POR MIGUEL BARRERO
Desde el balcón se observa el trajín diario de este tramo de la calle O’Donnell, que ya ha dejado atrás las arboledas del Retiro y se aleja en dirección al Pirulí para acabar cobrando hechuras de autovía una vez superada la frontera de asfalto que marca la M-30. Es éste el territorio donde el barrio de Salamanca comienza a cuestionar su nombre, el escenario de un tupido mosaico humano que entremezcla a altos ejecutivos con peones de obra, a médicas y enfermeras del hospital cercano con camareros y clientes de los bares que pueblan las aceras, todos ellos confundidos a su vez con los cientos o miles de transeúntes que van o vienen de sus asuntos, silenciados por el rugido del tráfico incesante que o bien pretende adentrarse en el centro de la ciudad o bien pugna por abandonarla. A esta terraza se asoma con frecuencia Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956), y si sus lectores más constantes pudieran hacer lo propio les resultaría familiar este paisaje urbano porque sus contornos han nutrido muchas de las páginas que ha dado a la imprenta en estos últimos años. En ellas ha venido dejando constancia de sus asombros y sus certezas, de sus rutinas y sus lecturas, de la vida que pasa mientras el mundo se precipita hacia incertidumbres a las que aún no sabemos poner nombre.
Llevan su firma tres novelas importantes de la literatura española reciente —El jinete polaco, Sefarad, La noche de los tiempos— y se le deben libros valiosos por su dignificación de géneros tradicionalmente desprestigiados —El invierno en Lisboa, Beltenebros, Plenilunio— y por su vocación de abrir caminos nuevos —Como la sombra que se va, Un andar solitario entre la gente— aun a riesgo de recibir reconvenciones o reproches. Una vez me refirió una conversación que tuvo con uno de sus amigos, el pintor Juan Genovés: «Acababa de cumplir ochenta años y le pregunté cuál era la diferencia que notaba entre el modo en que entendía su trabajo en aquel momento y el modo en que lo había entendido cuando era joven. Él me contestó que ahora era completamente libre, que no le importaba nada lo que dijesen y que además tampoco le importaba que le saliese mal un cuadro; si le salía mal uno, ya le saldría mejor otro». Me lo contaba como si en aquel instante hubiese experimentado una especie de epifanía, pero esa libertad, o al menos su búsqueda, venía siendo ya una constante temprana en su vida y en su obra. Su primera novela, Beatus ille, es un buen ejemplo y también la piedra sobre la que se terminaría asentando todo cuanto vino después, una declaración de principios que, sin formularlo expresamente, anunciaba su compromiso irrenunciable con la memoria personal y colectiva, con esa fuerza que tiene la literatura para iluminar rincones oscurecidos por el olvido o la desidia, con la voluntad de incurrir en cuantas osadías fueran necesarias con tal de obedecer ese mandato que impele a los escritores de verdad a no dejar de ser ellos mismos en cada página que escriban. Fundaba allí lo que la teoría literaria gusta de calificar como territorio mítico, esa Mágina que era y no era a la vez su Úbeda natal, y se centraba su argumento en las heridas abiertas por la guerra civil, un asunto que los escritores de su quinta consideraban extemporáneo en una época en la que España disfrutaba su entrada en la modernidad y fingía ignorar a los fantasmas que aguardaban en la trastienda de un pasado oprobioso. Ese tema, el del tiempo que pasó sólo en apariencia, porque aún late en el tiempo que ahora es, ha venido recorriendo como un hilo invisible sus libros y sus artículos y sustancia su forma de ver el mundo. Su último libro, Volver a donde, es en ese sentido una suerte de espejo que rehúye los trucos ficcionales para emplearse a fondo en la primera persona: los tiempos de la reciente pandemia contrapuestos a los lejanos años de la infancia, la estupefacción que se siente cuando aquello que era cotidiano y consabido se torna excepcional y llegamos a sentirnos extranjeros incluso en nuestro propio cuerpo. Traza esa larga reflexión autobiográfica un paralelismo inquietante con otro de sus ensayos, Todo lo que era sólido, que apareció durante la última gran crisis financiera y, pese a que se interpretó como un texto estrictamente coyuntural, se ha revelado exacto y premonitorio en muchos de los aspectos que trata.
Se hablaba mucho de aquel libro cuando él y yo nos conocimos, hace ya más de una década, con ocasión de una conversación pública acerca del conjunto de su obra. En aquellos tiempos, él residía durante parte del año en Nueva York junto a su mujer, la también escritora Elvira Lindo, y me contó que aquel distanciamiento geográfico propiciaba un alejamiento intelectual y sentimental que venía bien para ahuyentar del subconsciente ciertos vicios seudopatrióticos que comenzaban a campar por estos pagos. También su marcha temprana de Úbeda y la conciencia real de sus orígenes lo han mantenido al margen de esos discursos que invocan la nostalgia por unos tiempos que sólo sobre el papel fueron mejores y desprecian los avances sociales alcanzados en las últimas décadas. La memoria bien entendida no consiste en la evocación boba y acrítica de lo que ya no existe, sino en la confrontación de esto con aquello que nos ofrece el tiempo que hoy vivimos. Cuando habla de estos o de otros temas cualesquiera, emplea el mismo tono pausado y reflexivo que vibra en lo más profundo de su prosa. No hay una palabra fuera de lugar ni una frase desprovista de contexto, por eso siempre que charlamos me admira su capacidad para hilvanar asuntos aparentemente opuestos y trenzar sus argumentos con un virtuosismo del que sólo cabe extraer la constatación de que Antonio Muñoz Molina habla igual que escribe o, más bien, escribe como habla. Ha leído y andado mucho —esas dos acciones que constituyen, según Cervantes, las verdaderas fuentes de la sabiduría—, y por eso defiende la idea frente a la ocurrencia y refuta las teorías de nuevo cuño tras la que se agazapan oscuridades de antiguos dogmas. Por eso, también, es un hombre ecuánime y generoso, abierto a la discrepancia y al reconocimiento de lo que considera necesario, o valioso, o valiente. Unos cuantos escritores de mi generación les debemos a él y a Elvira gratitud por el aliento que nos dieron cuando éramos aún menos que nadie. Sus muchos lectores desean, deseamos, que continúe aventurándose por los territorios a los que conduzcan su lucidez y su instinto, que no deje de rellenar cuadernos con los argumentos y las observaciones y los collages en los que también va dejando huella de su paso por la vida, ésa que ve pasar desde esta terraza de la calle O’Donnell. Que nunca olvide la máxima que le enseñó su amigo Genovés y que viene a ser la misma que él me trasladó la tarde en que nos conocimos, la línea maestra que guía el rumbo de su obra y la que lo ha convertido, más de tres décadas después de la publicación de su primera novela, en un referente ineludible de nuestras letras: «Escribir es luchar contra el estereotipo».