Los años veinte aportan algunos decisivos elementos a la historia automovilística. El motor pasa a ser delantero y los coches cerrados dominan sobre los abiertos. Cerrar el coche significa aportar una protección ante las molestias del clima, es decir que está señalando un uso laborioso de la máquina. Añade intimidad y suprime lo espectacular.

En 1922 los ingleses proponen el primer ensayo del coche popular, destinado a las masas y no a las minorías: el Austin. Luego seguirán los ejemplos del Ford norteamericano y el Volkswagen (literalmente: coche del pueblo) de los alemanes. A la vez, convertido en elemento deportivo, los franceses proponen el Bugatti. Ford, pensando en la mujer audaz y decidida de la época, lo hace con el Torpedo. El auto ocupa la calle y, en sus primeros momentos de presencia masiva, causa accidentes y provoca miedo social. En otro nivel, se convierte en una prueba de resistencia que hereda las carreras clásicas de los corredores a pie. En 1926 se instauran las incansables Veinticuatro Horas de Le Mans, emblema del circuito cerrado, es decir del espacio excluyente del automóvil. Un aparato técnico dotado de movilidad autónoma acaba convirtiéndose en una obra de arte gracias a las audacias del diseño —el Cadillac— y en un juego que no desdeña los accidentes mortales. La gran inversión industrial desagua en la gratuidad estética y la nueva heroicidad del deportista.

 

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En otra dimensión, la individual e íntima, la década aporta sus propios subrayados. Tiene que ver con la vida doméstica y la relación del individuo con el mundo a partir de ella. En primer lugar, la generalización urbana del teléfono. La posibilidad telefónica es la de comunicarse inmediatamente con alguien lejano y su conversión en confidente inmediato. Este efecto permite guarecer el diálogo del control de terceros y, además, acelerar las relaciones con los otros, obteniendo de inmediato una información de lo que hoy llamaríamos en tiempo real. Para quien telefonea, el otro existe a cualquier hora y esta amplitud altera la calidad de las horas diarias porque el otro puede estar viviendo en un país cuya norma horaria es muy distinta de quien telefonea. Y, por fin, porque la voz emitida por el aparato tiene una corporeidad incomparable con las otras vías heredadas de comunicación, la fotografía y la carta. No casualmente en 1926 Eugene Edgerton descubre el xenón, elemento que permitirá la fotografía instantánea, el flash o sea la imagen de la realidad inmediata, en que el tiempo de la captación y el tiempo del evento captado sean el mismo. La fotografía tradicional, en cambio, exigía la pose, y el tiempo de quien posaba era distinto al tiempo real de su existencia porque debía fabricarse de forma expresa para conseguir el efecto fotográfico deseado.

Otro cambio de parecida familia es la conversión de la gramola en gramófono y, por fin, en mueble tocadiscos. Tiene que ver con la invención del sonido eléctricamente grabado (1925), que deja atrás las grabaciones acústicas de cilindros y discos que aún podemos hoy gustar como curiosidad museal, pero que proponían chatura de planos, escasa dinámica en cuanto a duración y gangosidad de los timbres. La grabación eléctrica supera estos inconvenientes y permite oír con mayor fidelidad a lo real las voces y los instrumentos, a la vez que produce unos espacios auditivos que distinguen planos y dinámicas con mayor precisión. Como añadido, permite las grabaciones en vivo, de eventos cuya realidad antes resultaba imposible de registrar. Una interpretación musical o un discurso político, si sabemos qué fecha tienen, nos permiten ir hasta ellas y vencer la usura del tiempo en favor del eco documental. Por fin, el mueble tocadiscos se convierte en un ingenio de vida doméstica, con toda la familia o la tertulia de parientes y amigos rodeando la fuente sonora como, antaño, el piano privado y el buen estudiante o el buen tocador de oído. Ahora era posible rodear la voz ilustre y al ilustre solista, como si se lo hubiera contratado al efecto.

Un tercer grado de la anterior enunciación es la radiofonía. En 1921 se registra la primera transmisión transoceánica, con lo que el mundo, de nuevo en tiempo real, empieza a recorrerse a sí mismo. El invento era, al principio, un aparato que hoy nos parece curioso: un vector que buscaba sobre una piedra llamada galena la sintonía y que pasaba al oído por medio de audífonos. El que lo manejaba, rodeado de familiares o amigos, repetía en voz alta las palabras que iba escuchando. Así, por ejemplo, era factible seguir una de las memorables peleas de box ya referidas. Los grandes periódicos solían retransmitirlas con altavoces hacia la calle, donde la multitud las seguía alentando al favorito como si estuviera presente. El sistema mejoró al producirse por un circuito de ondas fijas con un amplificador, todo metido en unos muebles que reproducían estilos antiguos. Había aparatos de radio góticos, Luis XVI y barroquizantes.

La radio modificó la sociabilidad casera, fue como un invitado multívoco que llenó la casa de presencias fantasmales, seres invisibles pero audibles. Inventó asimismo la profesión del actor y la actriz de radio, personas cuyas caras a veces nadie conocía pero cuya identidad sonora resultaba familiar, justamente porque tintineaba en casa. Así, el mundo se hizo cotidiano y doméstico, y la habitación se abrió al mundo, poblándose de sus glorias y sus calamidades.

 

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Las vanguardias —los futurismos italiano y ruso, el dadá— eran anteriores al final de la guerra pero su eclosión se dio en la década, que tomó así un aspecto característico de avanzada y experimentación. Quizás haya que pensar en un proceso de institucionalización. En parte, se debe a su carácter gregario: todo grupo propende a organizarse y a jerarquizarse y, como consecuencia de ello, a su politización. Los futuristas italianos se hicieron fascistas, los rusos apoyaron la revolución y sacaron variables cuentas, el surrealismo —verdadera iglesia, Papa incluido— se ofreció a la revolución socialista mundial con resultados diversos, entre el bolchevismo ruso y el trotskismo. También ficha por movimientos de izquierda el expresionismo germánico de protesta social y política, con Georges Grosz y Otto Dix entre tantos. El dadá, enemigo de toda determinación, se disolvió para no someterse al ser. Los suyos se tornaron nihilistas o fervientes católicos.

El tejido de movimientos de vanguardia diseña un auténtico mapa. Veamos: el grupo Musikalistas de Kupka, el orfismo de Delaunay, el radicalismo ruso y de la misma tierra el suprematismo y el constructivismo, Piet Mondrian y los holandeses de Der Stijl, Cercle et Carré de París y el más popular o, mejor dicho, destinado al popularizarse: el surrealismo dirigido por André Breton que, en 1925, pareció sintetizarlo en la palabra automatismo. En efecto, su teoría señala, por una parte, lo automático del inconsciente y, por otra, la violación de todo lo automático previo a la obra, que es una mirada privilegiada capaz de acceder a la superrealidad, la verdad de las cosas desmerecida por la costumbre. Por su importancia visual, muy ligada a los comienzos del cine, acabó explayándose en la imaginería pública con sus composiciones oníricas: Dalí, Magritte, Delvaux.

Se puede hablar de una conducta vanguardista. Prima el manifiesto sobre la práctica, una herencia romántica que somete el arte a la doctrina del arte. El manifiesto vanguardista, por las suyas, excede la mera prosa teórica y se vuelve excelencia literaria. A la vez, lo orgánico y grupal acredita el uso de la palabra vanguardia, de origen militar y que, por lo mismo ya molestaba a Baudelaire. Sintetizando: se busca conciliar la libertad anárquica del impulso con la sumisión al aparato, lo cual puede ser uno de los lemas de la década. Igualmente, las revoluciones de aquellas fechas se hicieron en nombre de la liberación y desaguaron en dictaduras.

En lo visual, el campo en que las vanguardias lograron sus éxitos más visibles —si cabe el pleonasmo—, yace otro dilema y es la calidad de la misma visión. Lo encierra la pregunta ¿qué ve el pintor? La inquietud viene de lejos, acaso desde que Kandinsky, en 1910, pinta o esboza con acuarela sus primeras abstracciones. Se trata de representar algo que se representa a sí mismo, que no figura nada exterior al cuadro, ni como recuerdo ni como presencia. De paso, se logra borrar al sujeto y el procedimiento. No hay quien pinte o dibuje, no se sabe cómo lo ha hecho. Tampoco, en consecuencia, se puede enseñar, lo cual es una apelación al genio. A Mondrian le basta con saber geometría. Giacomo Balla plantea, desde el futurismo italiano, la posibilidad de volver expresiva la abstracción, en una suerte de expresionismo abstracto que otorga al trazo una calidad de gesto. Francisco Bores va más lejos y sostiene que todo organismo estético, por serlo, es político, incluido el abstraccionismo.

Más allá de esta polémica acerca de lo visible en las artes visuales, hay propuestas abarcantes. Willi Baumeister, por ejemplo, propone definir la imagen estética como ideal, de modo que la idea se realice por cualquier medio, figurativo o no. Picasso, con la autoridad de ser Picasso, sostuvo que toda pintura es abstracta porque, por más que intente reproducir algo real, el pintor lo que hace es seleccionar detalles, es decir, abstraer. Todo es, entonces, una cuestión de grados.

Echando una mirada a lo que Picasso hace en la década, se consigue ver un rumbo que toman las vanguardias en cierto momento de su apertura al público, no ya por el escándalo sino por la obra, y por la necesidad de racionalizar —o, al menos, de razonar— en un mundo que venía del tremendo ejercicio de locura que fue la guerra. Así, en el retorno al orden de Jean Cocteau, la nueva objetividad de los expresionistas alemanes y el neoclasicismo de Stravinski con sus seguidores franceses del grupo de los Seis.

Picasso, en concreto, abandona la deformación y la provocación, aborda la tinta china, evoca escenas de toreo, retrata conjuntos de mujeres, obedece a sugerencias inconscientes, cita a los clásicos en forma de bodegones y, si se quiere, se sitúa lo más cerca que puede del surrealismo, con el cual coincide en la actitud visual, que es objetiva y, a su modo, neoclásica. La vanguardia se constituye en institución y llega a los salones, las agencias y hasta la publicidad. Atrás quedan las especulaciones de la visión múltiple del cubismo, de la cual surge la abstracción, en tanto hay un rescate del objeto referible como vínculo con el mundo. Al ascetismo abstracto, a su noción igualmente abstracta de la libertad, se opone la necesidad de reincorporar la pintura: re-incorporar, restituirle el cuerpo.

La década presencia la eclosión del único arte nativamete vanguardista, porque carece de historia y no puede reclamar ejemplos del pasado como el propio surrealismo. Se trata del cine. Globalizante por excelencia, como la música, porque no necesita traducirse, impone enormes salas como Casas de la Luz, una nueva socialización del contemplador de imágenes, una narrativa en que la palabra se supone y la imagen se propone, la creación de un mundo fantasmal donde todo se agiganta, pierde color y se mueve. Por eso, todos los clásicos del cine mudo son de vanguardia, la invención de un lenguaje y su experimentación. Ejemplos: el expresionismo alemán que intenta filmar la pintura de su propio expresionismo, los soviéticos Eisenstein y Dovzhenko, Buñuel, Cocteau, René Clair, Man Ray.

En la actuación dramática, el cine tiene un obstáculo, pues debe acudir a actores de teatro. Como diría Orson Welles, son actores del siglo xix perdidos en una puesta escénica del siglo xx. Formados para hacerse oír en salas inmensas, recitadores cantarinos, al quitárseles la voz, se los obliga a gesticular exageradamente para compensar su penosa mudez. El cine se inventa un trámite nuevo: la expresión actoral de la fotogenia. Un solo ejemplo, quizá fundacional: Greta Garbo en El demonio y la carne de Clarence Brown (1926). Ella sale de un coche vestida de negro con un ramo de azucenas blancas, baila embebida con John Gilbert, enfocada desde la altura de una cámara cenital, enciende un cigarrillo en la oscuridad de un jardín. No hace aparentemente nada, o apenas nada, pero la sola presencia plástica convierte su fantasmagoría eléctrica en un personaje.

Vigoroso y audaz, el cine se enfrenta tempranamente a más obstáculos. En 1927, la BBC londinense hace la primera sesión pública de televisión; y, en 1929, Al Jolson protagoniza el primer largo metraje sonoro, El cantor del jazz. Empezará tartamudeando y acabará hablando todas las lenguas. La imagen perderá prestancia fantasmal y ganará riqueza corporal.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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