POR MICHELLE ROCHE RODRÍGUEZ
Si bien el fracaso del proyecto moderno en Venezuela es la herida por la que hablan todos sus escritores, la lírica es el género literario que más proyección ha tenido fuera de las fronteras de ese país. Una razón para este fenómeno se encuentra en su elenco de poetas canónicos que, ante los desafíos éticos propuestos por el desarrollismo, enfrentan una poética metafísica donde la unión entre lo cósmico y lo material cuestiona el pathos del presente. La tragedia causada por la Revolución bolivariana, signada en la tríada de hiperinflación, ingobernabilidad y diáspora, con su conexión entre el militarismo de vieja data y el populismo de nuevo cuño, no ha hecho más que poner la luz cenital sobre una tradición que, si bien debe mucho a la proyección de lo emocional en el paisaje, natural tanto como urbano, no ha sido solo la crónica de sus tiempos; ha creado también una estrategia que permite a los poetas tomar el lugar de profetas, aunque sólo sea del desastre. Incluso en tiempos de bonanza petrolera, cuando el nuevorriquismo y la fiesta hablaban más alto que las estrofas de sus versos, la lírica profetizaba el infortunio. En la desgracia, los rapsodas hablan la lengua de la universalidad. Por eso, a diferencia de la narrativa, que ha llegado en forma de títulos aislados, sin antologías que la respalden, la poesía ha cruzado el océano Atlántico trayéndose su tradición. Una prueba de esto es el libro publicado en enero de 2019 por la editorial valenciana Pre-Textos, Rasgos comunes: Antología de la poesía venezolana del siglo xx. La obra ha sido compilada, prologada y anotada por Gina Saraceni, Miguel Gomes y Antonio López Ortega y reúne en mil ciento diecinueve páginas a ochenta y siete poetas que publicaron sus libros más importantes entre 1901 y 2012. El volumen coincide con la aparición de una antología sobre la obra de Juan Sánchez Peláez (1922-2003) publicada en la colección Visor de Poesía.[1]
Las antologías, principalmente Rasgos comunes, no llegan a España fuera de contexto. En 2018, Rafael Cadenas (1930), el escritor venezolano de mayor proyección internacional, ganó el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, que sumó al galardón Federico García Lorca, que le adjudicaron en 2015, y al mexicano FIL de Lenguas Romances, de 2009. En 2017, una autora de la generación siguiente se llevó el Premio Casa de América de Poesía Americana con la obra Lo que hace el tiempo. Se trata de Yolanda Pantin (1954), quien en 2015 obtuvo también el Premio Poetas del Mundo Latino, en México. Si bien es cierto que los galardones no son medida de la calidad literaria, los anotados aquí sirven para mostrar la buena recepción crítica que tiene la poesía venezolana. Antes de Cadenas y de Pantin, ya Eugenio Montejo (1938-2008) se había convertido en el poeta reciente más divulgado de su colectividad. Es en su obra donde se encuentran las claves para comprender los rasgos de la lírica venezolana que la convierten en la mejor embajadora literaria de la cultura de ese país.
Autor de una considerable obra que comienza con la publicación de Élegos en 1967 y termina con Fábula del escriba, en 2006, Montejo mantuvo siempre una discreta postura recelosa ante la actitud triunfalista que tuvieron, a partir de los años sesenta, las élites de poder y gran la clase media venezolana frente a la frenética modernización resultante de la bonanza petrolera, sin claudicar el imaginario mítico y natural de su poética, la cual conjuga los logros de las vanguardias y el deslumbramiento ante lo cotidiano. Rafael Arráiz Lucca compara su estilo con ese de un medievalista porque parece encontrar todas las respuestas en el mundo natural (205). En El desengaño de la modernidad, Miguel Gomes señala que Montejo no permite al tiempo lineal inmiscuirse en sus procesos creadores con el objeto de preservar su quehacer artístico del «progresismo comercial» (44). En Rasgos comunes se le describe como un autor de su tiempo, sin ser demasiado «moderno», cuya maestría está exenta de hieratismo y anclada en lo natural (651). El poemario que mejor sintetiza su legado se titula Terredad (1978). Con más de cuarenta años desde su publicación, esta obra ilustra la forma y el fondo de la literatura montejiana; es a un tiempo el enunciado de su credo literario y la definición de su poética. Inventó Montejo la palabra «terredad» para nombrar la condición extraña, y a la vez ordinaria, de saber que la existencia transcurre entre dos nadas: una que precede a la vida y otra que la sucede. «La terredad de un pájaro es su canto, / lo que en su pecho vuelve al mundo / con los ecos de un coro invisible / desde un bosque ya muerto. / Su terredad es el sueño de encontrarse / en los ausentes, / de repetir hasta el final la melodía / mientras crucen abiertas / sus a las pasajeras; / aunque no sepa quién le canta/ ni por qué», escribe en «La terredad de un pájaro» (Rasgos comunes, 653). Lo que viene a señalar la noción de «terredad», tal como explica el poema citado, es que los seres vivos son un accidente que ocurre entre una fecha de nacimiento y otra de muerte. El alcance metafísico de esta afirmación, aunado a su simpleza, es el núcleo del legado montejiano y hace que su metafísica hable de las maneras de habitar radicalmente el momento, en las dimensiones cósmica y real.
II
En la mirada íntima donde se sintetizan lo material y lo espiritual, Montejo bebe de la tradición de los escritores abstractos que se opusieron a la centralidad del paisaje en los herederos del Romanticismo, como Francisco Lazo Martí (1869-1909), quien en 1901 escribió Silva criolla a un bardo amigo, el poema que abre Rasgos comunes. Como el autor de Partitura de la cigarra (1999), no llegó nunca a separarse de lo natural, representó en su obra a las dos corrientes fundamentales de la poesía venezolana del siglo xx: la conversión de lo externo en emotividad poética y en el uso del lenguaje como herramienta para cuestionar el sentido de la realidad. La reflexión sobre las relaciones entre el afuera y el adentro que se tejen entre estas dos tendencias ocupa la obra de dos autores fundamentales de la primera mitad del siglo, quienes nunca pudieron separarse del entorno rural, acaso porque crecieron en el campo, Enriqueta Arvelo Larriva (1886-1962) y Fernando Paz Castillo (1893-1981).
La intimidad de la autora de Voz aislada (1939) y la metafísica del escritor de La voz de los cuatro vientos (1937) se establecieron en contra de la conversión del Llano en mito de lo popular. Arráiz Lucca ubica la estrategia de Arvelo Larriva en su uso de la intimidad como apoyo para sus búsquedas en el paisaje (15). La imagen que ha dado la crítica de ella es la de una mujer asomada a la ventana de su casa, desde donde mira hacia su pueblo natal, Barinitas —a más de quinientos kilómetros al suroeste de Caracas—, ubicado al pie de Los Andes, donde comienza la llanura. En Rasgos Comunes se habla del «papel insoslayable» que tiene el paisaje en los versos de la autora, pero reconociendo la intervención de su «voluntad enunciadora que hace del lenguaje la única presencia absoluta» (73). Paz Castillo publicó su primer poemario en 1931, cuatro años antes de la muerte del general Juan Vicente Gómez. Maceró sus poemas durante años, en silencio, en los espacios de su vida interior. Esta particularidad dotó su voz de profundas preocupaciones metafísicas. «La vida es una constante / y hermosa destrucción: / Vivir es hacer daño. / […] Pero el muro, / el silencioso y blanco muro, / parece que nos dice: / «hasta aquí llegan tus ojos, / menos agudos que tu instinto. / Yo separo tu vida de otras vidas / pequeñas; pero grandes cuando el ocaso, el oro insinuante del ocaso llega», escribe en uno de su poemas más celebrados «El muro» (1971), de El otro lado del tiempo (Arráiz Lucca, 62). La simplicidad de su expresión dotada de preocupaciones sobre la humanidad y las relaciones entre el mundo visible y el invisible anteceden a la expresión mítica de la realidad montejiana.
Paz Castillo convierte a la naturaleza en el tránsito hacia «una exploración de los territorios de la expresión y de la voz que la materializa: sus cartografías verbales levantan mapas, más bien, del sujeto» (107). Aunque ambos tienen más puntos de encuentro que diferencias, eso que en él es entusiasmo por lo subjetivo, en Arvelo Larriva se convierte en puro lenguaje; por esa razón, en la escritura de ella coinciden el retrato del paisaje emocional con las corrientes metafísicas, rasgos que sirven de antecedentes a las intenciones filosóficas de Elizabeth Shön (1921-2007) y a la compleja reflexión sobre el lenguaje de Alfredo Silva Estrada (1933-2009). Por consiguiente, Arvelo Larriva no sólo cuestionó la mitologización del ambiente llanero, oponiéndole su intimidad, sino que al hacerlo desde una expresión propia, cuando nadie más lo hacía, inauguró en el país la senda de la experimentación. Gomes, López Ortega y Saraceni consideran ésa una de las cinco «zonas discursivas» que marcan la poesía venezolana del siglo xx:[2] El lenguaje, como estructura de otra realidad y como lugar para ensayar el sinsentido del mundo, es el camino por el cual esta lírica se enrumba hacia la universalidad, «la poesía intuye una escisión existencial, que cubre a todo el colectivo, y se hace eco del dolor» (29). Las corrientes metafísicas, abstractas y experimentales a las cuales se tomará en cuenta en los párrafos siguientes marcaron en el lenguaje el quiebre de proyecto nacional. «Un país poético, elevado, se construye sobre el país real, desmembrado, a punta de memoria y tradición, por un lado, pero también lanzándose al vacío, por el otro, como quien postula una vanguardia ciega», escriben en Rasgos comunes (29).
Arvelo Larriva y Paz Castillo maduraron sus obras en una sociedad de resabios coloniales, introducida de golpe a la economía internacional debido a la revolución petrolera, durante los años veinte. Shön y Silva Estrada comenzaron a publicar tres décadas después, cuando las compañías petroleras extranjeras tenían más de treinta años dividiendo sus ganancias a partes iguales (o desiguales) con el gobierno.[3] La primera generación vivió la tiranía del general Juan Vicente Gómez, que se extendió desde el golpe de estado de 1908 hasta la muerte del dictador en 1935, y la otra, la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez, de 1952 a 1958. La carrera política de este hombre se extendió entre dos golpes de estado. El primero fue el que diera en 1945, junto con otros miembros jóvenes de las Fuerzas Armadas y del partido Acción Democrática, al general Isaías Medina Angarita. Gracias a su destacada participación en el motín le hicieron miembro de la Junta Revolucionaria de Gobierno que presidió el director de Acción Democrática, Rómulo Betancourt. Cuando en 1948, después de las primeras elecciones democráticas del país, resultó electo presidente el escritor y pedagogo Rómulo Gallegos (1884-1969), Pérez Jiménez impulsó un alzamiento militar en su contra y acabó con su presidencia en menos de un año. No fue, empero, este golpe con el que terminó la carrera del general. Más bien, la reforzó. Él impulsó una Junta Militar con la que gobernó el país junto con los generales Germán Suárez Flamerich y Carlos Delgado Chalbaud. Entonces, el asesinato de este último le permitió ejercer el gobierno de facto hasta 1958, cuando el partido Acción Democrática lo derrocó, secundado por la nueva generación de las Fuerzas Armadas. Así acabó la carrera política de Pérez Jiménez y se inauguró el período democrático más largo de la historia del país. A pesar de las evidencias de encarcelamientos arbitrarios y de la existencia de campos de concentración para los disidentes, Estados Unidos apoyó el gobierno militar, no sólo porque la situación del país era privilegiada para luchar contra la Revolución cubana que había comenzado en 1953, sino porque formaba parte de una red de distribución petrolera. Petróleo y militarismo, he allí las dos constantes en el drama de la historia contemporánea de Venezuela.