La conexión con lo masivo se advierte en la exaltación de un prototipo nacional de identidad y conducta, que iguala a todos los individuos cualesquiera sean sus clases sociales, pues no importan a la hora de constituir aquella subjetividad paradigmática. Es el uomo qualunque mussoliniano, el cualquiera, o el hombre normal que, como indica la palabra, se conforma según una sola norma, la del modelo popular y nacional de cada caso. Puede verse en el fenómeno, también, una secuela de la guerra: el soldado como ejemplo de individuo y la tropa, de sociedad. Generalmente, por su tinte nacionalista, la concepción, al menos imaginaria, que estos regímenes tienen del curso histórico es la guerra, la existencia de un enemigo exterior del que hay que defenderse y armarse para la ocasión necesaria.

En otro orden, el espacio fascista es una alternativa a la crisis del Estado demoliberal afectado por una guerra que no pudo evitar y que fue dañina tanto para los vencedores como para los vencidos. Los derechos subjetivos, las libertades públicas, los parlamentos, los partidos y las elecciones no fueron capaces de inhibir una masacre con diez millones de muertos. La crítica facilitada por estas circunstancias apuntaba a la garrulería y la corrupción de los políticos y a la inepcia de un sistema que sólo atendía a las formas y los procedimientos pero no a la materia de la vida social.

El constitucionalismo social, que atendía no sólo a los derechos de los sujetos abstractos llamados ciudadanos, sino a las clases trabajadoras, se hizo cargo de estos extremos. Así, en la Constitución mexicana de la revolución y en la alemana de la república de Weimar. Pero los planteamientos del espacio fascista iban más allá, a la naturaleza del Estado, que dejaba de ser una estructura basada en la ciudadanía para convertirse en la superestructura de las corporaciones profesionales.

En esto, los fascismos entroncan con otro fenómeno propio de la sociedad de masas: la aparición de un estamento social de técnicos y burócratas que, sin ser la clase dominante ni ser estrictamente una clase, sin embargo actúa desde su propio poder y se organiza de manera también corporativa. Sociólogos posteriores, como James Burnham, Bruno Rizzi y Alvin Toffler, ahondarán en el tema de la burocratización del mundo y la toma del poder por la silenciosa revolución de los gerentes. Esta doble vertiente, masificación y funcionarización técnica, no sólo acompaña lo vivido en la década, sino que llega a nuestros días. Permiten, además, entender mejor los fascismos y no arrumbarlos en el rincón de los reaccionarios que pretendieron volver a momentos preteridos de la historia. Despojados de sus métodos terroristas de Estado y de su puesta en escena política, estos regímenes son el índice de una transformación social que los sostiene y los supera.

Por las mismas fechas se organiza otro de los totalitarismos del siglo xx: el bolchevismo ruso. Si bien el libreto ideológico explícito difiere de los fascismos, los vasos comunicantes con ellos son sugestivos. Ambos proponen la inclusión de toda la vida humana en el Estado y, como en el caso del fascismo italiano, proyectan modernizar y desarrollar un país vetusto y atrasado. Un halo de nacionalismo de gran potencia imperial también se da en ambos. No en vano, Mussolini se consideró en algún momento, uno de los dos revolucionarios que quedaban en Europa. El otro era Lenin. Los dos cultivaron su personalidad y montaron una maquinaria funcionarial que se convirtió en un proyecto de nueva clase, la nomenclatura.

Al final, quien se quedó con todo el poder en la Unión Soviética fue Stalin. Los principales pasos de su instalación como jefe supremo del Estado que era el partido que era, a su vez, el ejército, los dio en la década. En 1922 ya era secretario general del Partido Comunista. A la muerte de Lenin, en 1924, se dedicó a liquidar a la vieja guardia leninista y luego a la de Trotski, a quien destituyó en 1927 y mandó al destierro y al exilio. Fue el paso hacia un sistema en que la persona del conductor supremo era insustituible. El comunismo devino estalinismo.

 

4

La guerra impuso una separación de sexos. Los hombres, en el frente y las mujeres, en la retaguardia. Ellas debieron asumir tareas antes exclusivamente masculinas. Este trueque de roles cambió el lugar de la mujer en la sociedad y tuvo una repercusión simbólica en la imagen de los géneros.

La mujer de la belle époque era rotunda y abundante pero se cubría completamente y resultaba impúdico que se le viera un tobillo. Su ropaje describía y exaltaba la rotundidad de su cuerpo, cuanto más carnoso, más prestigioso. En cambio, la mujer de los veinte muestra en mayor medida su realidad corporal —falda corta, mangas breves, escote—, mas su vestido elude subrayarla. La cintura es baja y la línea de la prenda es floja, como para permitir que trabaje. A las largas cabelleras del ochocientos, a veces recogidas en complejos peinados y rematadas por sombreros monumentales, suceden las melenitas del veinte, con la nuca rapada y el conjunto corto: el peinado paje de flequillo y aladares, y la garçonne (la machorra o virago, título de una famosa novela de Paul Margueritte) que imita el peinado convencionalmente masculino, patillas incluidas. El sombrero cloche, fácil de poner y quitar, evoca el casco de la milicia. Es un prototipo de la mujer en el bar, que fuma y bebe cócteles.

Hay una zona de mestizaje, de hibridez sexual, en las imágenes, que va de un género a otro. El cine consagra un tipo de galán de belleza delicada y aire equívoco: Rodolfo Valentino, Charles de Rochefort, Ramón Novarro. Por las suyas, Greta Garbo de la mano de Stiller y Marlene Dietrich de la mano de Sternberg llegan a Hollywood vestidas de varón.

La guerra ha dejado, por su parte, una imagen prestigiosa, la del soldado, un hombre joven cuya versión pacífica es el deportista. En efecto, la guerra y el deporte son cosa de muchachos, no de viejos. Los movimientos políticos exaltan al mozo combatiente y Ortega y Gasset habla de una noción deportiva del Estado. La síntesis del luchador en tiempos de paz, acaso siempre dispuesto a una guerra futura, es el boxeador, quizás el deportista emblemático de la década.

El boxeador es un peleador o un combatiente pero no un militar. Si acaso, evoca a esos héroes de las epopeyas que, en medio de la batalla, paran la acción para asistir a un desafío singular entre los jefes. Por lo demás, la imagen ejemplar del boxeador es la de un varón potente pero autocontrolado, cuyo máximo índice viril es la inteligencia: orden en su desplazamiento, musculatura entrenada, dominio de los impulsos, economía energética, en fin: astucia corporal. Autónomo y profesional, no pelea para agredir sino para demostrar su inteligencia táctica, defensiva y eficaz en el triunfo. Así es como, a menudo con cierto reborde racial, un boxeador puede representar a toda una nación: Jack Dempsey a los Estados Unidos, Max Schmeling a Alemania, Primo Carnera a Italia, Paulino Uzcudun a España. El encuentro de Dempsey con su desafiante Gene Tunney es un evento nacional que colma las apuestas y se da con la pompa de una fecha celebratoria. Dempsey, arrojado de un tortazo a la platea por el argentino Luis Ángel Firpo, el «Toro Salvaje de las Pampas», es festejado en la patria de éste como un fasto nacional. Bajo la meditada celebración pacífica late siempre el taconeo de la tropa.

 

5

La globalización, la noción de la unidad planetaria como escenario de la comedia humana, data de centurias, al menos desde los viajes exploratorios del siglo xv. En la década recibe un peculiar impulso derivado de la expansión técnica. En primer lugar, con una aviación que se ensaya para cumplir tareas pacíficas y civiles a la vez que proyecta establecer una red de contactos permanentes entre ciudades, de modo que la red aérea dé la vuelta al mundo envolviéndolo en un tejido global de mejor conocimiento mutuo. En este orden, la década registra los dos eventos fundacionales: un par de vuelos en principio deportivos que demostraron posible el cruce del Atlántico: Ramón Franco y su ayudante Ruiz de Alda con su hidroavión Plus Ultra (1926, partiendo de Palos de la Frontera y llegando a Buenos Aires) y Charles Lindbergh con su avión Spirit of Saint Louis (1927, partiendo de Long Island y llegando a Le Bourget).

Estas hazañas con tanto de aventureras producen sus rentas. En lo económico, se ve la posibilidad de viajes regulares y, en este sentido, Renault, el fabricante de coches, establece en 1926 un premio para el piloto aéreo que logre la más prolongada autonomía de vuelo. El empresario francés está pensando, desde luego, en un imperio colonial todavía extenso y floreciente, es decir Cercano y Lejano Oriente, Magreb y África Sahariana.

En otro imperio, esta vez perdido, piensa el gobierno español del Directorio Militar. Ha forjado un ideal de iberoamericanismo, que se pondrá sobre la escena de la exposición sevillana de 1929. El viaje de Franco se vio como una réplica innumerable de las expediciones descubridoras y conquistadoras del pasado. España refundaba así la familia de las repúblicas hijas y la madre patria. Baste recorrer los anuncios publicitarios en la prensa argentina, suscritos por empresas y asociaciones españolas. Por las suyas, Franco se convirtió en una estrella callejera porteña pues la gente se apiñaba para seguirlo apenas identificado, coreándole vivas al «gallego que bajó del cielo».

A menor altura, la otra red globalizadora y cosmopolita la constituyen los trasatlánticos o buques oceánicos, que experimentan un vuelco en su desarrollo, en buena medida como consecuencia indirecta y pacífica de la guerra. El crucero no es una novedad por esas fechas, ni siquiera una criatura de preguerra, a pesar de la historia del Titanic (1912). Data del siglo xix y está inevitablemente asociado al imperio marítimo británico. Pero en la década ya tenemos cruzado el Atlántico tres veces por semana, entre Londres y Nueva York por la compañía inglesa Cunard con barcos que hemos conocido por películas, crónicas de viajes y novelas: Mauritania, Aquitania, Imperator. La White Star, por su parte, ofrece el Majestic, paradigma del palacio flotante de la época. A su vista, los franceses no se quedan atrás y construyen el Normandie. Cabe señalar que unos cuantos de estos navíos fueron secuestrados a la armada imperial alemana y reciclados como transporte de pasajeros.

Los tudescos conservaron otras piezas e hicieron lo mismo, por ejemplo, con el Bismarck. Hay que tener en cuenta que, sin ser un país atlántico, Alemania contaba con Hamburgo, cabeza de líneas que podían llegar hasta América del Sur y el Sudeste asiático. En tal sentido, en 1929 se impone el modelo teutón de reciclaje, el Bremen que produce nombres tan rutilantes como el Queen Mary, el Europa y el Britanic. Al margen, si se quiere así llamarlo, está el transporte de inmigrantes, la tercera clase de los grandes navíos o piezas más modestas, especialmente de compañías italianas y españolas.

Más allá de las novelas policiacas y las intrigas del vodevil y el melodrama cinematográficos, el buque oceánico constituye un modelo de sociabilidad, novelesco por sí mismo. La dualidad entre la solidez de la construcción y la blandura fluctuante del apoyo en el agua diseña una tensión, con la imagen del naufragio del Titanic y el hundimiento por la armada alemana de transportes, durante la guerra, como en el caso del Lusitania.

La nave tiene su tempo propio, ajeno a los almanaques, sin horarios impuestos por lo productivo: el tiempo del gasto, el ocio y el placer. Como no se puede salir de él, se convierte en un mundo aparte, seguro de sí y asimismo efímero, ya que tiene fecha de caducidad. La soledad marina y la aparición de puertos exóticos con gente de razas exóticas que hablan lenguas exóticas, refuerzan la escenografía aventurera del viaje. La trama, a su vez, altera las identidades. Por unos días o semanas, los viajeros aceptan ser otros, entrar y salir en la vida de otros, reforzar a los conocidos y reconocer a los extraños. La vida a bordo es una continua fiesta y, según todas las fiestas, la conversión de lo anormal en norma, lo cual lleva a explorar la identidad subterránea de cada quien, enmascarada por la vida cotidiana en la tierra firme. De modo inopinado y en paralelo, ensayan también ese experimento de convivencia mundial, la Liga de las Naciones, establecida en Ginebra, en 1925, conforme un proyecto de Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos, país que nunca perteneció a ella.

El otro espacio globalizador es la mencionada tierra firme y corresponde al automóvil. Este ingenio también tiene un largo pasado. Leonardo da Vinci lo fantaseó, hubo ensayos en el siglo xviii pero lo que hoy identificaríamos ya como automóvil fue un invento francés datado en 1860. No obstante, el coche estará siempre asociado al siglo xx.

Empezó siendo una extravagancia y se convirtió, a comienzos del novecientos, en un artículo de lujo, eso que Veblen llamó por entonces consumo conspicuo. Por eso, o bien imitaba a los pequeños transportes de personas —alguien solo, una pareja— de siglos anteriores, o bien eran abiertos y descubrían a sus orgullosos propietarios, ataviados para el caso por una moda peculiar que sólo servía a gentes como ellos. Ortega y Gasset escribió un agudo texto de El espectador, «El automóvil en España», donde señala el aspecto señorial y reluciente de los coches españoles, expuestos en los paseos por la buena sociedad, frente al cacharro polvoriento y tocado de los franceses, que lo usan para trabajar.

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