugares de vivienda pero escasos rasgos externos de pertenencia. A la ciudad seccionada del siglo xix, con sus clases definidas por ecologías, costumbres, indumentarias, parcialidades políticas y eventualmente raciales, sucede una ciudad donde la aglomeración tiende a borrar las señas de identidad clasista. Muchos acontecimientos acumulan multitudes donde las clases alternan y los contornos se difuminan. A ello se une la prolongada experiencia de la guerra que reúne a soldados de diversa procedencia, los deslocaliza y uniforma en la tropa.

A las masas de empleados, se unen los retornados, a menudo impelidos a cierta marginación, descuajados de sus lugares de origen, sus familias y sus reflejos identitarios. La construcción del sujeto a partir de su pertenencia a una clase que se vive como la propia, entra en crisis y la pertenencia se desdibuja. Las ideologías tradicionales —el conservatismo de las clases altas, el moderantismo liberal de las medias y las izquierdas socialistas o anarquistas del proletariado— pierden fuerza identitaria en medio de estas dos vertientes de la masificación.

Ella es uno de los componentes de los fenómenos fascistas típicos de la década. Hay diversidad de fascismos, lo cual dificulta una definición sencilla y abarcante. Más bien podría hablarse de un espacio fascista, a partir de los movimientos autoritarios propensos a la dictadura que incluyen a Mussolini (la marcha sobre Roma, 1922), Primo de Rivera (golpe de Estado, 1923), Hitler (intento de golpe fallido, 1923), Oliveira Salazar (O Estado Novo portugués, 1926) y a Józef Pilsudski (dictador, Polonia, 1926).

Un elemento común es el autoritarismo, que tiene que ver con la sociedad de masas, donde el individuo, despojado de su identidad de clase, busca sustituirla con la persona superior del líder en demanda de una obediencia que lo resitúe socialmente. Este vínculo se resuelve en jerarquía y otorga al líder la plenipotencia, la ciega confianza y un carisma de infalible y poderoso. No necesariamente se trata de dictadores, es decir de únicos decisores en el Estado, ni tampoco necesariamente de un proyecto totalitario, donde todos los aspectos de la vida social y personal pertenecen al Estado. Hitler lo cumplió, Mussolini lo dejó a medias, Salazar era un funcionario de escasa aparición pública, Pilsudski se proponía paternal y socializante.

Tampoco el racismo constituye un rasgo común a estos regímenes. Sí, un proyecto imperialista pero que es común a naciones democráticas que todos conocemos. Quizás una promesa de renovación o regeneración, relacionada con cierto juvenilismo, se dé con matices divergentes. Todos prometen innovar, cuando no revolucionar, a veces hacia un futuro inédito, otras con un proyecto de refundación, es decir, de retorno al origen. Se dice que son regímenes propios del subdesarrollo, pero el caso más visible, el nazismo, parte de un país puntero de la industria.

El subsuelo de estos fenómenos proviene del siglo xix y es el bonapartismo, es decir, la sustitución de la sociedad, estructura de individuos y clases, por el pueblo, un magma homogéneo al cual da forma y conduce el líder. Se trata de un gestor social importante porque viene jugando su rol desde Napoleón, que le da nombre, y llega hasta nuestros populismos actuales.

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